Katherin Tiburcio Jaimes
En el Perú, la autoconstrucción se ha consolidado como una práctica constituyente de la producción del espacio. A través de ella, las familias peruanas han desarrollado lógicas, métodos y estrategias para satisfacer materialmente sus necesidades de vivienda. Es tal el arraigo de la autoconstrucción como práctica que, según la Encuesta Nacional de Hogares del 2022 (INEI, 2023), el 82% de las viviendas peruanas se ha construido sin asistencia técnica. Ello implica que la mayor parte de la producción arquitectónica peruana no la producen los arquitectos, sino la misma población, a veces tan solo de la mano de un albañil de confianza. En consecuencia, la extendida práctica de la autoconstrucción genera la intensiva producción de estéticas paralelas a la estética formal, que es aquella determinada por el pensamiento arquitectónico hegemónico. Sin embargo, estas otras estéticas no suelen ser comprendidas ni valoradas en todas sus dimensiones, siendo la estética popular ―aquella derivada de la arquitectura popular― la más subestimada y estigmatizada. Esta columna reflexiona sobre la necesidad de comprender mejor la arquitectura popular y su estética con el fin de poder valorarla en su real magnitud, dejando de lado los prejuicios e invitando a descubrir sus potencialidades.
Partamos por aproximarnos a estas otras estéticas a partir de la arquitectura que no se configura dentro de los márgenes del pensamiento arquitectónico hegemónico. Como se mencionó previamente, un alto porcentaje de viviendas peruanas se producen desde la autoconstrucción. Este porcentaje no tiene una distribución homogénea en el territorio, ya que mientras en las grandes ciudades la autoconstrucción puede llegar casi al 60%, en las áreas rurales esta cifra puede alcanzar incluso el 98% (INEI, 2023). Estas estadísticas son indicativas de la presencia de dos tipos de arquitectura que se produce fuera del pensamiento arquitectónico hegemónico, es decir, dos tipos de arquitectura alternativa: la popular y la vernacular.
Con el riesgo de simplificar las definiciones, podemos decir que la arquitectura popular es una manifestación material, sin intermediarios, de la identidad de comunidades que habitan en áreas urbanas y que generalmente —pero no exclusivamente— poseen limitados recursos económicos, mientras que la arquitectura vernacular es una manifestación material, sin intermediarios, de la identidad de comunidades que generalmente habitan en áreas rurales y que hacen uso de técnicas de construcción tradicionales. Estos dos tipos de arquitectura desarrollan estéticas distintas a la estética formal (Arango, 2004; Hernández-García, 2007), las que al encontrarse en directa relación con la identidad de sus comunidades y su vida cotidiana, configuran cánones que difieren de lo hegemónico. Sin embargo, y a pesar de la fuerte presencia de ambos tipos de arquitectura en el territorio peruano, actualmente se valora más la arquitectura vernacular que la arquitectura popular (y sus estéticas), ya que esta última aún ocupa un lugar marginal en el debate académico y profesional, lo cual permea en la opinión mediática y social. Pero ¿a qué se debe ello?
Es posible que la diferencia en la valoración de estas arquitecturas se encuentre precisamente en la limitada comprensión que el pensamiento arquitectónico hegemónico ha desarrollado respecto a la calidad arquitectónica y estética que se produce en una sociedad como la peruana. Desde un punto de vista meramente técnico, es comprensible que la arquitectura vernacular sea valorada debido al uso de sistemas constructivos tradicionales que han demostrado su efectividad para adaptarse a las particularidades geográficas y climáticas de las localidades donde se desarrollan. Sin embargo, la arquitectura no es solo técnica, sino también estética, y la estética vincula lo tangible (lo material) con lo intangible (lo social, cultural y político). Al valorarse el tradicional uso de sistemas constructivos se valora también —consciente o inconscientemente— a la comunidad que ha sabido adaptarse a su entorno y ha desplegado estrategias de poder para conservar su cultura materializándola en una edificación. Y es ahí donde quizás encontramos la razón de la subestimación de la arquitectura popular, ya que al reducir la valoración de la calidad estética solo a lo tangible, nos enfocamos en la característica de la arquitectura popular que por su propia naturaleza aún no termina de concretarse.
A diferencia de la arquitectura vernacular, la particularidad de la arquitectura popular es que generalmente requiere de tiempo y recursos para completarse en su totalidad. Por ello es complicado evaluar meramente lo tangible de su estética, ya que la mayor parte del tiempo se encuentra en una constante y progresiva construcción (Arango, 2004). Sin embargo, lo intangible de su estética se encuentra implícito incluso desde antes de su construcción, vinculándose directamente con la identidad de la comunidad. Por ello, la evaluación de lo intangible de la estética sería lo más adecuado para aproximarnos a una mejor comprensión de la arquitectura popular, una comprensión que nos permita establecer otros cánones para valorar un tipo de calidad arquitectónica y estética que no es mejor ni peor, sino simplemente distinta.
Considerando que aún son incipientes —aunque valiosos— los pasos que se han dado desde un sector de la academia para comprender y valorar la arquitectura y la estética popular en su real magnitud, es paradójico que exista una gran cantidad de planes y proyectos que plantean mejoras del hábitat popular. Generalmente, estas propuestas —que suelen estar impulsadas desde el Estado, la esfera académica y profesional, e incluso el activismo civil— se centran en satisfacer necesidades infraestructurales y dejan en segundo plano el impacto estético que deriva de ello. La gran cantidad de propuestas respecto a un tema que se simplifica tanto debería conducirnos a una reflexión necesaria: ¿Cómo es que estamos planteando soluciones para una situación que no comprendemos? Si el objetivo de este tipo de propuestas es mejorar la vida de los ciudadanos, entonces hay una necesidad real de priorizar la comprensión y valoración de la producción del hábitat popular y de sus estéticas.
A partir de estas reflexiones no se pretende de manera alguna hacer una apología a la autoconstrucción, pues se reconoce las limitaciones técnicas que esta práctica presenta, sobre todo en contextos precarios y expuestos al riesgo como los que abundan en el caso peruano. Lo que sí se pretende es contribuir a un mejor entendimiento de la autoconstrucción como práctica constituyente de la producción de nuestras ciudades y que, en vez de darle la espalda a la arquitectura y a la estética popular que derivan de esta práctica —como hegemónicamente se ha venido haciendo—, es momento de integrarlas al debate académico y profesional con la intención de dejar atrás los prejuicios reduccionistas y empezar a ampliar nuestra visión canónica. La valoración de la estética de lo popular no solo es posible sino también socialmente necesaria.