EL PAÍS acompaña a la Marina en una misión humanitaria a bordo de un helicóptero que lleva víveres a las zonas rurales más pobres y golpeadas por el huracán
La bahía de Acapulco se hace pequeñita bajo los pies a medida que el helicóptero se eleva desde el hospital Naval. A vista de pájaro, este jueves la ciudad es una panorámica de ruinas y fantasmas tras el paso de Otis: el huracán destripó los exclusivos hoteles donde la jet set mexicana se emborrachaba con champán en aquellas noches eternas; los campos de golf parecen mesas de billar que alguien ha llenado de cristales rotos; las playas están vacías, algunos barcos flotan descascarados a la deriva; los montes, que solían ser de un verde radiante, ahora tienen un color marrón enfermo después de que el viento arrancara las hojas y dejara solo los troncos raquíticos; los barrios más pobres han perdido sus tejados de lámina y los escombros permean las calles; de los asentamientos irregulares sobre los cerros ascienden columnas de humo allá donde sus habitantes incendian enormes piras con la basura que trajo la mayor tormenta que han conocido las costas del Pacífico mexicano; la idílica postal de Playa Diamante ha dejado atrás el lujo y recuerda más bien a la fotografía de un bombardeo.
El helicóptero aterriza con estruendo en una pista del aeropuerto. En un hangar, decenas de soldados de la Secretaría de Marina descargan y apilan toneladas de latas de sardinas de un camión que luego se repartirán entre las comunidades rurales más aisladas. La ciudad está arrasada —la cifra oficial de víctimas, sin actualizar desde hace varios días, es de 46 muertos y 59 desaparecidos—, pero tierra adentro Otis tampoco ha tenido piedad. Hay decenas de pueblos y aldeas que han pasado una semana incomunicados: sin contacto con el mundo exterior ante la caída de la electricidad y la luz; sin suministro de agua en el grifo ni en las tiendas; sin alimentos más allá de lo que guardaran en la despensa o lo que pudieran cazar, pescar o cosechar; bebiendo agua de ríos y cocos. La Marina asegura que llevan varias jornadas haciendo unos 70 vuelos diarios para que la ayuda humanitaria alcance también los lugares más recónditos de Acapulco.
Una vez se descarga el camión, hay que llenar el vientre de metal del helicóptero: latas, arroz, frijoles, litros y litros de agua embotellada, papel higiénico, comida para perros y todos los productos básicos necesarios después de una catástrofe como Otis. A eso de las dos de la tarde, la aeronave despega rumbo a San Isidro Gallinero, una comunidad de menos de 3.000 habitantes enclaustrada en el monte. Sobrevuela la laguna de Tres Palos, que brilla bajo el sol con un color turbio y salvaje; los cerros verdes; los campos de maíz arruinados que lucen como fichas de dominó derribadas; las palmeras torcidas en la dirección de aquel viento que barrió todo a su paso a 250 kilómetros por hora.
Las hélices del helicóptero levantan una enorme polvareda que sale disparada contra los habitantes de San Isidro Gallinero. Centenares de personas esperan la llegada de los víveres resguardados del sol bajo paraguas y las escasas sombras que hay en una suerte de cancha de fútbol de tierra a las afueras del pueblo, la única superficie lo suficientemente llana como para aterrizar. Cuando las columnas de polvo se disipan, los hombres jóvenes hacen una cadena humana para descargar las cajas de material humanitario.
Frijoles, maíz y agua del río
San Isidro Gallinero es un pueblo de caminos de tierra y casas de adobe con tejados construidos con materiales como el amianto, un mineral extremadamente nocivo para la salud. Sus habitantes son agricultores que comen gracias a los campos de maíz, los árboles de limón y mango, los cocos de las palmeras. El huracán ha arrasado toda la cosecha y, con ella, su único medio de subsistencia. No hay electricidad ni conexión a internet desde hace una semana, la comida ha escaseado y, si no hubiera sido por las reservas de sus propios cultivos, el hambre habría sido un problema mucho mayor que Otis. La sed les ha obligado a beber agua de los ríos y manantiales.
—¿No les da miedo contraer enfermedades?
—Es mejor que morirse uno de sed.
Quien responde es Domingo, que tiene 57 años y como casi todos aquí cultiva un campo de maíz: “Se me perdió toda la milpa, necesitamos ayuda fuerte del Gobierno”. Las historias son similares: todos perdieron los tejados y las cosechas y muchos de ellos sus casas enteras, que al ser de adobe y madera no resistieron la embestida del huracán. Como María, que vio cómo su cabaña de barro se desplomaba ladrillo a ladrillo. Ahora ella y otros 14 familiares se refugian con su suegra, en una choza igual de pequeña. “Estamos apretaditos, dormimos en el suelo. Vino una ayuda [de alimentos] antes, pero no a todos les llega, somos muchos. Ahorita estamos en lo mismo, dicen que [los víveres que trae la Marina] no van a alcanzar para todos. La gente nos apoyó con frijoles para comer. Toda nuestra cosecha está perdida. Necesitamos la ayuda porque todo se está poniendo caro también”, resume.
Agripino Manzanares (72) sonríe bajo su sombrero de paja. Él, que ha habitado y sembrado toda la vida estos montes, tuvo un poco más de suerte que María. Otis solo arrancó su techo. “El huracán se sintió horrible, como una fuerza destructora: las láminas volaban, árboles arrancados de raíces. Los primeros días la situación ha sido crítica, ya ves: no hay luz, no hay señal, todos estamos estanqueados. Lo bueno es que somos un pueblo de agricultura. Aquí no hay gas, pero hay leña, no estamos tan tristes como en la ciudad. Gracias a Dios no hemos pasado hambre, pero hemos estado incomunicados, tuvimos tres días para poder liberar la carretera. Estuvo feo aquí, nunca habíamos padecido esta contingencia de algo natural”.
En el pueblo, el huracán ha sido una desgracia más que sumar a una larga lista de pobreza extrema y abandono institucional; una miseria del tamaño de las casas de barro y suelo de tierra, de los ancianos como Manzanares que se ven obligados a seguir trabajando el campo para comer, de la dependencia total de la ayuda humanitaria para sobrevivir. Poco antes de Otis, un terremoto —otro más en una región acostumbrada a que la tierra ruja— se tragó decenas de cabañas. Manzanares mira a largo plazo, más allá de los víveres que trae la Marina: “Necesitamos la ayuda del Gobierno para nuestra agricultura, para poder volver a sembrar y cultivar los terrenos que se echaron a perder, que nos ayuden con plantíos”.
En este viaje —es el séptimo hoy—, los soldados no están en el pueblo más de 15 minutos. Cuando todas las cajas se han descargado, los militares posan para el fotógrafo oficial del cuerpo junto a los vecinos. Alguien grita un “viva la Marina” que suena poco espontáneo y del que solo unos pocos aplausos se hacen eco. La miseria de San Isidro Gallinero puede medirse en ese cántico, en los aplausos poco entusiastas contra el hambre de la gente que tiene que volver a empezar de cero, reconstruir sus chozas, replantar los cultivos y agradecer al Gobierno unas migajas que por unos días amortigüen la pobreza de toda una vida de escasez. Cuando el helicóptero despega, los habitantes de la aldea se desdibujan de nuevo entre las columnas de polvo.