Golpe de efecto de la Casa Blanca en su combate contra el cambio climático. Como advierte Michael Regan, presidente del poderoso brazo ejecutor de la política climática estadounidense, la Agencia de Protección Medioambiental (EPA, por sus siglas en inglés) ha declarado la guerra total a las emisiones de CO2. Su iniciativa legislativa, que acaba de recibir la luz verde del Despacho Oval, resulta “inaudita y es la regulación más exhaustiva y ambiciosa que existe contra los motores de combustión”. El presidente de EEUU, Joe Biden, que ha vuelto a pensar en verde tras certificar su candidatura a la Casa Blanca en las primarias demócratas, quiere llevar a la guillotina industrial.
La intención de su administración es la de precipitar el epitafio productivo de todos los vehículos contaminantes. La medida supone unos vastos requerimientos regulatorios sobre utilitarios y camiones ligeros que se fabriquen a partir de 2027, un paréntesis que no será plácido para los fabricantes porque les exigirá reconvertir sus cadenas de valor para adecuarlas a los nuevos estándares legales y adoptar tecnologías neutrales con el medio ambiente. Entre sus exigencias destaca la instalación de medidores de emisiones de CO2 en los tubos de escape, que no podrán superar los 85 gramos por milla en 2032, una cota muy inferior a la ya de por sí estricta exigencia -aseguran los fabricantes- de que, en 2027, los modelos tampoco rebasen los 170 gramos.
Sin embargo, y pese a este supuesto compás de espera, la cruzada legal de la EPA es un torpedo en la línea de flotación del sector automovilístico porque implica la alteración de estrategias corporativas para las ventas de sus prototipos hasta 2026. La normativa también encarga deberes a las autoridades estatales y locales, que deberán permitir la colocación de limitadores de control de gases de efecto invernadero en polígonos empresariales, zonas de tráfico denso de autovías, carreteras comarcales o vías de tránsito urbano.
El giro copernicano de la EPA tiene un objetivo prioritario: el monopolio del vehículo eléctrico. También una meta ineludible: que sus matriculaciones acaparen las dos terceras partes del mercado en 2032. De forma más precisa, habla de alcanzar el 56% de las ventas, más otro 13% de híbridos enchufables, y relegar al 29% a los coches de combustión. Este reto podría ampliarse si las marcas intensifican su capacidad productiva y logran asegurar el suministro de baterías, tanto para sus modelos 100% eléctricos como para los híbridos.
El apelativo “histórico” ha sido una constante en el mensaje de Regan que también se ha cuidado de enfatizar que la industria automovilística dispondrá así de “plazos cómodos de reconversión” con los que certificar su compromiso con el medio ambiente sin desatender sus negocios ni sus desafíos empresariales. Tan solo -dijo- tendrán que acelerar sus modelos productivos y dirigirlos hacia las emisiones netas cero. “Nunca antes una regulación estuvo tan encaminada a la limpieza del aire, ni ha posibilitado tanta flexibilidad y armonía para conseguir que los vehículos eléctricos sin CO2 y con tecnología limpia se asienten en nuestro mercado”, matizó.
El propio Biden, en plena campaña, ha ensalzado esta maniobra legislativa, incidiendo en que la prioridad de la lucha contra el cambio climático requiere métodos de limpieza de gases de efecto invernadero, remodelación de plantas industriales, nuevas fuentes energéticas y transformación de los patrones económico y de consumo. Ámbito, este último, donde enmarcó la necesidad de que el vehículo eléctrico se convierta en el utilitario habitual de los estadounidenses, así como en la piedra angular del tránsito hacia la neutralidad del sector del transporte.
La lectura del dirigente demócrata no ha caído en saco roto, al menos, inicialmente, dentro de la industria automovilística, debido, en gran medida, a los estímulos y subsidios recogidos en la Inflation Reduction Act (IRA) y en la Chips Act, leyes forjadas en 2022 para la protección de la industria americana y los proyectos verdes. “Estos reajustes de la EPA -reconoce John Bozzella, presidente de la Alianza por la Innovación de la Automoción, patronal del sector- deben dotar de instrumentos de adecuación tanto al mercado como a sus cadenas de valor” y ese tiempo de adaptación a los nuevos parámetros regulatorios “está en cierto modo cubierto con las ayudas e incentivos a los puntos de carga y a los cambios productivos que impulsa la IRA”.
Los recursos federales y las recetas intervencionistas ejercen de catapulta en otro viraje reindustrializador. Así lo entiende Alí Zaidi, asesor de la Casa Blanca en sostenibilidad. A su juicio, los nuevos estándares regulatorios y la tecnología net zero que ya resulta plenamente operativa ofrecen a las marcas “las opciones que demandan para conceder el protagonismo a sus modelos eléctricos e híbridos dentro de cada mix productivo de sus firmas y romper así el monopolio que han guiado durante décadas los motores de combustión”.
