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Opinión

Gerardo Saravia : Luis Pásara; “La izquierda solo se preparó para ser oposición”

Es imposible desvincular la historia del país del devenir de la izquierda peruana. La realidad que nos estalla en estos momentos, tiene que ver también con ese proceso.  El nuevo libro de Luis Pásara: “La «nueva izquierda» peruana en su década perdida: de la ilusión a la agonía”, (Fondo Editorial PUCP, 2022), explora a esa izquierda que nace en la década de los 70, en los 80 adquiere protagonismo nacional y fenece al término de esa misma década, según el autor. Como es su característica, Pásara analiza de manera crítica y sin concesiones esta etapa de la historia del país que, durante un tiempo, fue también la de su propia vida.

¿A qué te refieres con la “nueva izquierda”?

Es un término —aunque discutible, como todos— que se ha utilizado para distinguir a los movimientos y partidos que surgen en el Perú a fines de la década de los 60. Se contrasta con la “vieja izquierda” y con ella se alude al APRA de los años 30 y al Parido Comunista. El referente en el caso del Apra fue Haya de la Torre y en el del Partido Comunista, José Carlos Mariátegui.

Aquella vieja izquierda se desgastó de diferentes maneras. El Apra terminó como aliada de grupos oligárquicos. En el caso del Partido Comunista, luego de la muerte de Mariátegui y su sucesión por Eudocio Ravines, estuvo siempre bajo la guía de Moscú. No apareció mucho en la escena hasta que el gobierno de Velasco le dio un lugar que el Partido definió como “apoyo crítico” y que se tradujo en el respaldo al gobierno desde la CGTP.

Velasco creó un clima en el que se canceló el juego político, al no haber elecciones ni fechas para realizarlas. De esa manera, se dejó fuera de acción a toda una generación de actores políticos que tenía inquietudes y aspiraciones. Pero, de otro lado, se  creó un ambiente por el accionar de un gobierno que se llamaba a sí mismo “revolucionario”, donde se liberaron una serie de expectativas y reivindicaciones que venían siendo contenidas desde hace mucho tiempo. Ahí surgen estos grupos de la nueva izquierda, que se colocan a la cabeza de esas movilizaciones.

Esa nueva izquierda, a mi modo de ver, acaba sus posibilidades en la elección de Alberto Fujimori en 1990, a la cual comparece con dos candidaturas, después de haber  generado lo que se llamó Izquierda Unida que terminó dividida. Al final, los dos candidatos —Alfonso Barrantes y Henry Pease— obtuvieron votaciones ínfimas.

Creo que ahí terminó el escenario en el cual se había movido la nueva izquierda como un actor importante, que en su momento fue un fenómeno sorprendente. En las elecciones para la Constituyente tuvo una votación significativa y, en la capital, más de la cuarta parte del electorado eligió alcalde de Lima a Alfonso Barrantes. Todo esto se hundió en el plazo de diez años. Lo que vemos ahora son retazos que quedaron desarticulados y que, de vez en cuando, aparecen en la escena.

Pero quizás esa izquierda “no estaba muerta, sino que estaba de parranda”, porque luego de más de una década  regresa para apoyar a Ollanta Humala. Y con estos retazos que dices se reconstituyen después en el Frente Amplio y Nuevo Perú.

Esto puede leerse de diferentes maneras pero, para seguir usando imágenes como la que acabas de usar, diría que esa izquierda fue un enfermo en estado gravísimo en 1990, luego de su insignificancia en la primera vuelta electoral; en la segunda aceptó apoyar a Fujimori contra Vargas Llosa, a cambio de lo cual  recibió tres ministerios. Pero eso duró solo unos meses porque luego Fujimori los echó.

Posteriormente, el enfermo ha parecido levantarse  en determinados momentos  y adquirir cierta vida —siempre en dispersión, en una multiplicidad de grupos—, acercándose a ratos, peleándose después, siempre en disputas muy pequeñas. Pero nunca volvió a adquirir cuerpo. Nunca volvió a haber algo como la Izquierda Unida de los años 80. Eso quedó atrás. En suma, vimos que el enfermo se levantó, tomo unos tragos, a lo mejor apareció en una fiesta, pero se demostró finalmente que tenía una metástasis.

La autocrítica es una noción que se ha repetido y se ha propuesto, sobre todo, para culpar a otros de no hacerla. En la izquierda nunca se conjuga en primera persona. La carencia de autocrítica no solo es de los dirigentes políticos —aunque algunos pocos la han hecho—, sino de quienes fueron intelectuales orgánicos ligados a partidos y movimientos. 

En el libro tú nos hablas de una izquierda que nunca se imaginó en el poder. Y, sin duda, la experiencia que se ha tenido en los años siguientes a 1990 podría resumirse en “la ley de los seis meses”, porque ese fue, más o menos, el tiempo que permaneció con Fujimori, luego con Ollanta y después con Castillo.

La peor lectura que podemos hacer sobre esas experiencias es que oportunistamente, en cada caso, se subieron al carro y fracasaron, o simplemente los echaron o se fueron. Ese fue el caso de una de las figuras más importantes y lúcidas de la izquierda, Javier Diez Canseco, que aceptó un lugar en la lista parlamentaria de Ollanta y poco después se bajó haciéndole cargos que bien pudo haber hecho antes.

Sin embargo, en cada caso algunos quisieron ver —viniendo de una experiencia de frustración— un gran proyecto de izquierda donde no lo había. Porque Humala bien mirado, Toledo bien mirado, y ni qué decir de Pedro Castillo, no daban para mucho.

