Las protestas propalestinas en los campus de EE UU ha provocado réplicas europeas y comparaciones (exageradas) con Mayo del 68 o con las protestas contra la guerra de Vietnam o Irak. Pero hay al menos una similitud: los jóvenes reivindican el papel de actores en la política occidental y la geopolítica global
“Casi todo lo que es grandioso lo ha hecho la juventud”, decía un personaje en una novela de Benjamin Disraeli, escritor y primer ministro británico en la segunda mitad del siglo XIX. En un artículo publicado en 1969 en la revista neoconservadora Commentary, en plena tormenta por la revuelta juvenil de los años sesenta, aparecía, junto a la cita de Disraeli, otras palabras que le contradecían, atribuidas estas al historiador Lewis Feuer: “Muchos desastres en la política europea moderna los han causado los movimientos estudiantiles y juveniles”.
Los estudiantes vuelven a alzar la voz, esta vez por la guerra de Israel en Gaza, y el mundo intenta descifrar el mensaje. Sucedió en 1968, en los movimientos contra las desigualdades de Occupy Wall Street y los indignados, en las manifestaciones del clima. Se mezclan, ayer y hoy, dos actitudes. Una: conviene escuchar siempre a los jóvenes, pues llevan razón, porque el mundo pronto será suyo y su mirada está limpia de las renuncias y traiciones de los adultos. Y dos, la contraria: nunca llevan la razón, o raramente. Como se quejaba hace unos días una estudiante de la Sorbona en una concentración propalestina: “Somos jóvenes, se nos dice que no conocemos la vida porque no hemos vivido, que no sabemos nada y que no debemos dar nuestra opinión, y cuando la damos nos dicen: ‘Ya verás cuando seas mayor…”. “Sé joven y cállate”, según el eslogan del mayo francés. En esa misma época, un político astuto y oportunista, entonces en la oposición, encontró quizá la fórmula más certera: “Aunque la juventud no siempre tenga razón, la sociedad que la desprecia y la golpea siempre se equivoca”. Era François Mitterrand: 13 años después sería presidente de la República francesa.
Todo empezó —este regreso de los jóvenes como actor político, y geopolítico, este imposible revival del 68— hace unas semanas, en los campus estadounidenses. De Columbia, en Nueva York, a la Universidad de California, en Los Ángeles, pasando por decenas de universidades por todo Estados Unidos, los estudiantes instalaron tiendas en los jardines y ocuparon edificios. Reclamaban el alto el fuego en Gaza y pedían a sus universidades que retirasen el dinero invertido en “empresas e instituciones que se benefician del apartheid, el genocidio y la ocupación israelíes en Palestina”. La policía desmanteló los principales campamentos, pero las protestas no paran. Y cruzan el charco para extenderse por varios países europeos, incluida España, aunque menos concurridas y con un impacto político limitado. Esta semana, la policía ha desalojado a estudiantes en París, Berlín y Ámsterdam.
En EE UU —el mayor apoyo internacional de Israel y el único país con capacidad para influir en sus políticas—, el ambiente universitario está desde hace años hiperpolitizado por los debates en torno a la identidad, la diversidad, la censura moral de discursos ofensivos y la llamada cultura woke, término para designar, a veces despectivamente, a la nueva izquierda multicultural estadounidense. Es un país en tensión constante y en el que Donald Trump tiene números para ganar las elecciones presidenciales de noviembre y sustituir al demócrata Joe Biden en la Casa Blanca. Europa tiene en junio elecciones a la Eurocámara, pero ni Gaza ni las relaciones de la UE con Israel se encuentran en el centro de la campaña, y a un mes del escrutinio se hace difícil pensar que los estudiantes movilizados —en la Sorbona o la prestigiosa Sciences Po de París congregaron a 300 personas en una protesta reciente— puedan influir en el resultado. Para Biden sí es un dolor de cabeza.
Y, sin embargo, hay algo en común en las protestas juveniles en las universidades occidentales. Las imágenes que activan estas protestas: civiles muriendo bajo las bombas israelíes en Gaza. Y otras imágenes: tiendas de campaña en los campus, pañuelos palestinos. Y palabras cargadas: antisemitismo, genocidio. Y algo más: los jóvenes —los estudiantes universitarios, en este caso, un segmento muy preciso de la juventud— ocupan de nuevo la escena.
