The New York Times.-
El expresidente de Brasil recuperó sus derechos políticos y complica los planes de reelección de Jair Bolsonaro. Ahora mismo es la alternativa más realista para vencer a un líder que ha mostrado desdén por la democracia.
Es colaboradora regular del The New York Times.
SÃO PAULO — Aburrimiento es una palabra que la política brasileña no conoce.
En una decisión inesperada, el 8 de marzo, el ministro Edson Fachin anuló las sentencias de la Operación Lava Jato —el controversial esfuerzo anticorrupción liderado por Sergio Moro— contra el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva. Esta decisión, que también restablece sus derechos políticos, complica los planes de reelección del presidente Jair Bolsonaro y hace más difícil la posibilidad de formar un frente amplio de partidos de centro para tratar de derrotarlo en las elecciones presidenciales de 2022.
En la encuesta electoral más reciente, el 50 por ciento de los entrevistados dijeron que votarían o podrían votar por Lula para presidente el próximo año. Bolsonaro está en segundo lugar, con el 38 por ciento. Y según la misma encuesta, el 56 por ciento de la gente desaprueba a Bolsonaro. Así que hoy, el horizonte de la elección de 2022 es un déjà vu de 2018: Lula da Silva como favorito contra Bolsonaro, en un segundo lugar bien afianzado. (El final de la telenovela de 2018 es conocido: Lula no llegó a las boletas —a unos meses de las elecciones le imposibilitaron contender— y Bolsonaro ganó la presidencia impulsado por la indignación ciudadana causada por las revelaciones de la Lava Jato).
Aunque creo que Brasil debería buscar con urgencia un cambio generacional que nos haga recuperar la confianza en la clase política y en la democracia, en este momento es más urgente concentrarnos en sacar a un líder tan nocivo como Bolsonaro de la presidencia. El país ha sido profundamente afectado por una pandemia que ha cobrado casi 280.000 vidas, tiene una tasa de desempleo atrozmente alta y padece una crisis política de al menos una década.
Pero es indispensable hacer un matiz: pese a que algunos medios brasileños se han empeñado en caracterizar a Lula y Bolsonaro como representantes de dos extremos opuestos, no lo son. Se trata de dos políticos que no se pueden comparar del todo.
Más que partidario de una agenda ideológica, Bolsonaro es un líder autocrático. Anunciaba su desprecio por las instituciones democráticas desde su campaña y como presidente ha demostrado ser un jefe de Estado irresponsable. A causa de la falta de una política coherente contra la pandemia del coronavirus, Brasil, que solía ser un modelo de vacunación masiva, ahora está estancado en sus esfuerzos de inmunización mientras los casos y muertes aumentan. Incluso, su respuesta a la pandemia está siendo denunciada ante la Corte Penal Internacional.
Mientras tanto, durante los años de Lula en el poder (de 2003 a 2010) el país experimentó una edad de oro del crecimiento económico. Sus políticas sociales sacaron a 28 millones de brasileños de la pobreza. Lula contribuyó a fortalecer la institucionalidad brasileña, y su gobierno permitió que el sistema judicial ganara autonomía. Pero tampoco debemos ser ciegos a sus errores: demostró que hasta los partidos con agendas más progresistas, como el Partido de los Trabajadores, que fundó en 1980, estaban corroídos por la corrupción endémica de Brasil.
Y, sin embargo, Lula es hoy la apuesta más segura para derrotar a Bolsonaro, una amenaza a la democracia que debe salir cuanto antes para que el país empiece a reconstruirse.
La reaparición de Lula da Silva en la escena pública ha hecho que los brasileños nos demos cuenta de cuánto extrañábamos a un líder sensato. “Ese país está totalmente desordenado y fragmentado porque no tiene gobierno”, dijo Lula en su primera conferencia de prensa después de la decisión judicial. “El país está empobrecido, el PIB ha caído, la masa salarial ha caído, el comercio se ha debilitado, el comercio minorista se desplomó, la producción de alimentos de la gente se está volviendo insostenible. Y al presidente no le importa”, remató, arrancando de manera extraoficial su campaña por la presidencia.
Su discurso fue tan elocuente que hasta Bolsonaro, con cerca de 60 peticiones de destitución pendientes, salió unas horas después completamente cambiado: con mascarilla, exponiendo su plan de vacunación y prometiendo una salida a la crisis de salud, tras un año de declaraciones contra el cubrebocas, las vacunas y el confinamiento.
El cambio repentino de comportamiento de Bolsonaro apunta hacia un nuevo horizonte electoral. Y eso en sí mismo ya es una buena noticia.
Si antes las apuestas eran por un nombre capaz de derrotar a Bolsonaro, hoy el presidente deja de tener su lugar asegurado en una segunda vuelta, casi siempre inevitable en las elecciones brasileñas.
Pero también le permite a Bolsonaro regresar a su viejo discurso. La vuelta de Lula le podría ayudar a desviar la atención de los escándalos contra su hijo, su mal manejo de la economía y sus fallas en la articulación con el Congreso para retomar su discurso más cómodo y efectivo: el antipetismo. Pero el discurso que le garantizó la victoria el 2018 ya no es tan fuerte en 2021.
Los señalamientos contra Lava Jato —con errores legales graves y evidencias de sesgos contra Lula— han matizado la polarización. Liderazgos más al centro del espectro político también han entendido que no hay espacio para personalismos y que se necesita una candidatura única para tener oportunidades reales de ganar. Falta que ese centro político logre crear un discurso alternativo que no repita lo obvio: Bolsonaro es un pésimo líder.
Por eso Lula es, pese a sus desperfectos, la alternativa más tangible para sacar del poder al actual presidente.
La izquierda, que ya padecía una falta de liderazgo tiene la tarea de renovarse. Lula es el nombre más grande que ha producido la izquierda brasileña y es también la razón por la que nada más florece a su sombra.
Si Lula gana las elecciones de 2022, será su tercer periodo presidencial, una situación nada ideal en ningún país que necesita con desesperación más democracia. Él mismo debe aprender a hacerse a un lado para fomentar el desarrollo de una nueva generación de políticos que lleven su agenda sindicalista al siglo XXI. Los nuevos liderazgos deben incorporar cuestiones como la protección medioambiental y la igualdad de género.
Pero primero lo primero: sacar a un líder con vocación autoritaria del poder.