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Lula, implementado un juego geopolítico propio ” la relativa autonomía estatal”

La visita de Lula a Beijing se produce en un momento clave en el estado de las relaciones entre las grandes potencias. La guerra en Ucrania, las crisis bancarias como las de Silicon Valley Bank y Credit Suisse, el aumento de la inflación en Estados Unidos y Europa y la inestabilidad de los precios de la energía y los alimentos son factores que están condicionando las alianzas políticas y económicas a escala mundial. En este escenario, las relaciones con China alcanzan un nuevo nivel de profundidad. Pero, ¿ha cambiado la política exterior de Brasil o sufre la dependencia cruzada estructural de los países con capitalismo subordinado?

André Barbieri

El viaje de Luiz Inácio Lula de Silva a China fue el principal acontecimiento de política exterior para Brasil desde la toma de posesión del nuevo gobierno. Sin duda, la expresión de una nueva fase en las relaciones sino-brasileñas. Fue la cuarta visita internacional de Lula, después de Argentina, Uruguay y Estados Unidos. La preparación y realización del viaje diplomático, con la caravana de centenares de empresarios y altos miembros del gobierno, mostró la importancia central que la presidencia petista concede a las relaciones con Beijing. El año 2023 marca el quincuagésimo aniversario del inicio de las relaciones comerciales en 1973, un año antes del establecimiento de las relaciones diplomáticas chino-brasileñas.

Lula no reducirá sus relaciones con Estados Unidos, como demostró en la ONU. Sin embargo, en el “alineamiento no automático” de Lula, base de su política exterior, ha ganado inclinación hacia el naciente bloque China-Rusia. Todo ello se inscribe en una relación de subordinación pendular y dependencia cruzada, que impide movimientos más bruscos de ruptura. Pero hay un nuevo sentido en las relaciones sino-brasileñas, que no se vislumbraba durante el gobierno del ex presidente Jair Bolsonaro.

Lula parece ver en China una válvula de escape favorable para su política de relativa “autonomía estatal”, que incluye la subordinación a Beijing y Washington, pero también el uso de la disputa sino-estadounidense como palanca para sus intereses.

Las consecuencias son importantes. Bolsonaro no tuvo una política exterior propia, fue errático y no buscó insertar a Brasil en los grandes asuntos del capitalismo global; considerado un paria y vilipendiado en su aislacionismo, fue una variante de sumisión directa y “salvaje” a Estados Unidos. Lula representa una variante en esta sumisión del capitalismo brasileño atrasado y dependiente. Tiene una política exterior, y pretende introducir a Brasil en temas destacados. Desde su ascenso a la presidencia, fue inmediatamente reconocido como el líder político de América Latina, un interlocutor del subcontinente ante Estados Unidos, China y la Unión Europea. Fue tratado como una estrella en Argentina por el presidente Alberto Fernández, consiguió una reunión personal con Biden en un tiempo récord y forzó nada menos que al canciller alemán Olaf Scholz a venir en persona a Brasil para negociar el acuerdo Mercosur-UE.

La hiperactividad diplomática fue una característica de los gobiernos de Lula en la década de 2000. Ahora, sin embargo, con las consecuencias de la pandemia, la guerra en Ucrania y las crecientes tensiones sino-estadounidenses, las reglas del juego son diferentes.

Este cambio de panorama alteró el contenido de la política exterior lulista, aunque no su forma. En otras palabras, en esta nueva fase internacional, la política exterior lulista califica de forma diferente lo que sería el “interés nacional” de Brasil. Si en la década de 2000 se centraba, en general, en el fortalecimiento del comercio y los saldos positivos en la balanza de importaciones y exportaciones, aprovechando el superciclo de las materias primas y la voracidad de China, hoy el foco va más allá del comercio y es más amplio, incluyendo la cuestión digital, la transición energética y los avances en alta tecnología. Lula ha tomado algunos términos del manual de geopolítica, y habla de independencia productiva, aludiendo a las nuevas discusiones sobre cómo asegurar las cadenas globales de valor de cada país en un panorama internacional más conflictivo e incierto.

