Hace unos minutos, uno de los grupos fascistas peruanos ha interrumpido la presentación del informe de Amnistía en que habla del racismo letal que impera en la lógica represiva del gobierno. La agresión de este grupo es ampliamente conocida y, en este caso, es además una acción que revictimiza. Sin duda corresponden contundentes condenas que, seguramente, no se harán esperar. Pero la pregunta de fondo sigue siendo la misma: ¿por qué estos grupos gozan de una impunidad que les permite seguir violentando?
Hace pocos días mencionaba por aquí esa punta del iceberg en la que a veces nos quedamos al hablar del fascismo actual (o extremas derechas si desean). La impunidad de estos grupos es la evidencia de que no son otra cosa que la punta del iceberg y que la estructura que los sostienen es mucho más amplio y, por lo mismo, más poderoso. En esa estructura se encuentra la complicidad de ciertos medios de comunicación con referentes periodísticos concretos e influyentes, la de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional, la de partidos políticos que no sólo legitiman sus discursos de odio sino que se relacionan directamente con los líderes de estos grupos, la de ciertos empresarios que gozan del aplauso del poder mediático a la vez que dialogan con quienes le dan gasolina al fascismo pues entienden que se encuentran ideológicamente en el mismo espectro, y miembros del sistema judicial que demoran las investigaciones o no las inician nunca pese a tratarse de sujetos que han protagonizado más de una acción denunciable y condenable. No son ellos EL problema, son la consecuencia de un problema más grande. Esa alianza que prefiere fascismo antes que democracia si esa democracia supone poner en un mínimo riesgo sus privilegios.
Por ello, en este escenario, en Perú no basta con no ser fascista. Toca ser necesariamente antifascista. Porque hablamos de un encuentro interesado entre sujetos de diversos espacios de poder que hoy, por cierto, están también en Palacio de Gobierno, en el Congreso y en todas las instituciones que llevan copando sin rubor. La última de ellas, la Defensoría del pueblo que ya ha dejado de serlo. El fascismo no es La Pestilencia, los combatientes, los insurgentes o más nombres. El fascismo está en todo el aparato que hoy mira hacia el costado y finge indiferencia frente a sus acciones porque los reconoce como un recurso necesario.
Cuando hablamos de un gran frente democrático hablamos de todos los que se opongan no a estas acciones concretas, sino a todo lo que las permite y las gatilla. Hablamos de señalar al iceberg completo. Hablamos de combatir al adversario y no sólo a sus patas visibles. Cuando hablamos de defender la democracia, por eso, no hablamos de medidas inmediatas y superficiales. De ahí que pese a que algunos se empeñen en señalar que la lucha por democracia supone condenar sólo la represión y las masacres, lo que las calles señalan con mayor precisión hace meses es que luchar por democracia supone cuestionar que realmente la hayamos tenido. Supone apuntar a la arquitectura de poder que permite hechos lamentables como los de esta noche. Supone cuestionar y plantear reformas de fondo en los poderes que se han mostrado cómplices del racismo, las ejecuciones extrajudiciales, las fakenews, etc. Supone preguntarnos quién tiene derecho a hacer política en el Perú y, sobre todo, quiénes deberían tenerlo.
No son hechos aislados. No son ‘loquitos’ agrediendo. No son tampoco EL problema. Son la evidencia del problema. La herramienta incómoda pero útil para quienes no quieren que las cosas cambien. Nos lo ha enseñado la historia. El fascismo es el último recurso de las élites para mantener el statu quo. Y lo estamos viendo.