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Opinión

Felipe Portocarrero O’Phelan*: Perú y la trampa oligárquica: De la democracia como ilusión a la democracia como ficción

Noto, con profundo asombro, la cabida que encuentran, en la esfera de la opinión pública, una premisa y un desenlace. La premisa es que, luego de la caída del fujimorato, vivimos un retorno a la democracia que permitió la (¿re?)-construcción de nuestra – precaria – infraestructura institucional y un ethos que, supuestamente hastiado de tanta corrupción, permitía la renovación de nuestras expectativas en el campo de lo político con respecto a esta patología.
Acompañados de aquella ilusión, sumada al discurso que atribuye una causalidad directa entre crecimiento económico y desarrollo social, y adormecidos con la idea de que elecciones cada cinco años nos proveían de un mecanismo de representación, así como de agencia política, pues habíamos recuperado la democracia. Además, instituciones con mayor grado de autonomía y guiadas por los imperativos formulados por la autoridad del discurso técnico y despolitizado, que apuntaba a la eficiencia y la transparencia, el optimismo de ciertos sectores llegó a ser empalagoso.

Ahora bien, de acuerdo con la mayoría (si es que no todos) nuestros analistas políticos, este estado de gracia encontraría en el año 2016 el inicio del fin. Así, el desenlace sería, de acuerdo con el artículo de Barrenechea y Vergara (2023) “The Danger of Powerless Democracy” y la idea de vaciamiento de la democracia (“democracy hollowing”), el de un desmantelamiento de la democracia en el Perú a causa del difuso carácter del poder, a contracorriente de los discursos tradicionales en la ciencia política, en los que la democracia se pone en jaque cuando ciertos actores o grupos concentran demasiado poder e inhiben la posibilidad de una participación plural de todos los actores sociales.

Partiendo de la noción de poliarquía, acuñada por el politólogo norteamericano Robert Dahl, los autores señalan que la democracia puede ser propiciada cuando el poder se desconcentra y se configura un estado de cosas en el que la concentración de poder puede ser desbaratada y se imposibilita la continuidad de un régimen oligárquico. No obstante, el argumento que proponen es que en el Perú ha ocurrido, como he mencionado, lo contrario.

De manera que, frente al diagnóstico propuesto por los autores, que, al parecer, hace eco de lo que podría entenderse como un lugar común dentro del campo de las ciencias políticas en el Perú, una ficción a mi parecer, planteo una serie de cuestionamientos, no sin antes proponer algunas cuestiones previas. Desde la teoría política en la antigüedad (1), hasta las concepciones más contemporáneas, existe el consenso de que el concepto de democracia es más un ideal normativo, una forma de gobierno que solamente los dioses podrían alcanzar – recordando a Rousseau -, que algo efectivamente realizable.

De hecho, el propio Dahl considera que el concepto de democracia debe entenderse como un umbral (“threshold”) del cual una sociedad se acerca o aleja en la medida en que satisface ciertas condiciones mínimas o criterios. De allí que Barrenechea y Vergara hablen de un vaciamiento o también de un alejamiento (2) (2023, p. 78).

Así, la idea que me interesa explorar es la del vaciamiento de la democracia. La metáfora que invade mi mente cuando pienso el concepto de democracia en términos de algo que se vacía – y, por lo tanto, de algo que también puede llenarse – es la de una botella. Digamos entonces que, en la medida en la que se satisfacen ciertas condiciones – y aquí pensemos en las cinco categorías propuestas por el “Democracy Index” de The Economist (2023) (citado por los autores mencionados), que nos retrata como un régimen “híbrido”: proceso electoral y pluralismo, funcionamiento del gobierno, participación política, cultura política y libertades civiles (p. 3) – la botella o, digamos, el significante “democracia” se va llenando de significado o contenido. Mi percepción es que, para Barrenechea y Vergara, (1) desde el año 2016 vivimos un proceso de vaciamiento del contenido de nuestra botella democrática, lo que presupone que, en primer lugar, había contenido; y (2) que tal vaciamiento se debe al carácter cada vez más difuso o “diluido” (2023, p. 77) del poder en el Perú, y que encuentra en los partidos y la élite política a sus principales responsables.

Ambas hipótesis me conducen a interrogarme: ¿Podemos, en efecto, decir que el Perú ha vivido en (o una) democracia luego de la caída del fujimorato? ¿El haber gozado de elecciones transparentes y plurales luego del año 2000, es condición suficiente para empezar a “llenar” el significante “democracia”, o siquiera para hablar de participación política efectiva? ¿Qué podríamos decir sobre la cultura política, las libertades civiles, la participación política y el funcionamiento del gobierno en los últimos 23 años? ¿Es el 2016 efectivamente un parteaguas? ¿Los partidos y la élite política son los únicos responsables del descalabro? ¿Qué podemos decir de la élite económica? ¿Hay y ha habido una desconcentración o dilución del poder desde el 2016?