En este cambio de contenido sobre los intereses nacionales, hay un mantenimiento en la forma, la de la diplomacia pragmática. “No tenemos opciones políticas o ideológicas, tenemos la opción del interés nacional […] de nuestra soberanía”, afirmó Lula en Beijing . Esta forma conservadora de las relaciones internacionales de Brasil es una expresión de su carácter subordinado en el sistema de Estados: sin un poder de fuego relevante en las grandes disputas, encuentra en los intersticios del sistema los resquicios para alcanzar sus objetivos parciales. Este es el dramático dualismo de la política exterior brasileña al inicio del tercer gobierno de Lula.

Dicho esto, la evaluación del viaje de Lula a China puede entenderse mejor, sobre todo por la forma en que Lula lo transformó conscientemente en una señal a Estados Unidos y al mundo sobre cómo Brasil pretende jugar dentro de las nuevas reglas.

Con Xi Jinping, desdén por Biden

Desde la concepción del viaje, Lula quiso dejar claro que quiere una relación estratégica con China mucho más estrecha que la que Brasil tuvo en el último ciclo. Para lograr el efecto deseado, no ahorró esnobismos a Estados Unidos.

El encuentro con el presidente chino Xi Jinping fue la gran atracción, momento que Lula aprovechó para elogiar las amistosas relaciones con el jefe del Partido Comunista Chino. No son extraños. Lula conoció personalmente a Xi Jinping en 2009, cuando el presidente de la República Popular estaba en vísperas de asumir el estratégico cargo de vicepresidente de la Comisión Militar Central, el órgano del partido que controla el Ejército Popular de Liberación, durante el gobierno de Hu Jintao. Tras la crisis mundial de 2008, Lula mencionaría a Xi el objetivo de que el comercio entre Brasil y China se realizase en reales y yuanes, propuesta que retomó en este nuevo viaje, así como el entonces llamado “Plan de Acción Conjunta 2010-2014”, que pretendía “salvaguardar los derechos e intereses legítimos de los países en desarrollo”. El año 2009 fue el momento en que China se convirtió en el principal socio comercial de Brasil.

Aquellos planes no se llevaron a cabo, y la situación mundial es hoy muy diferente. China se ha convertido en una potencia económica mundial mediante un modelo de capitalismo salvaje, mientras que Brasil ha sido sometido por todos los gobiernos al atraso y la dependencia. Dentro de este abismo de decadencia capitalista, Lula pretende reposicionar al país en un cierto equilibrio geopolítico. Esta vez, sin embargo, la política de generar un contrapunto con Washington fue más ostentosa que cualquier gesto del mandatario brasileño contra Beijing, como la crítica a la homogeneidad de pensamiento en el Partido Comunista Chino durante las elecciones presidenciales.

Lula mandó algunas malas señales a Estados Unidos durante su visita. La consistencia interna de los agravios fue simbólica, y Lula pareció visitar a Xi Jinping pensando en Biden. Ya fue incómodo en la ceremonia de toma de posesión de Dilma Rousseff como presidenta del Nuevo Banco de Desarrollo (NDB), el banco de los BRICS, en Shanghái. Para magnificar el efecto, Lula criticó al Fondo Monetario Internacional por asfixiar a economías como la argentina, y preguntó a las autoridades presentes por qué el comercio brasileño, y el de los miembros del BRICS, debe estar respaldado por el dólar. “¿Por qué un banco como el de los BRICS no puede tener una moneda que pueda financiar la relación comercial entre Brasil y China, y entre los demás países? Es difícil, porque hay gente que está mal acostumbrada y todo el mundo depende de una moneda única”.

A continuación, visitó en Shanghái la megafábrica de Huawei, empresa de telecomunicaciones en la mira de las sanciones estadounidenses. La tecnología 5G de Huawei, elogiada por Lula, es un anatema para la Casa Blanca, preocupada por la entrada de los servicios de inteligencia chinos en América Latina y Europa. Ya en la reunión con Xi Jinping en la capital, Lula firmó 15 acuerdos, en las áreas de comercio y tecnología, incluyendo la posibilidad de un satélite chino para vigilar la Amazonia, uno de los temas favoritos de Biden. El Presidente Lula puso el broche de oro a la reunión dirigiéndose personalmente a Xi Jinping, en el Gran Palacio del Pueblo, afirmando que “no tiene ningún prejuicio contra el pueblo chino” y que “nadie prohibirá a Brasil mejorar su relación con China”. El destinatario del mensaje, por supuesto, no estaba en China.

