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Opinión

¿El principio del fin de la Unión Europea?

Nunca estuvo en los planes de los padres fundadores superponer un nuevo nivel de gobierno por encima de los gobiernos nacionales

En mayo pasado, el Parlamento Europeo aprobó una resolución que abre la puerta a la creación de impuestos europeos y amplía el poder de la Comisión Europea sobre los gobiernos nacionales. Cosas que no solo se alejan del espíritu fundacional de la UE, sino que pueden considerarse liberticidas.
La Comunidad Europea del Carbón y el Acero, el embrión de la actual UE, se creó para evitar más guerras entre Francia y Alemania. Al poner esos recursos claves en manos de un ente supranacional, ninguno de los dos países podría tener superioridad sobre el otro. Sobre esa base, los países integrantes podrían cooperar estrechamente en muchas áreas, pero siempre manteniendo su individualidad y la capacidad de no participar en algunos proyectos (como cuando Reino Unido o Suecia renunciaron a participar en el euro). Las «cuatro libertades» (libre movimiento de personas, mercancías, capitales y servicios) son el símbolo del espíritu inicial.
El problema es que, poco a poco, ese rol coordinador de las instituciones europeas sufrió una metamorfosis. A tal punto, que llega ahora al impulso de una agenda propia. Nunca estuvo en los planes de los padres fundadores superponer un nuevo nivel de gobierno por encima de los gobiernos nacionales. Mucho menos imponerles una agenda.
Tradicionalmente, el presupuesto de la UE se limitó al equivalente al 1 % del PIB de sus países integrantes. La resolución aludida considera ese 1 % como un «dogma» que hay que superar (para gastar más, obviamente). Pero ocurre que los ciudadanos europeos ya financiamos un gasto público de nuestros gobiernos nacionales equivalente al 50 % del PIB.
Para peor, con la excusa del mayor gasto, el Europarlamento propone crear impuestos «europeos» (a las transacciones financieras, a las criptomonedas y a la economía digital). Lejos de profundizar las «cuatro libertades», la UE pretende confiscar al sector privado europeo decenas de miles de millones de euros más.
También propone reemplazar las actuales contribuciones de los países, basadas en sus respectivos PIB, por otras basadas en cuánto se recicla en cada país, cuántos alimentos se desperdician o cuál es la «brecha salarial» entre hombres y mujeres («brecha» que no existe, pero es la conclusión equivocada de quienes no saben analizar las estadísticas de salarios; si las empresas pudieran realmente reducir sus costes laborales contratando mujeres, no habría paro femenino).
El punto 24 del texto aprobado plantea que la Comisión Europea pueda premiar o castigar a los países según el ritmo y profundidad con que cada uno implemente las políticas comunitarias. Es decir, plantea anular la idea de «cooperación entre países» para pasar a la obediencia a la agenda de los euroburócratas, cosa que puede resultar antidemocrático. Imaginemos que dos países de la UE tuvieran gobiernos conservadores y el resto socialistas; en ese caso, la mayoría del Parlamento Europeo sería socialista. Así, los premios y castigos que impulsa esta resolución podrían forzar a los gobiernos conservadores a llevar adelante una agenda contraria a la votada por sus propios ciudadanos.
Increíblemente (o no), esta resolución liberticida fue votada a favor por el Partido Popular Europeo (donde se integra el PP español), los socialdemócratas (donde está el PSOE), los verdes y el grupo Renew Europe (del que forman parte Ciudadanos y el PNV).
Aunque es un texto que ha pasado inadvertido para la opinión pública, lo cierto es que puede dar al proyecto europeo un rumbo indeseable. Tan indeseable, que puede ser el inicio del fin de la UE. Porque así como los impulsores del Brexit basaron su campaña en lo que podría ahorrarse el Reino Unido si abandonaba la UE, surgirían grupos que harían lo mismo en casi todos los países miembros. Y porque no es concebible que la gente acepte pasivamente que la euroburocracia imponga su propia agenda a los gobiernos nacionales.

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