La idea de proteger al ciudadano desde la cuna hasta la tumba está en apuros. Una de las causas es la crisis presupuestaria de los Estados, con una población envejecida sostenida por menos trabajadores en peores condiciones
No hay elemento más reconocido de la sociedad del bienestar que el Sistema Nacional de Salud británico; fue la joya de la corona y la envidia de todos los países, y hoy está en las ruinas. En Francia se lucha calle a calle por el futuro de las pensiones, con las mayores movilizaciones populares en décadas. En todos los países se discute si la educación realmente existente sigue siendo el ascensor social que se construyó hace décadas o, en vez de propiciar la igualdad de oportunidades, genera un “monopolio de oportunidades” para los más ricos. No hay dinero para universalizar los cuidados a los más dependientes. Por último, el teletrabajo y otras modalidades contemporáneas de empleo sirven para desocializar el mercado laboral: cada vez más gente se encuentra fuera de los convenios colectivos, y tiembla el derecho del trabajo. En suma, el Estado de bienestar, aquella revolución callada que explotó a partir de la segunda posguerra mundial liderada por el laborista Clement Attlee, que debía proteger al ciudadano “desde la cuna hasta la tumba” por el solo mero hecho de serlo, está en dificultades.
Muchos expertos indican que el debilitamiento de la calidad de la democracia está directamente relacionado con el debilitamiento del Estado de bienestar y que éste ya no corrige tanto como antaño las desigualdades. Hoy, la principal cuestión sociopolítica no es si el capitalismo ha de ser sustituido por otro sistema, sino si los países, los ciudadanos, pueden permitirse tener pensiones y sanidad dignas públicas y universales, seguro de desempleo, una educación superior que no sea prohibitiva, o todo ello es demasiado caro. A esta “utopía factible” se le ha añadido en los últimos tiempos otro capítulo central: la lucha contra la emergencia climática.
En España, todas las anteriores características están presentes: la sanidad, las pensiones, la educación pública y universal, los cuidados y la reforma laboral figuran en el seno de la batalla política cotidiana. Nuestro país quiso entrar en Europa, pronto hará cuatro décadas que lo logró, no solo en busca de las libertades perdidas en el franquismo, sino también para disponer del mismo sistema de protección social que los países más avanzados de nuestro entorno. Así fue en casi todos ellos, excepto en los que se oponían de hecho al Estado de bienestar por motivos ideológicos aunque lo defendiesen de palabra. En el año 1991, apenas un lustro después de la entrada de España en la Unión Europea, el líder de la derecha José María Aznar escribía: “Sólo aspiran a un resurgimiento del Estado de bienestar quienes siguen deseando ese modelo dirigista. ¿Merece entonces la pena hablar de Estado de bienestar? Es necesario hacerlo porque hay algo incuestionable: el Estado de bienestar es incompatible con la sociedad actual. Tenemos que tenerlo muy claro: el Estado de bienestar se ha hundido solo por su propia insuficiencia y anacronismo. Al llegar a este punto, es difícil evitar una sugerencia electoralista: ¿qué encubre el debate apropiado y mantenido por los socialistas sobre el Estado de bienestar? Un complejo de inferioridad” (Libertad y solidaridad, Planeta).
En el origen del welfare hay una mujer. Antes de que lord Beveridge, encargado por Winston Churchill, publicase sus dos famosos informes en medio de la II Guerra Mundial, Beatrice Webb había puesto los cimientos de lo que luego sería la mejor utopía factible de la humanidad, primero sola y luego acompañada de su marido, Sidney. A ambos, fundadores del semanario británico The Statesman y de la London School of Economics, puede atribuirse la idea de una red pública de protección. A principios de siglo redactaron (junto a otros tres autores) lo que se conoció como Minority Report. En él proponían un sistema de atención pública desde el nacimiento hasta la muerte, con el que se aseguraría “un estándar mínimo nacional de vida civilizada (…) para todos los ciudadanos por igual, de cualquier clase y sexo, con lo que queremos decir más alimentación suficiente y más formación adecuada, un salario digno mientras se esté en condiciones de trabajar, atención médica en caso de enfermedad y unas ganancias modestas pero aseguradas para la invalidez y los ancianos”. En su reseña del Minority Report, el polémico escritor George Bernard Shaw, premio Nobel de Literatura, predijo que podía marcar un cambio radical en la ciencia política y en la sociología, como sucedió en la filosofía y en la historia natural con El origen de las especies, de Darwin. Según Shaw, la propuesta era “importante, revolucionaria, sensata y práctica al mismo tiempo, perfecta para inspirar y atraer a una nueva generación”. Y era totalmente compatible con la libertad de mercado y con la democracia.
