Por favor, acepte la gratitud y las felicitaciones de mi país ahora que inicia su tercer periodo como secretario general del Partido Comunista de China. Aunque quizá no sea obvio en este momento, creemos que su gestión será reconocida algún día como una de las grandes bendiciones inesperadas en la historia de Estados Unidos y de otras naciones libres.
Con algunas excepciones, en términos generales, esto no es lo que se esperaba cuando usted se convirtió en líder supremo hace 10 años.
Entonces, muchos en Occidente concluyeron que era solo una cuestión de tiempo para que China retomara su antiguo lugar como la civilización dominante y la economía más grande del mundo. Las asombrosas tasas de crecimiento anual de su país, que con frecuencia superan el 10 por ciento, ensombrecen nuestro magro progreso económico. En un sector tras otro —telecomunicaciones, banca, redes sociales, bienes raíces— las compañías chinas se fueron convirtiendo en líderes de la industria. Ciudadanos extranjeros llegaron de manera masiva para vivir, estudiar y trabajar en Shanghái, Hong Kong y Pekín; los padres estadounidenses presumían de inscribir a sus hijos en clases de inmersión al mandarín.
En el ámbito de creación de leyes, hubo una aceptación general de que una China más rica sería mucho más influyente en el extranjero, y que la influencia se sentiría desde Europa occidental hasta Sudamérica, Asia central y el este de África. Aunque entendíamos que su influencia en ocasiones podía ser de mano dura, había poca voluntad política para frenarla. China parecía ofrecer un modelo único de dinamismo capitalista y eficacia autoritaria. Las decisiones se tomaban y el trabajo se hacía: vaya contraste con el mundo libre, cada vez más anquilosado.
No es que pensáramos que todo estaba bien en China. Su ascenso coincidió con la caída dramática de su rival principal, Bo Xilai, entre rumores de un posible golpe de Estado. Los desafíos a más largo plazo —corrupción generalizada, una población que envejece, el papel del Estado en la economía— requerían una gestión prudente. Así como los resentimientos internacionales y la resistencia que invariablemente generan las potencias globales que emergen con rapidez.
Aun así, usted parecía estar a la altura del desafío que suponía el cargo. La amarga experiencia de su familia durante la Revolución cultural indicaba que comprendía los peligros del totalitarismo. Su determinación a combatir la corrupción parecía ser igual de decisiva que su disposición de liberalizar más la economía, lo que demostró con la designación de Li Keqiang, un tecnócrata competente, como su primer ministro. Además, su estadía con una familia en Iowa en la década de 1980 generó esperanza de que podría sentir cierto afecto por Estados Unidos.
Esas esperanzas no solo han sido una desilusión. Quedaron aplastadas. Si existe algún punto en común entre Donald Trump y Joe Biden —o Tom Cotton y Nancy Pelosi— es que a usted se le debe poner un alto.
¿Cómo lo hizo?
Su guerra contra la corrupción se ha tornado en una purga en masa. Su represión en Sinkiang rivaliza con la de los gulags soviéticos. Sus “reformas” económicas equivalen al regreso de empresas estatales, que suelen ser ineficientes, como actores dominantes.
Su política de facto de espiar, hackear y robar la propiedad intelectual ha hecho radiactivas a las marcas chinas como Huawei en gran parte de Occidente. En 2020, el director del FBI, Christopher Wray destacó en un discurso: “Hemos llegado al punto en que el FBI abre un nuevo caso de contrainteligencia relacionado con China cada diez horas”.
Su política de cero covid, por momentos, ha transformado las grandes metrópolis de China en colonias penales vastas e inhabitables. En general, su acoso en la política exterior ha logrado que Japón vuelva a armarse y que Biden prometa que Estados Unidos peleará por Taiwán.
Todo esto podría hacer que su China sea aterradora. Pero nada de esto lo hace fuerte a usted. Las dictaduras, por lo general, pueden exigir obediencia, pero tienen dificultades para inspirar lealtad. El poder de coaccionar, como el politólogo Joseph Nye observó de manera célebre, no es el mismo que el poder de atraer. Es un hecho que pronto podría venir a perseguirlo, de forma similar a como persigue ahora a Vladimir Putin a medida que su otrora intimidante ejército es diezmado en Ucrania.
Todavía puede corregir esto. Sin embargo, parece poco probable que lo haga, y no solo porque es poco habitual que los hombres de edad avanzada cambien de parecer. Entre más enemigos haga, mayor represión necesitará. Rodearse de hombres que le dicen que sí a todo, como lo hace ahora, puede brindarle un sentido de seguridad, pero lo aislará de flujos vitales de información veraz, en particular cuando esa información no es agradable.
El talón de Aquiles de los regímenes como el suyo es que las mentiras que le dicen a su pueblo para mantener el poder al final se convierten en mentiras que se dicen a sí mismos. Expulsar a periodistas extranjeros de China empeora el problema: pierde el beneficio de tener un punto de vista externo sobre sus problemas más urgentes.
Nada de eso resuelve nuestros problemas en Estados Unidos. De muchas maneras, su truculencia los exacerba, sobre todo ante el creciente riesgo de que algún día lleguemos a enfrentarnos. Sin embargo, en la competencia a largo plazo entre los mundos libres y no libres, sin saberlo, usted está ayudando a defender a los libres. Para adaptar una frase de mi colega Tom Friedman, ¿alguien quiere ser su China por un día? Lo dudo.
Es por eso que queremos decir gracias. Sabemos que nuestra Unión tiene problemas; sabemos que nuestros líderes tienen defectos; sabemos que los límites de nuestra sociedad están desgastados. Mirarlo con detenimiento a usted es preferir todo esto a su lúgubre alternativa.
Fuente: The New York Times