Lula también asistió a reuniones con el primer ministro chino, Li Qiang, y con el presidente de la Asamblea Popular de China, Zhao Leji. Las reuniones cara a cara con las principales figuras de la política china anticiparon acuerdos económicos con el gobierno y los capitalistas chinos. Lula se reunió con Zhang Zhigang, presidente de State Grid, empresa líder en el sector eléctrico en China y con inversiones en Brasil, con 19 concesionarias y líneas de transmisión en 14 estados.

La asociación con China estaría al servicio de la soberanía nacional, una alternativa a la política entreguista de Bolsonaro, también en el plano de la economía. Si bien Lula mantiene ataques estratégicos contra los trabajadores como la reforma laboral y jubilatoria, la tercerización del trabajo y las privatizaciones, afirmó que “no queremos ser vendedores de empresas. Queremos construir, con alianzas, las cosas que hay que hacer en Brasil.” La atracción de inversiones tendría este lema. En total, se firmaron 15 acuerdos entre los dos gobiernos, además de los acuerdos entre empresas brasileñas y chinas. Se refieren principalmente a la cooperación para el desarrollo tecnológico, el intercambio de contenidos de comunicación entre los dos países y la ampliación de las relaciones comerciales. Otros acuerdos incluyen un plan de cooperación espacial entre los dos países hasta 2032, y el lanzamiento del séptimo satélite de la asociación entre Brasil y China: el CBERS-6. Esta tecnología permite vigilar biomas como el Amazonas, lo que irritará especialmente a Washington. Otros documentos firmados tratan de la certificación electrónica de productos animales y de los requisitos sanitarios y de cuarentena que deben cumplir los frigoríficos para la exportación de carne de Brasil a China. Brasil es el mayor proveedor de carne de vacuno del país asiático y el 60 por ciento de la producción brasileña se vende a China.

En cambio, la reunión de Lula con Biden fue mala. La visita se organizó apresuradamente, en medio de una agenda apretada (Biden recibió el mismo día a un grupo de gobernadores, y al día siguiente ofreció un baile de gala). No se estableció ningún acuerdo comercial ni tecnológico. Las principales agendas fueron el medio ambiente y la disputa con el ala trumpista de la política internacional, ya que Biden fue garante de la elección de Lula y de la contraofensiva del gobierno electo ante el ataque bolsonarista del 8 de enero en Brasilia. Incluso el interés en participar en el Fondo Amazonia por parte de John Kerry, asesor especial de Biden sobre el clima, fue pálido.

En definitiva, la atención prestada a la visita oficial a la Casa Blanca se fundamentó especialmente en la oposición al bolsonarismo y la posibilidad de debilitar la línea trumpista, que ya no cuenta con la principal economía de América Latina como punto de apoyo para su batalla presidencial contra el Partido Demócrata en 2024. El punto en común del encuentro, por lo tanto, mantuvo un aspecto esencialmente de negación de algo, no tanto de postulación positiva de un proyecto, lo que fue central en la visita a Xi Jinping.

Quizás este momento positivo de la construcción bilateral quedó encapsulado en el mensaje de Lula tras su conversación privada con Xi Jinping. Sin mensajes cifrados, abordó el tema de la guerra en Ucrania diciendo que “es necesario que Estados Unidos deje de fomentar la guerra y empiece a hablar de paz. Es necesario que la Unión Europea empiece a hablar de paz, para que podamos convencer a Putin y a Zelensky de que la paz interesa a todos y que la guerra de momento sólo les interesa a ellos dos”. Son palabras duras contra Washington. Evocan la entrevista que el propio Lula concedió a Ciara Nugent, de la revista Time, en mayo de 2022, en la que afirmó que “Putin no debería haber invadido Ucrania”. Pero no sólo Putin es culpable, Estados Unidos es culpable y la Unión Europea es culpable”, momento en el que reservó una crítica especial a Biden por no hacer los “esfuerzos necesarios para detener la guerra”. No importa tanto que se trate de un “ejemplo de diccionario” de esnobismo desde una posición de debilidad. Lo relevante de la situación es el simbolismo que transmite. Lula se sitúa por encima de las disputas geopolíticas, restando importancia conscientemente a las tendencias estructurales que subyacen a la guerra de Ucrania. Mientras las potencias capitalistas debaten los problemas de seguridad, la política exterior lulista se centraría en los problemas de soberanía y en la pacificación de las tensiones internacionales.