Si bien no pretendo en absoluto resolver estas cuestiones, me animo a proponer algunas reflexiones para la discusión. Guiado por la idea de “captura política” explorada por Crabtree y Durand (2017) y las investigaciones de Durand (2004) en torno a la puerta giratoria, el enmarañamiento legal y las políticas a la medida de la élite económica/empresarial, que permitieron el infame pacto que consolidaría el poder autoritario de Fujimori, así como la bonanza económica de un grupo claramente identificable; considero que: (1) en el Perú es difícil hablar de un “retorno”, “recuperación” o existencia efectiva de algo así como “democracia” luego del fujimorato; (2) que, por lo tanto, hablar de vaciamiento de la democracia es, en términos teóricos y prácticos, estéril; (3) que no ha habido dilución del poder alguna sino que, en todo caso, ha cambiado la forma de su distribución y manera de operar; y (4) que (y esta es una idea tentativa) en el Perú lo que tenemos, después del autoritarismo fujimorista, es una oligarquía dominada por un acuerdo tácito que explicaré sobre el final.

¿Cuál es el fundamento de estas cuatro afirmaciones? Por motivos de espacio, lo expreso de la siguiente manera. Luego del ajuste estructural neoliberal de los 90s, la restauración del poder de la élite económica del gran capital (la CONFIEP, para ser más exactos) y la total destrucción de la esfera político-institucional dejada por el fujimorato, el desprestigio acumulado por la élite económica la lleva a replegarse a un segundo plano, moderar (en apariencia) su voracidad capitalista y darle paso a las reformas neoliberales de “segunda generación” (recordar La Reforma Incompleta (2000), editada por Roberto Abusada, Fritz Du Bois, entre otros) en las que la, sin duda bienintencionada, clase profesional y tecnocrática tendrían mayor protagonismo. Regulación, transparencia, políticas sociales y anti-corrupción (pero con crecimiento económico como el motorcito del desarrollo) serían las banderas del discurso oficial. No obstante, la élite política, en su mayoría, seguiría rumiando sus malas costumbres y en paralelo se consolidaría un tercer grupo dentro de toda esta tragedia: la élite informal (la del transporte, las universidades “bamba”, la minería y tala ilegales, etc.)

¿Qué habría ocurrido con el poder entonces? Mi hipótesis es que el poder no se habría desconcentrado o descentralizado o diluido, sino que habría atravesado por un proceso de transformación. Caído Fujimori, quebrada la esfera política, silenciadas las FF.AA., desprestigiada la élite económica/empresarial, y empoderadas las élites informales, necesariamente se configuraría un nuevo escenario y el poder tendría que encontrar una nueva distribución. Desde mi punto de vista, lo que se habría constituido en el Perú es una oligarquía con apariencia de democracia, en donde ciertos rasgos democráticos (digamos, elecciones generales cada cinco años) serían el maquillaje suficiente (aunque claramente limitado) y estratégico para consolidar la desmovilización política de una sociedad que históricamente ha clamado por ser gobernada.

Esta oligarquía, sostengo, sería el producto de un pacto tácito entre dos grupos que se repelen al mismo tiempo que se necesitan: la élite económica/empresarial tradicional y la elite informal empoderada desde los años 90. Ambas han sido y son asistidas por, y coludidas a través de, los malabares de una “élite” política de agentes (y en este caso, sí estoy de acuerdo con la lectura convencional) políticos motivados por intereses personales alimentados por la necesidad de enriquecerse económicamente durante su paso por la esfera política. No obstante, se trata de una clase política muy consciente de que esos intereses personales tienen siquiera chances de llegar a buen puerto solo si es que se alinean con los intereses de las mencionadas élites. En ese sentido, el concepto de “captura política” (Crabtree y Durand, 2017) es, por sí mismo, elocuente.

No se trata, entonces, de que el poder se ha diluido en múltiples manos y sus respectivos intereses particulares. Me parece que lo que no se está viendo, es que esas manos e intereses particulares, agrupadas de múltiples y creativas maneras bajo la infraestructura del estado (ejecutivo, legislativo y judicial), son instrumentales a los fines de dos élites que ostentan y concentran, antes que nada y después de todo, el poder económico, o dicho de otra manera y para ponerlo vulgarmente, el billete con el que políticos, burócratas de todo nivel, jueces y fiscales, bailan con mayor o menor fortuna. En resumen, y para cerrar este artículo, sugiero que es necesario empezar a cuestionar ciertas convenciones que se han convertido en moneda de cambio dentro del análisis político, tanto mediático, como académico. Sé que lo que aquí propongo es objetable y sujeto a discusión, pero no por ello imposible de ser pensado y justificado.

* Filósofo y especialista en análisis de políticas educativas.

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