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Iván Velásquez, el látigo contra la corrupción en Guatemala, vuelve a Colombia

El implacable juez colombiano estará al frente del Ministerio de Defensa, el más simbólico de la era Petro. Velázquez se estrenó en la judicatura en el Medellín de Pablo Escobar, fue fiscal contra Álvaro Uribe y terminó convertido en látigo de las élites guatemaltecas que lo expulsaron del país.

Iván Velásquez durante una entrevista en 2017 en Ciudad de Guatemala, cuando era jefe de la Comisión Internacional contra la Impunidad (CICIG).LUIS ECHEVERRIA (REUTERS)
JACOBO GARCÍA

Hay biografías que son la historia reciente de un continente. Personalidades que parecen diseñadas para cabalgar en solitario enfrentando retos titánicos desde la cuna. Da igual que sea Joe Arroyo con la salsa o Iván Velásquez con la toga.

Se estrenó como procurador en el Medellín de Pablo Escobar a principios de los años noventa, fue el fiscal estrella que desmontó la estructura de la ‘parapolítica’ de Álvaro Uribe y siete años después, en 2018, se convirtió en azote de las élites corruptas de Guatemala hasta que terminó expulsado del país con una maleta con ropa para una semana. El odio hacia él era tal que en algún momento Colombia y Guatemala estuvieron conectados por los volcanes, el mar Caribe y las paredes pintadas con spray. En las de Colombia se leía “Iván Velásquez comunista” y en las de Guatemala “comunista y extranjero”.

Solo quien ha pasado por todo eso puede regresar a los 67 años al frente del Ministerio de Defensa de Colombia, el puesto más crucial de la ‘era Petro’. Desde el 7 de agosto, este juez de pelo cano con aires de catedrático al que se le fue la voz dando clase, será el nuevo ministro de Defensa y el hombre encargado por el presidente Gustavo Petro de desmontar uno de los ejércitos más poderosos de América Latina. La institución que en la sombra ha marcado el rumbo de Colombia en las últimas décadas, sea para enfrentar a la guerrilla o para relacionarse con Estados Unidos.

Antes de llegar al cargo, Velásquez pasó cuatro años en Centroamérica, al frente de la Comisión contra la impunidad en Guatemala (Cicig). Creada en 2006, la Cicig fue un novedoso invento de Naciones Unidas que se puso en marcha cuando Guatemala pidió ayuda ante la posibilidad de convertirse en un Estado fallido, secuestrado por empresarios, militares y políticos corruptos. La respuesta fue la creación de una superfiscalía dotada de investigadores de primer nivel, financiada por la cooperación internacional y blindada del exterior, lejos de las tentaciones de los sobornos. Desde su creación estuvo dirigida por combativos fiscales como el español Carlos Castresana o Velásquez.

Durante los años que estuvo en el cargo (2014-2018) Velásquez vivió como un seminarista encerrado en un búnker de cemento y alambres de espino en el centro de la capital guatemalteca, de donde solo salía los domingos para ir a misa. Él y un grupo de jóvenes fiscales pusieron cerco a la corrupción de cuello blanco, persiguiendo tanto la financiación irregular de los partidos como los gastos públicos en alcohol y viajes de personalidades. Durante estos años logró condenas de cárcel para al expresidente, Otto Pérez Molina, su exvicepresidenta, siete ministros y decenas de diputados y empresarios. Su impacto fue tal, que Honduras copió el modelo (Maccih) y se logró algo inédito: Por primera vez las condiciones de vida en las cárceles o la dureza del código penal se convirtieron en tema de debate público desde que presidentes, ministros y empresarios comenzaron a entrar en prisión.

Sus investigaciones, sin embargo, cruzaron la línea invisible que apunta a la familia y encarceló durante tres meses al hijo del presidente de Guatemala Jimmy Morales por unas facturas no declaradas de menos de 10.000 dólares. Para un presidente evangélico, orgulloso de la “familia tradicional”, aquello fue el punto de inflexión de un padre harto de las humillaciones del colombiano. Para el chico, hoy de 27 años, fue dejar de ser una joven promesa de un equipo de fútbol de la primera división con aspiraciones de llegar algún día a la selección de Guatemala, a convertirse en el hazmerreír de un país que le recordaba que su nivel deportivo no pasaba del banquillo: el de su equipo y el de la celda.

Cuando Morales decidió en septiembre de 2018 no dejarle entrar al país después de viaje de trabajo, los guatemaltecos ya lo habían convertido en el Falcone centroamericano. Las encuestas confirmaban que el 70% de la población aprobaba su gestión y exigían su regreso frente al 15% que respaldaba al mandatario. Finalmente, la Cicig fue disuelta en 2019 y con ella también se ahogó la primavera chapina y una sensación de orfandad se instaló en el país.

Durante sus años en el cargo, a Velásquez le reprochan haber impuesto el terror entre las grandes fortunas del país, el abuso de la prisión preventiva o el excesivo castigo que recibió el hijo del presidente. Los poderosos temblaban cada vez que aparecían los coches de la Cicig porque el objetivo de Velásquez no solo era investigar y detener, sino que se viera. Que la ciudadanía supiera que se estaba haciendo algo y que Guatemala estaba cambiando.

“Al exministro Alejandro Sinibaldi (2012-2014) se le incautaron varios bidones con millones de dólares escondidos, decenas de mansiones, joyas, helicópteros, barcos… ¿Es normal eso en un país donde la mitad de la población vive en la pobreza?”, se preguntaba entonces el periodista guatemalteco José Luis Font. “La Cicig tuvo la habilidad de canalizar la rabia de la población y cambiarla por esperanza”.

Cuando en vísperas de la navidad de 2018, este periodista entrevistó a Velásquez, llevaba tres meses exiliado en El Salvador, a donde había llegado con una maleta “y ropa para una semana”. Después de aquello, ha ocupado puestos relacionados con los Derechos Humanos en Naciones Unidas y ahora regresa a la primera línea de fuego con un reto colosal: depurar unas fuerzas armadas que tragan saliva cuando imaginan a Petro con la banda presidencial cruzándole el pecho, misma que recibirá dentro de dos semanas. En aquella entrevista bajo el calor centroamericano, Velásquez era un hombre comprometido en la lucha contra la corrupción y convencido de crear una cultura de la justicia en un lugar tan hostil. En la recta final de su última misión como fiscal, Velásquez se lamentaba de no haber medido correctamente el tamaño de sus enemigos ni la dimensión del desafío que enfrentaba. Una reflexión que podría ser el libro de cabecera de la nueva etapa.

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