“Cuando la gente ve en televisión o en las redes sociales estas fotos horribles de niños y mujeres, personas que no son de Hamás, muriendo y con sus edificios aplastados y sus hospitales que ya no funcionan, y quizá mucha gente muriendo de hambre, es bueno que los jóvenes americanos protesten por ello”, dice al teléfono Michael Kazin, profesor de Historia en la Universidad de Georgetown y codirector emérito de la revista socialdemócrata Dissent. Kazin, que participó en el movimiento del 68 estadounidense, explica: “Los jóvenes son altruistas y responden al dolor, que en parte es causado por las armas que suministra el Gobierno”. Pero añade: “Al mismo tiempo no hubo tanta expresión de dolor después [de la matanza de israelíes por Hamás] del 7 octubre, lo cual en mi opinión es un problema. Pero claro, los líderes israelíes empezaron a bombardear Gaza, con lo que no hubo tiempo entre ambos acontecimientos.”
“Ante fotos de niños y mujeres, que no son de Hamás, muriendo, es bueno que la juventud americana proteste”
Michael Kazin, historiador
En París, el sociólogo Michel Wieviorka, como Kazin veterano del 68 (en su caso, el francés) y también judío, coincide: “El punto de partida es un sentimiento profundo de injusticia por el pueblo palestino. A partir de aquí se pueden plantear preguntas. ¿Por qué el pueblo palestino y no otro? ¿Por qué esta especie de ceguera ante Hamás y su dimensión religiosa, pues es un movimiento islamista y no simplemente palestino? ¿Y el antisemitismo? Se puede discutir de todo esto, pero el punto de partida es la identificación con la causa de un pueblo particularmente oprimido”.
Wieviorka considera que “siempre hay que escuchar a la juventud, aunque esto no significa que siempre tenga razón”. Y recuerda que no estamos hablando aquí de toda la juventud, sino solo de una parte: la juventud estudiante. Las protestas se circunscriben a las universidades, y en muchos casos a los centros que educan a las élites del futuro, como Columbia en Nueva York o Sciences Po en París. Algunos de los que se manifiestan hoy son los que dentro de 15, 20, 30 años gobernarán el mundo. Hay otra juventud, más allá de estos campus, e invisible en el debate sobre Israel y Palestina. Sin movernos de Francia, está la juventud de la banlieue, los extrarradios empobrecidos y multiculturales. Hablamos de hijos y nietos de inmigrantes y de las barriadas que hace poco más de un año, después de que un policía matase de un disparo a un adolescente de origen árabe, durante varios días estallaron en disturbios. El Gobierno francés temía que esta juventud se encendiese con la guerra en Gaza. Nada. Y en este país hay otra juventud, también invisible ahora, pero que quizá se exprese en las europeas del 9 de junio. Es la que llena los mítines del joven Jordan Bardella, 28 años, niño prodigio de la política francesa, cabeza de lista del partido de extrema derecha Reagrupamiento Nacional y mano derecha de su líder, Marine Le Pen. Bardella, según un sondeo del instituto Ipsos, será el más votado entre los jóvenes (y en todas las categorías de edad, menos los mayores de 70 años).
Tampoco la juventud de 1968 era toda la juventud —ni la de las protestas climáticas ni los indignados—, pero entonces, recuerda Wieviorka, “en Francia los obreros se sumaron masivamente al movimiento, lo que desencadenó una huelga impresionante, mientras que la contestación actual no moviliza más allá de la juventud estudiante”. La comparación entre 2024 y 1968 se aplica sobre todo a EE UU, por ser entonces Columbia, como ahora, uno de los focos del movimiento y por reclamar los manifestantes el fin de una guerra: entonces, Vietnam, donde miles de jóvenes estadounidenses iban a morir; ahora, Gaza. También la izquierda cuestionaba a un presidente demócrata, Lyndon B. Johnson entonces; Biden ahora.