Esta línea política tiene muchos puntos de contacto con la desarrollada por la República Popular China, cuya defensa de su propio capital en la fórmula del “multilateralismo” no es ajena a la atención de Lula. Frente a las críticas a Estados Unidos, Lula afirmó que “es importante decir que China ha sido un socio preferente de Brasil en sus relaciones comerciales. Es con China con quien tenemos el flujo más importante de comercio exterior. Es con China que tenemos nuestra mayor balanza comercial y es junto con China que hemos tratado de equilibrar la geopolítica mundial discutiendo las cuestiones más importantes. Esto no significa, sin embargo, que la innegable mayor proximidad con China anule el “alineamiento no automático”, una necesidad para los países en posición de debilidad frente a las dependencias cruzadas que los someten. En el caso de Brasil, la dependencia forzosa de las inversiones tecnológicas por parte del imperialismo norteamericano, por un lado, y del apoyo comercial y diplomático del multilateralismo burgués chino, por otro.

Con estos marcos analíticos, podemos entender mejor el escenario. Evidentemente, hay un mayor acercamiento, un salto, en la relación entre Brasil y China. Pero, ¿qué significa esto para la posición de Brasil en el sistema de Estados?

¿Nueva política exterior?

Este relativo desequilibrio entre las imágenes de las dos delegaciones brasileñas, ante Estados Unidos y ante China, creó un revuelo en la prensa occidental. The Economist calificó la política exterior de Lula de “ambiciosa, hiperactiva e ingenua” a la luz de su visita a Xi. Ni siquiera el voto de Lula con Biden durante la sesión de la ONU condenando la invasión rusa apaciguó al diario británico, habiendo negado el gobierno brasileño haber enviado munición a los tanques alemanes que operaban en Ucrania – y habiendo declarado Lula a la revista Times a mediados de 2022 que Zelensky era tan responsable como Putin de la guerra. En este conflicto reaccionario que implica el choque de intereses entre la oligarquía capitalista rusa y la injerencia imperialista de la OTAN, Lula hizo gestos de simpatía hacia ambos, sin tomar partido por ninguno en concreto.

Esta política de búsqueda de autonomía estatal frente a los principales socios geopolíticos de Brasil, EEUU y China, es vista con reservas por las potencias occidentales. Según The Washington Post, Occidente esperaba encontrar en Lula un aliado, pero éste tiene sus propios planes. El diario critica la visita de Lula a Huawei y las negociaciones con el fabricante chino de automóviles BYD, que sustituiría a Ford, que ha cerrado su fábrica en el país. La guerra de Ucrania sería otro punto de acercamiento entre Brasil y China. “Actualmente, ninguno de los países BRICS impone sanciones a Rusia. El aumento del comercio entre Rusia y China, en particular, ha ayudado a aliviar algunas de las sanciones occidentales, y Beijing ha aprovechado las condiciones para empujar a más empresas a comerciar en yuanes, permitiéndoles en algunos casos evitar el dólar por completo. Brasil depende de Rusia como principal proveedor de fertilizantes para su sector agrícola, lo que impulsa sus crecientes exportaciones a China. El comercio de Rusia con Brasil y China alcanzó niveles récord en 2022”. En otras palabras, se trata de un no alineamiento de Brasil que sirve a los propósitos de las potencias “revisionistas” cuenta el orden hegemónico estadounidense. Los periodistas brasileños Igor Gielow y William Waack escriben versiones variadas de la misma opinión.

Al criticar la cercanía de Lula a Xi Jinping, William Waack adopta una postura sustancialmente “china”. Advierte que no hay economía al margen de las preocupaciones de seguridad, y que las relaciones internacionales se basan más en la geopolítica que en el comercio -este tipo de interpretación fue clave en el discurso de Xi Jinping en el XX Congreso del Partido Comunista Chino-. Según Waack, China y Rusia consideran que el orden actual es perjudicial para sus intereses, y Brasil indicaría lo mismo con la visita de Lula.