El Estado de bienestar adquirió sus principales perfiles actuales en la lucha contra el crash de 1929, la Gran Depresión y la II Guerra Mundial, y se ha actualizado tras la pandemia de la covid y la aparición de los nuevos escudos sociales. El welfare de la posguerra, con todas las diferencias entre los países, se centró fundamentalmente en la educación, la vivienda y la atención médica, así como las áreas de recreo urbanas, la subvención del transporte público, la financiación estatal del arte y la cultura y otras prestaciones de un Estado intervencionista. La seguridad social consistía fundamentalmente en la dotación de seguros contra las enfermedades, el desempleo, los accidentes y los riesgos de la vejez, cubiertos por el Estado.
El sociólogo danés Gøsta Esping-Andersen, experto en la materia, distingue entre “los tres mundos del Estado de bienestar”, tres patrones distintos del mismo: el socialdemócrata, el conservador y el liberal. El primero es, fundamentalmente, el de los países nórdicos europeos (Suecia, Noruega o Dinamarca), caracterizado por la universalidad de las políticas públicas y por el gasto social por habitante, más elevado que en el resto de los países; para financiarlo, estos países disponen de mayores presiones fiscales y la llamada “flexiseguridad” en el mercado de trabajo, una combinación de alta flexibilidad en la entrada y en la salida de los empleos vinculada a fuertes políticas de protección social para el que se quede en el paro.
El segundo modelo es el conservador o continental. Se aplica en la mayor parte de los países europeos (Alemania, Francia, Italia, España, Austria, Portugal…) y supone una combinación de lo público y lo privado en los principales capítulos del welfare (pensiones, educación, sanidad, cuidados…). Estas prestaciones se pueden obtener tanto del Estado como del mercado. La presión fiscal y el gasto social son menores que en el primer caso y, consecuentemente, la disminución de la desigualdad y la redistribución también son menores. En el modelo liberal (Estados Unidos, Australia, Nueva Zelanda…) no hay universalidad, sino que los esfuerzos públicos se dirigen tan solo a los estratos más bajos de la sociedad, que son estigmatizados por acudir a la beneficencia en los principales rubros que componen este mínimo welfare. El resto se obtiene, previo pago (generalmente muy oneroso), en el mercado.
El Estado de bienestar fue fruto de un pacto tácito entre dos sistemas encontrados, el capitalismo y el socialismo democrático. Como todos los “contratos”, supuso un conjunto de renuncias (el crecimiento sin límites) y de conquistas (la ciudadanía social) por ambas partes. La consideración de sus padres fundadores no era la misma: los democristianos buscaban ante todo la protección social de los ciudadanos, pero los socialdemócratas le añadieron el objetivo explícito de que combatiera la desigualdad y se quedaron con la marca. Cuando en el año 1989 cayó el muro de Berlín y desapareció el comunismo como sistema alternativo, las fuerzas más conservadoras entendieron que la principal función que para ellos poseía el Estado de bienestar, el apaciguamiento de las clases subalternas, había desaparecido, perdieron miedo a la “revolución callada” y se dispusieron primero a debilitarlo y luego a destruirlo. Para ello, necesitaban desacreditarlo entre sus beneficiarios y a continuación declararlo ineficaz para sus fines. Desde la década de los ochenta, consiguieron que el centro de su discurso se impusiese en amplias zonas de la población. Así comenzaron las privatizaciones de la sanidad, las pensiones o la educación. Fue el periodo de hegemonía de la revolución conservadora.