Desde la oposición republicana y la industria fósil arremeten contra unas medidas que -afirman- imponen el uso del vehículo eléctrico, aún demasiado caro y que atentan contra el etanol o el petróleo, dos industrias que han creado prosperidad y empleo y a las que Donald Trump invita a acudir a los tribunales.
La denuncia judicial no parece descartable, a juzgar por las palabras de dos de los lobbies fósiles más activos que operan en la zona de influencia de Washington. Porque el American Petroleum Institute y el American Fuel and Petrochemical Manufacturers se han confabulado al emitir un comunicado conjunto en el que hablan de “regulación perniciosa” que hará “inviable” cualquier otra alternativa y “elevará los costes” de los americanos, al redirigir sus preferencias de compra hacia “modelos prohibitivamente caros”.
También destilan críticas los movimientos ecologistas; en este caso, por su retraso y por esperar unas medidas más agresivas porque -dicen- la EPA todavía ampara 7.200 millones de toneladas de emisiones de CO2 entre 2025 y 2050 y el sector del transporte -recuerdan- es la principal de las fuentes contaminantes del país. “Es la mayor acción climática, pero insuficiente para salvar vidas y dejar un legado ecologista a las futuras generaciones” insiste Amanda Leland, directora ejecutiva del Environmental Defense Fund.
Aunque otras voces se han desmarcado de la Casa Blanca. Dan Becker, del Center for Biological Diversity, incide en que “la EPA ha sucumbido a las presiones” y ha planteado un plan “con no pocas lagunas”. Por otro lado, patronales, como sus intermediarios del automóvil, que se muestran “escépticos de que los consumidores se decanten por los coches eléctricos en los niveles requeridos por Washington”. Mientras Toyota Motor alerta de que los nuevos requerimientos “les van a precipitar hacia el abismo”.
El viraje regulatorio de EEUU no es nuevo. Ni siquiera encierra una doctrina excepcionalmente verde. Pero avanza en una reglamentación minuciosa sobre una de las industrias más altamente contaminantes del planeta y, sobre todo, podría erigirse en un intento de adopción global de las políticas de protección, con subsidios y ventajas fiscales, a sectores sostenibles. La IRA incluye 465.000 millones de dólares para proyectos de transición energética.
Mientras, académicos como Sagatom Saha, del Center on Global Energy Policy de la Universidad de Columbia, instan a Biden a impulsar desde el G-20 iniciativas multilaterales y privadas para la creación de fondos con capital destinado a las emisiones netas cero en 2050 o a modificar reglas comerciales globales que obstruyen la descarbonización.
En sintonía con estudios como el de la consultora Rhodium Group en el que le conmina a acelerar estos procesos tecnológico-sostenibles, que incentivarían a la economía estadounidense y al PIB global. Según sus cálculos predictivos, por cada tonelada de CO2 que la IRA reduce en EEUU se suprimirían entre 2,4 y 2,9 toneladas adicionales de carbono a la atmósfera, a través de inversión en innovación digital y reajustes productivos que abaratarían precios y cuyo impacto al exterior sería significativo, ya que “trasladaría su know-how, en un 70%, fuera del mercado americano”.
La EPA se ha encargado de dar algunas cifras sobre ahorro futuro. De promedio, los conductores de vehículos eléctricos dejarán de pagar 6.000 dólares por costes de mantenimiento y repostaje y el país dejará de gastar más de 14.000 millones de barriles de crudo importado hasta 2055.
Sin embargo, también está en juego la hegemonía del coche eléctrico, en un año clave para su ascenso a los cielos de la industria del transporte, después de la guerra declarada y abierta entre China y Occidente. La UE ha señalado a Pekín como rival competitivo de primer orden y admite su temor a que el espacio interior sea invadido por prototipos made in China, más baratos y con una amplia red de e-utilitarios -más de 18 millones- por sus carreteras; casi la mitad de los que circulan en todo el mundo y cuatro veces más que los que se mueven por EEUU.
Bloomberg NEF augura que más del 50% de los que operen en 2026 habrán sido fabricados en el gigante asiático. Este ejercicio es determinante porque, como alerta Robert Brecha, profesor de la Universidad de Dayton, en Ohio, “se puede decir sin temor a equivocarse que en el próximo trienio por cada coche eléctrico se reemplazará uno de combustión”.
La carrera competitiva está lanzada hacia unos registros exigentes y ambiciosos. Si China sigue liderando la cuota global de ventas, “habrá dado una dentellada definitiva a la industria automovilística y al consumo internacional de combustibles fósiles”, aclara Brecha.
De momento, para 2024 se espera que los automóviles eléctricos en China suban holgadamente de los 24 millones tras el repunte de ventas del 43% en 2023 y del despegue de 2022. Ese años se registró un aumento del 118% gracias a las ayudas estatales y a la encarnizada batalla entre marcas foráneas -esencialmente, Tesla- y nacionales.
Con Europa y EEUU disputándose el segundo lugar del pódium. Según datos del sector, en enero en la UE circulaban 3,8 millones de coches eléctricos por los 3,5 millones de EEUU.