Desde cierto punto de vista, es una lectura coherente con la nueva etapa de la situación internacional. La guerra en Ucrania ha abierto un desafío directo (ahora militar) al viejo orden neoliberal de los últimos treinta años. Del lado de EEUU, que no participa con tropas en Ucrania pero sí con todo tipo de armamento y ayuda logística, la política que se persigue a través de la guerra es la de sostener la globalización bajo su hegemonía, subordinando el capitalismo chino y ruso. En el caso de China, que no participa en la guerra pero ayuda, por diferentes medios, a sostener el esfuerzo militar ruso, la política que se continúa a través de las armas de Putin es la revisión de este mismo orden global unipolar, en nombre de una multipolaridad que podría mejorar la posición del capital chino en el mundo. Desde este punto de vista, aunque Waack no lo reconozca, se destaca la definición marxista de la actualización de la época de crisis, guerras y revoluciones, y la disputa sobre quién pagará los costos del agotamiento de la etapa neoliberal. Hay disputas que buscan reconfigurar el orden global, y Lula no parece querer una cancillería diseñada para un mundo de indiscutible hegemonía estadounidense.

Desde otro punto de vista, sin embargo, Waack se equivoca. Puede que Lula no quiera apostar sus fichas al viejo mundo heredado del final de la Guerra Fría, y colocar el foco de la política exterior brasileña en la hipótesis de un mundo multipolar como más beneficioso para el capitalismo decadente. Ese es un cambio del gobierno de Bolsonaro. Pero Lula no vino a cambiar el orden internacional, ni siquiera la política exterior brasileña tradicional. Quiere mayor autonomía para tener margen de negociación y prestigio en el escenario internacional, pero ejerciendo “libremente” las dependencias cruzadas que tiene con Estados Unidos y China. Bajo su mando, el Palacio de Itamaraty no se alejó mucho de los preceptos del antiguo canciller Azeredo da Silveira, que en los años 70 definió que “la política exterior se basa en una evaluación realista de los hechos y en una evaluación ponderada de las consecuencias”.

Gielow es más circunspecto y se acerca más a la realidad que Waack: “al final, a primera vista, la neutralidad es una misión imposible”. Lula sale hoy más chino-ruso que estadounidense en la foto, pero aún es pronto para saber si Brasil tendrá éxito en su intento de imprimir color local a la imagen”. Su conducta no es errática, ni tampoco quema puentes. Lula no firmó un acuerdo para sumarse al proyecto de la Ruta de la Seda de Xi Jinping, como sí hizo Argentina. Como informa el analista argentino Diego Genoud, el “debate de China” está abierto en Argentina, y el Gobierno de Alberto Fernández, como parte de la Ruta de la Seda de Beijing, se prepara para recibir la tecnología 5G de Huawei, algo que Lula no ha confirmado que vaya a adoptar, pese a su visita a la multinacional china. Son formas de compensar a Washington por lo que ahora ha conseguido en Beijin, aunque el balance no sea simétrico.

Así pues, el objetivo del viaje de Lula era tratar de dar relevancia a Brasil en la disputa sino-estadounidense, y no adoptar un bando concreto en la disputa. Lula sabe que la única forma de mejorar su posición negociadora con Washington es hacer gestos ostentosos a China. Sabe que para Beijing, Brasil adquiere mayor relevancia geopolítica cuanto más independiente parece de Estados Unidos. En este esquema de fuerzas, Lula espera posicionar su política de “autonomía estatal”, que como hemos dicho es la traducción de lo que puede hacer un gobierno de un país capitalista atrasado y dependiente, reactivando las dependencias cruzadas que lo subordinan a las potencias. Tanto Xi Jinping como Joe Biden conocen los límites de Brasil para cambiar la correlación de fuerzas. The Economist expresó esta idea de forma grosera pero coherente: “El legado de Lula puede construirse mejor si gasta su energía en áreas en las que Brasil tiene influencia, como el medio ambiente, en lugar de en grandes temas políticos en los que tiene poca o ninguna”.

