Las autoridades reforman el Cais de Valongo, Patrimonio de la Humanidad desde 2017, con fondos de EEUU y China
Cuando Río de Janeiro estaba patas arriba por las obras de los Juegos Olímpicos de 2016, en una anodina plaza de la región portuaria los obreros fueron encontrando unas losas de considerable tamaño, además de conchas, amuletos y otros objetos personales. Tras el desconcierto inicial, los arqueólogos pronto llegaron a la conclusión de que aquello eran los restos del Cais do Valongo, el muelle carioca por el que desembarcaron en Brasil más de un millón de africanos esclavizados. Buena parte de los antepasados de los negros brasileños pisaron estas piedras, que en 2017 la Unesco reconoció como Patrimonio de la Humanidad.
El yacimiento recibe desde entonces cada vez más visitas, pero languidecía sin apenas señalización o una iluminación adecuada. Este miércoles, las autoridades locales presentaron orgullosas la remodelación del espacio. Lo hicieron después de que un grupo de ialorixás (sacerdotistas del candomblé, una de las religiones de matriz africana) vertieran sobre las piedras agua bendita y flores en un tradicional rito de purificación.
Desde cerca, y bajo un sol abrasador, seguía el ritual emocionado el también líder religioso Ivanir dos Santos, que ahora participa en el comité gestor del monumento: “Este es un lugar especial que tiene que ser cuidado. Es un lugar de memoria triste, que no podemos olvidar jamás. Pero también es el lugar por el que llegaron las personas que contribuyeron a la formación de lo que hoy es Brasil (…) todo pasó por aquí, también nuestra resistencia ancestral”, decía.
Hasta 1831, cuando se prohibió el tráfico trasatlántico de esclavizados, una quinta parte de las personas capturadas por los portugueses en África desembarcaron en Brasil por este muelle, el único vestigio físico de ese comercio con seres humanos en todo el continente americano.
La travesía por el Atlántico podía durar de 30 a 90 días, dependiendo de los puertos de embarque y llegada. En los barcos negreros cabían hasta 300 personas, pero algunos llegaban a transportar más de 500 en sus bodegas. Entre el 15% y el 30% de ellos morían durante el viaje por el hacinamiento, el hambre, y las pésimas condiciones de higiene. Al llegar a Río eran vendidos en un mercado público y después pasarían el resto de sus días en plantaciones de café, tabaco o caña de azúcar.
Los que llegaban a la ciudad debilitados y morían antes de ser vendidos eran enterrados en el cementerio de los Pretos Novos (nuevos negros), una gran fosa común creada en las inmediaciones del puerto y administrada por la Iglesia católica. En 1830 el cementerio dejó de ser utilizado y quedó sepultado por sucesivas urbanizaciones, hasta que en 1996 lo desenterró de casualidad una familia que estaba reformando su casa. Mercedes Guimarães se asustó cuando empezaron a aparecer huesos bajo el suelo, y con el tiempo acabó transformando su hogar en un museo y memorial, el Instituto de Investigación y Memoria Pretos Novos.
Ese pequeño centro resistió con dificultades en los últimos años como uno de los pocos lugares de la ciudad donde los visitantes pueden profundizar en la historia de la esclavitud en Brasil. Hasta hace poco, la historia oficial se esforzó a conciencia en esconder ese pasado incómodo. El propio muelle del Valongo fue reformado en 1843 para recibir con pompa a Teresa Cristina de Borbón-Dos Sicilias, la prometida del emperador brasileño Pedro II. De lugar de horror a escenario de un gran festejo: fue rebautizado como muelle de la Emperatriz.
El borrón de la huella africana en la ciudad se consolidó con las reformas urbanísticas de principios del siglo XX, que sepultaron las piedras y dieron lugar a una plaza. La mayoría de los cariocas tuvieron que esperar mucho tiempo para recordar o quizá aprender por primera vez sobre el trágico acontecimiento histórico que durante 20 años sucedió de forma rutinaria en el corazón de la ciudad.
Cuando, tras las excavaciones, la Unesco reconoció al Cais do Valongo como patrimonio mundial, en teoría Brasil se comprometía a cuidar del yacimiento y a levantar un centro de interpretación, pero los últimos años fueron de bastante dejadez. Con cada temporal, los restos, que están bajo el nivel del mar, se inundaban y llenaban de basura. Los activistas del movimiento negro y arqueólogos que participaron en la batalla de la protección llegaron a temer que la organización retirara el título.
Seis años han tardado las autoridades en dignificar el monumento con nueva iluminación, una bomba hidráulica contra las inundaciones, carteles explicativos y hasta una escultura de figuras humanas que conforman la silueta del continente africano. Las obras han costado cuatro millones de reales (815.000 dólares) y las han pagado a medias el consulado de EEUU y State Grid, una empresa eléctrica china. El ayuntamiento de Río y el Gobierno brasileño culpan del abandono a sus antecesores; es decir, señalan al ex alcalde y pastor evangélico Marcelo Crivella (para quien las religiones de matriz africana son una expresión satánica) y la Administración de Jair Bolsonaro.
Ahora, el Banco Nacional del Desarrollo Económico y Social (BNDES), un banco estatal, se ha comprometido a aportar diez millones de reales (unos dos millones de dólares) para revitalizar el tejido cultural de la región, conocida como Pequeña África, e impulsar el llamado afroturismo.
También se prevé dar el empujón definitivo al viejo proyecto de museo. La idea de un gran Museo Nacional de la Esclavitud y la Libertad (ese era su nombre provisional) languidece en un cajón desde hace mucho tiempo. El sueño es levantarlo en un edificio imponente, un gran almacén portuario situado justo enfrente de las ruinas del muelle y repleto de simbolismo. Fue construido por André Rebouças, el primer ingeniero negro de Brasil, un destacado abolicionista que exigió levantar la construcción sin usar mano de obra esclava. La previsión ahora es que en 2026 abra sus puertas el museo, donde se expondrán parte de los 1,5 millones de artefactos que aparecieron durante las excavaciones del muelle de Valongo y que de momento siguen apilados en contenedores.