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¿Somos libres? Más allá de la fantasía de un himno nacional

Una hermosa tarde de enero de este año, fui a pasear con mis hijos y mi madre al centro histórico de Lima para visitar museos y comer picarones. Marcelo y Fabricio quedaron fascinados y desconcertados conociendo más a fondo los vestigios de la fase virreinal de la historia de la ciudad que habitan. Cuando caminábamos al frente del Palacio de Gobierno, a Marce le sorprendió ver una larga reja metálica que rodeaba el palacio por lo menos a tres metros del frontis y que iba más allá de la vereda, hacia la calle.

—“Papi, entonces, ¿es mentira lo que dice el himno nacional, que somos libres? Con esas rejas allí, no somos libres, papi” —comentó con perspicacia mi hijo de 10 años.

—“Marce, el problema del himno es que nos hace creer que para ser libres necesitamos de otras personas. Hijito, en realidad, tú decides o no ser libre en tu mente, en tu corazón y en tu vida” —le respondí a Marcelo.

Las rejas que extrañaban a mi hijo son solo una metáfora de esa jaula palaciega en la que muchas veces vivimos en nuestro interior y que, tarde o temprano, se manifiesta en los ámbitos externos de nuestras vidas como individuos y colectividades. La libertad no es fundamentalmente una cuestión colectiva; antes bien, forma parte de un proceso de autotransformación interior que se reflejará en nuestras relaciones, en nuestra salud, en nuestro acceso a los recursos materiales o en la adaptación al medio, por ejemplo.

Pero ¿de qué hablamos cuando hablamos de ser libres? Lo primero que diré es que nadie nos liberta, nadie nos independiza. Solo uno mismo puede lograr ser libre. La libertad y la independencia no pueden ser otorgadas por ninguna persona, grupo o institución a nadie. Es falso afirmar que José de San Martín, Simón Bolívar o los ‘próceres de la patria’ nos liberaron: la verdadera liberación no supone violencia, no es un proceso colectivo ni empieza fuera de uno mismo. Siguiendo las enseñanzas de Gerardo Schmedling (entre otros tantos guías espirituales), podemos afirmar que libertad es la capacidad individual de tomar decisiones propias y de asumir sus resultados. Esta definición tiene dos partes: tomar la decisión tal o cual es opcional (incluso no tomar decisión alguna frente a cierta situación es una posible opción), pero lo que es totalmente obligatorio es asumir los resultados que esa decisión genera (al margen de que tales consecuencias puedan ser satisfactorias o insatisfactorias para uno mismo y/o para los demás). En este nivel, no interesa mucho si la decisión la tomé con plena consciencia o con absoluta inconsciencia: la siembra (y lo que se siembra) siempre será opcional y la cosecha siempre será obligatoria.

Complementando con la sabiduría tolteca recogida por Miguel Ruiz en Los cuatro acuerdos y otros de sus libros, podríamos afirmar que soy verdaderamente libre solo cuando soy impecable con mis palabras, cuando no hago suposiciones sobre nada ni sobre nadie, cuando no me tomo nada de manera personal, cuando hago lo mejor que puedo en cada momento, y cuando preservo mi autonomía mental con flexibilidad y sin arrogancia alguna. En este sentido, las decisiones (personales) completamente libres serán aquellas que llevemos a cabo desde la independencia interior, vale decir, desde la facultad de ser invulnerable, inofendible, en los propios sentimientos, al margen de lo que cualquier otra persona diga o haga, deje de decir o deje de hacer. Esto es lo que significa paz interior permanente y lo que los antiguos estoicos llamaron imperturbabilidad de la mente y de la conducta. Esta posibilidad de recuperar y mantener el sosiego fluye en paralelo a la posibilidad de ser feliz por uno mismo: la desaparición del sufrimiento en la vida a partir de la plena aceptación y valoración de lo que soy, del momento presente y de todo lo que tengo, tal como lo enseñó el buda Sakyamuni, entre otros.

La libertad de elegir lo que pienso y de ser quien soy me permitirá siempre brillar desde la alegría, la serenidad y el amor consciente, incondicional

Así, aprender a vivir desde la libertad implica aprender a ser feliz por uno mismo, aprender a no perturbarse con nada y aprender a no resistirse a los demás bajo ningún motivo. Es un aprendizaje hermoso, constante y desafiante que conlleva emanciparse del miedo, de la culpa, de la ira, de la vergüenza, del orgullo, del odio, del rencor, del resentimiento, del rechazo a la vida y de la falta de seguridad en uno mismo. Como diría Julio Cortázar, las más de las veces uno vive en un “calabozo de aire”, en un “infierno florido”, aprisionado con una “cadena de rosas”: todo en mi mente, en mi interior, y lo proyecto en mi realidad exterior. En este sentido, ser libre supone liberarse de la reactividad típica de los estados de supervivencia del cuerpo y de la mente, liberarse de los pensamientos y comportamientos de ataque con los que me daño mentalmente y con los que pretendo dar a los demás. Ser libre quiere decir, así, liberarse de la carga de culpar a alguien por sentirme desdichado y desasosegado.

Si no puedo liberar a otro u otros, ¿qué puedo hacer por los demás, entonces? En principio, tratar a los demás tal como deseo que me traten a mí mismo, esto es, de la mejor manera: con respeto, con acogida, con valoración, con apertura, con toda mi capacidad de servicio. Puedo ser para el otro, pues, un ‘silencioso’ e inspirador ejemplo (si he aprendido a vivir con independencia emocional y libertad de pensamiento, claro está). Además, puedo compartir información de amor y de sabiduría de sumo provecho para la liberación interior (si previamente la he verificado en mi propia experiencia tales ideas y creencias). Asimismo, si ocurre lo anterior (en caso de que el otro lo permita), puedo mostrarle herramientas y técnicas para amarse a sí mismo, para vivir con gozo y calma, y para amar al otro como a sí mismo. Liberar a otra persona o liberarse en grupo es, por tanto, imposible. Si pretendemos hacerlo, solo se trataría de una imposición, de un acto ‘sutil’ de violencia.

Por lo tanto, a diferencia de lo que se dice en el himno nacional del Perú o en el de cualquier otro país, la libertad verdadera no nos lleva a forzar a otros a ser libres, ni es un pretexto para exigirle al otro que sea como yo quiero que sea para así sentirme bien. (Buscar que el otro se comporte como mi voluntad dicta es egoísmo y evidencia dependencia emocional respecto de ese otro.) La libertad de elegir lo que pienso y de ser quien soy me permitirá siempre brillar desde la alegría, la serenidad y el amor consciente, incondicional. Lo que mi hijo Marcelo está comprendiendo en su niñez es lo que yo recién he comenzado a comprender en mis cuarentas: que para ser siempre libres solo necesitamos deshacernos de aquellas rejas que aprisionan nuestras mentes y nuestros corazones y que nos impiden disfrutar la vida en plenitud y fluir con su belleza y sabiduría sin límites. En cualquier caso, seamos pacientes y amables con nosotros mismos (y con los demás): el proceso de autoliberación interior es lento, gradual y no lineal.

Fuente: Revista Ideele N°310

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