Otro punto relevante es saber cuál es la respuesta de Estados Unidos. El imperialismo yanqui tiene un fuerte poder de represalia, y Biden se encuentra hoy más alejado de Lula que en el período inmediato al ataque bolsonarista del 8 de enero. No es improbable que la Casa Blanca agite políticas desfavorables a Brasil, dada la importancia de las inversiones extranjeras directas (IED) provenientes del imperialismo yanqui. La recepción en Brasilia este lunes 17 del ministro de Relaciones Exteriores de Rusia, Sergei Lavrov, tampoco será del agrado de la Casa Blanca. ¿Cómo actuará? Es demasiado pronto para saberlo. Sin embargo, Biden tendrá cuidado de no utilizar la visita de Lula a Beijing como pretexto para rupturas extemporáneas. Necesita evitar que la mayor proximidad de Lula a Xi Jinping se convierta en alineamiento y facilite la entrada de China en América Latina. Con eso está jugando Lula.

Otro resultado de la visita, no tanto en sí misma sino por el conjunto de los acontecimientos, es que China sale ganando en la “diplomacia dura” de las últimas semanas. Xi Jinping ya había ganado puntos con la mediación china en un acuerdo para reanudar las relaciones diplomáticas entre Arabia Saudí e Irán. Un símbolo del fin del mito de que China “no interviene” en asuntos exteriores. Xi volvió a ganar con motivo de la visita del presidente francés Emmanuel Macron. Huyendo a China durante el decimotercer día de huelgas generales en Francia contra la reforma jubilatoria, Macron fue recibido por el presidente chino, regocijado por las grietas en la Unión Europea y la OTAN. Como colofón a la visita de tres días, en la que pasó por la región industrial de Guangzhou, Macron dijo que Europa no puede ser vasalla de Estados Unidos, y que “el gran riesgo es que nosotros [la Unión Europea] nos veamos envueltos en crisis que no son nuestras”, atacando las provocaciones de Washington sobre Taiwán. La gira de Lula por China y las diatribas críticas con Estados Unidos completan el cuadro. Lo más que pudo ofrecer Biden fue una decepcionante visita a Irlanda. En un momento de revelaciones de filtraciones del Pentágono, y de incredulidad sobre un plan de contraofensiva ucraniano creíble, Xi Jinping puede celebrar importantes triunfos diplomáticos

No está claro si Lula puede convertirse en un actor relevante en la pugna sino-estadounidense. Lo que sí está en el horizonte inmediato es la intensificación de la doble dependencia de Brasil de estos dos polos de las grandes potencias.

No hay alternativa progresiva dentro de la dualidad entre el imperialismo norteamericano y la burocracia bonapartista a la cabeza del capitalismo salvaje chino. Contrariamente a lo que dicen los poco sagaces portavoces de la política de Beijing en Brasil, la adhesión al capitalismo chino no es signo de una “conquista de soberanía” frente a la opresión norteamericana. De hecho, Lula no inventó la relación de Brasil con China, que existe desde 1974 y ha aumentado exponencialmente desde principios del siglo XXI. En este período, el carácter agrario-exportador de la economía brasileña no ha hecho más que empeorar, culminando en el proyecto de “granja del mundo” de Bolsonaro, que atendía a los intereses del agronegocio con China. La renta de los brasileños se ha contraído un 5,5% en los últimos diez años; la caída del PIB per cápita en la década 2011-2020 es más intensa que en el período 1981-1990, la famosa “década perdida”. El desempleo es altísimo, con más de 12 millones de personas. Abundan la precariedad laboral y la externalización, lo que abre la puerta al trabajo esclavo. Esto aumenta la desigualdad social. El 10% más rico de Brasil gana el 60% de la renta nacional total, mientras que el 50% más pobre gana 29 veces menos que el 10% más rico (la mitad más pobre de Brasil posee menos del 1% de la riqueza del país). El resultado es que la economía brasileña ha caído de los 10 primeros puestos del mundo al 12º lugar, y se prevé que caiga al 14º en 2021.

Cualquier discusión sobre soberanía nacional pasaría necesariamente por romper la doble dependencia EEUU-China, no por mantenerla; pasaría por la superación revolucionaria del capitalismo, con su trayectoria de empobrecimiento, miseria y atraso. La eliminación de la opresión extranjera y la unificación de facto de los países latinoamericanos sólo podría darse a través de una Federación de las Repúblicas Socialistas de América Latina. Naturalmente, ni Lula ni el PT, y menos aún el gobierno del frente con Alckmin y los capitalistas, tienen nada que ver con esto. Este debate estratégico vuelve al primer plano con la política exterior lulista en el nuevo escenario global.

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