Al teléfono, desde Londres, Richard Vinen, profesor de Historia en King’s College y autor de un libro de referencia, 1968. El año en que cambió el mundo: ‘El 68 tenía sus raíces en la experiencia de una generación particular, la de los nacidos después de la II Guerra Mundial. Era una generación que en términos materiales había tenido una vida más benigna que la de sus padres. Sería difícil decir lo mismo sobre la actual generación de estudiantes. Aunque los estudiantes en Occidente bajo ningún baremo son personas desfavorecidas, hay aspectos en los que pueden pensar que no disfrutan de los privilegios que tenían sus padres. Y esto está relacionado con la situación de la economía, los efectos de la covid, la justicia intergeneracional”. “En Francia”, concurre Wieviorka, “esta es una juventud que ha sido maltratada, que sale de la covid y los confinamientos, y no se movilizaba, hay un inicio de despertar de esta juventud, aunque, en mi opinión, el movimiento es limitado”. La socióloga Anne Muxel publicó hace dos años, en Une jeunesse engagée. Enquête sur les étudiants de Sciences Po, 2002-2022 (una juventud comprometida. Investigación sobre los estudiantes de Sciences Po, 2002-2022; sin edición en español), un estudio empírico sobre los estudiantes de Sciences Po, foco de las protestas en Francia. Muchas de las conclusiones sobre esta pequeña parcela de la élite explican los movimientos actuales. A estos jóvenes, nuestros futuros dirigientes, les preocupan “los peligros en materia medioambiental y los desequilibrios de los ecosistemas”, así como “los derechos de las minorías, el liberalismo cultural, las cuestiones identitarias, las problemáticas relacionadas con el género, la relación con la autoridad y, más recientemente, lo woke y la ‘cultura de la cancelación”. Como Wieviorka y Vinen, Muxel destaca la covid, “los dos años de pandemia [que] ha mermado su vida personal, sus proyectos, su movilidad y sus interacciones con los demás”.
“En Francia [en 1968], los obreros se sumaron masivamente, ahora no se moviliza nadie más allá de los estudiantes”
Michel Wievorka, sociólogo
Volviendo a la comparación entre 1968 y ahora, hay otro rasgo común: la posibilidad de que a la revuelta estudiantil siga una victoria electoral de la derecha, como en las legislativas francesas de junio de 1968, que dieron una mayoría abrumadora al campo gaullista. Y en EE UU, el mismo año. “La derecha”, escribe el periodista George Packer en The Atlantic, “siempre sabe cómo explotar los excesos de la izquierda. Ocurrió en 1968, cuando las ocupaciones de campus y las batallas callejeras entre activistas antiguerra y polis durante la convención demócrata en Chicago ayudaron a elegir a Richard Nixon.” Recuerda Kazin que en 1968 él formaba parte de los estudiantes que se negaron a votar por el candidato demócrata ante Nixon, Hubert Humphrey, y hoy se arrepiente. “Por favor, no cometáis el mismo error”, escribió en un artículo en diciembre en la revisa The New Republic.
“La derecha promueve actualmente la guerra cultural y las manifestaciones estudiantiles encajan en su idea de la guerra cultural”, dice el historiador Vinen. “Hay una frase que Ronald Reagan usaba en los sesenta: ‘La mejor palabra en mi campaña es ‘Berkeley’, siempre había aplausos.” La Universidad de Berkeley era otro foco de la revuelta estudiantil, un símbolo, al que Reagan se opuso cuando era gobernador de California. “En muchos países, los estudiantes pueden representar muchas cosas que convienen a la derecha radical: parecen privilegiados, parecen una élite, parecen políticamente correctos, parecen propiciar el desorden, y todas estas cosas encajan con la agenda actual de la derecha”.
Existe otra gran diferencia entre 1968 y 2024, según Vinen. En 1968, los adversarios de los estudiantes eran “gente dura, pero también astuta y pragmática, gente como Henry Kissinger, Richard Nixon, Georges Pompidou en Francia, Jim Callaghan en Gran Bretaña, y no muy de derechas, Callaghan era laborista. Pero sobre todo eran los adultos. Hoy, en la derecha radical, por contraste, parecen menos adultos que los estudiantes y los estudiantes parecen más maduros que Donald Trump… más pragmáticos y centrados en un objetivo definido”. ¿Y si los conservadores fuesen hoy los estudiantes, y los revolucionarios, los que se preparan para gobernar?