Pero las dificultades del Estado de bienestar no se debieron únicamente al descrédito conservador, sino que en muchos casos emergieron de hechos objetivos: el más importante, la crisis fiscal de los Estados, motivada por un envejecimiento de la población que provocó un número mayor de beneficiarios de la protección (las pensiones, la sanidad, los cuidados…) sostenidos por una menor población activa, y una parte de ésta, en peores condiciones (salarios, precariedad, inseguridad…) laborales que antes. Más gastos y menos ingresos, una ecuación difícil de resolver. Como consecuencia, la transformación del discurso público: mientras crecían las prestaciones imprescindibles para las sociedades más maduras, la forma de financiarlas (los impuestos) era más inelástica (no se recaudaban más impuestos); así aparecen los déficits y la deuda pública. El welfare nació y creció sobre la base de algunas estabilidades que poco a poco fueron variando; por ejemplo, el equilibrio intergeneracional. La natalidad decreciente y el aumento de la esperanza de vida generaron grandes impactos sobre las pensiones y los gastos sanitarios.
Detrás de ello están los problemas políticos y electorales de los principales defensores del Estado de bienestar, los socialdemócratas. El profesor de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Heidelberg Wolfgang Merkel cita, entre otros, los siguientes: el bloqueo de la coordinación keynesiana, ya que la vertiginosa globalización económica del último medio siglo ha supuesto el final del “keynesianismo en un solo país”. Así se ha escapado el mejor instrumento de la política económica socialdemócrata para armonizar un programa de cambio social con una práctica estabilizadora. Otro factor que ha influido en la decadencia del binomio socialdemocracia-Estado de bienestar es el cambio acelerado en la estructura social, más allá del número de jóvenes y viejos. La revolución tecnológica ha disminuido radicalmente el número de obreros industriales (clientela habitual de los socialdemócratas) y ha hecho crecer el de los trabajadores de servicios y los teletrabajadores, que despejan las concentraciones de asalariados y dificultan la sindicalización.
El ocaso del Estado de bienestar, contra el que ahora se manifiesta tanta gente, supone la ruptura definitiva del equilibrio entre el capital y el trabajo que se estableció durante la etapa conocida como los Treinta Gloriosos. Según la opinión dominante, en la década de los años cuarenta la polarización política de las anteriores décadas de entreguerras, donde no existían sistemas universales de protección, fue consecuencia de la depresión económica y de sus costes sociales. Las desigualdades facilitaron tanto los fascismos como los comunismos. Hoy vuelven a crecer exponencialmente. Los sistemas de bienestar son inherentemente redistributivos; su universalismo y la magnitud de su funcionamiento requieren enormes transferencias de recursos —generalmente, en forma de impuestos— por parte de los privilegiados al conjunto de la población. Por ello, el Estado de bienestar ha constituido en sí mismo una iniciativa radical. El welfare nunca fue barato; al principio, como consecuencia del coste para los países que aún no se habían recuperado de la depresión económica y de la guerra, y luego, por el aumento de beneficiarios como consecuencia del citado cambio demográfico de las sociedades que lo han puesto en marcha. Por primera vez en la historia, el Estado trataba al paro, a la pobreza, la vulnerabilidad y sus secuelas como problemas sociales y políticos, y no como errores individuales, como había sucedido hasta entonces, y asumía su responsabilidad en las ayudas a las víctimas.
Europa, cuna de ese Estado de bienestar, ha sido definida como la prosperidad capitalista apuntalada por un Estado de bienestar abundantemente provisto. Por ello, mucha gente de fuera del continente quiere vivir en sus ciudades y por ello los europeos se resisten en las calles a los recortes. La paz social garantizada gracias al empleo y a ventajas laborales desconocidas en otras latitudes, distribuidas entre todos los grupos sociales. A lo que se unía, según el historiador Tony Judt, la seguridad externa derivada de la protección implícita de un paraguas nuclear. Cuando alguno de esos elementos se cae, hay problemas. Es lo que Keynes, que conoció y apoyó los inicios del welfare, denominó “un ansia de seguridad personal y social”.
El sociólogo de origen húngaro Karl Mannheim lo resumió de este modo: “Ahora todos sabemos que a raíz de esta guerra [la II Guerra Mundial] no es posible retornar a un orden social de laissez faire, y que una guerra como esta guerra genera una revolución silenciosa que prepara el camino para un orden planificado”.