Parece que en tu estudio has aplicado el método de la observación participante, del antropólogo polaco Bronislaw Malinowski, porque tú, al menos en una época,  has estado dentro de tu objeto de estudio.

Sí, así es, aunque estuve dentro no con el propósito de estudiar el fenómeno. Descubrí después que fue una condición que te da ventajas y desventajas, al mismo tiempo. Ventajas porque hay cosas que tú conoces de adentro y nadie te va a contar cómo funcionaban. Nunca milité pero tuve cercanía a Vanguardia Revolucionaria y mi mayor experiencia fue en el semanario Marka,  del cual  fui un actor. En esa revista estaban los representantes de la izquierda. Sumado todo, pude conocer a personajes como Ricardo Napurí, Alfonso Barrantes, el propio Javier  Diez Canseco y Ricardo Letts.

La desventaja es que te preguntas si es que tienes la suficiente distancia para manejar, de manera relativamente objetiva, lo que quieres estudiar. En ese sentido, pensando lo peor, se podría decir: “a lo mejor Pásara está cobrándose alguna factura, algún resentimiento con la izquierda”. O, de otro lado, se podría pensar que en mi trato hay cierta  condescendencia con una serie de amigos. Creo que quien me conoce sabe que en mi caso esto último está descartado porque soy más franco y radical. Entonces el mío sería, más bien, el primer riesgo, el de una suerte de prejuicio generado a partir de la propia experiencia. Para subsanar esto, he tratado de resguardarme recogiendo en el libro a las propias voces de la izquierda —especialmente de quienes tuvieron una experiencia dirigente—, para estar seguro de que lo que yo pienso no es un sesgo mío, sino una percepción compartida por otros.

Cuando uno ha participado del objeto que está tratando de examinar, el desafío es superar el nivel del testimonio. ¿Cómo le das a tu experiencia una distancia crítica, con  un tratamiento académico, para que no sea un simple testimonio de parte?

Como las dirigencias no se atrevían a dar el paso a la lucha armada, en un primer momento Sendero les creó un complejo de culpa. Eso probablemente explica todas esas salvedades timoratas, aquello de “compañeros equivocados”, o “no es el momento”. En fin, todas estas ambigüedades e imprecisiones respecto a Sendero que fueron mantenidas durante años. Pero sí hubo gente que dio ese paso, que había sido educada por la nueva izquierda y se fueron de ella porque consideraron que había llegado el momento de tomar las armas.

¿Por qué esa izquierda, a pesar del discurso que tenía en ese entonces,  nunca llegó a tomar las armas?

Sin ser concluyente, creo que lo primero que hay que resaltar es que esas izquierdas que nunca fueron a la lucha armada, sin proponérselo prepararon a mucha gente para ella. El Partido Comunista pro-chino tuvo militantes que fueron a Sendero, y el Partido Comunista moscovita dio mucha gente al MRTA. Algunos militantes de Vanguardia Revolucionaria también se fueron a la lucha armada.

Como las dirigencias no se atrevían a dar el paso a la lucha armada, en un primer momento Sendero les creó un complejo de culpa. Eso probablemente explica todas esas salvedades timoratas, aquello de “compañeros equivocados”, o “no es el momento”. En fin, todas estas ambigüedades e imprecisiones respecto a Sendero que fueron mantenidas durante años. Pero sí hubo gente que dio ese paso, que había sido educada por la nueva izquierda y se fueron de ella porque consideraron que había llegado el momento de tomar las armas.

Soy consciente de que no estoy respondiendo directamente a tu pregunta porque no tengo una buena respuesta. Quizá había algunas dudas no confesas que hacían vacilar respecto a lo que era en la izquierda como un catecismo. En esto reside una de las principales debilidades de toda esa nueva izquierda, incluyendo a Sendero, por supuesto. Es haber leído la realidad a través de versiones baratas de las lecturas clásicas marxistas. Y las realidades sociales son difíciles de encajar en esas teorías. La teoría que escribió Carlos Marx fue brillante para su tiempo, pero él escribió sobre el capitalismo existente en ese momento. Mao —otro pensador no tan brillante, pero importante—, escribió, pensó, propuso e hizo una revolución en una China con determinadas características.

El problema surge cuando tú tratas de ver la realidad peruana dentro de esas categorías y no sales de ahí. Abimael Guzmán es un ejemplo trágico de ese enorme error. Creo que las gentes de la nueva izquierda, y de la izquierda en general, seguían predicando y escribiendo en los términos que habían aprendido del marxismo, pero supongo que sentían —muchos de ellos gentes bastante inteligentes— que había elementos de la realidad que no encajaban en las enseñanzas de los manuales. Entonces era fácil levantar el fusil de madera como hizo Horacio Zeballos en la plaza San Martín en calidad de candidato presidencial en 1980, pero de ahí a levantar uno de verdad e ir a pelear, ya era otra cosa. No hablo de valentía o cobardía, sino de dudas íntimas acerca de la validez de lo que estás haciendo.

Hay un hecho clave, que tú mencionas en tu libro, que interrumpe de algún modo este discurso: las elecciones para la Asamblea Constituyente. Aquí aparece un contrasentido: o estás en modo “lucha armada” o estás en modo “Asamblea Constituyente”. Entonces, algunos se pusieron en modo Asamblea Constituyente y ya no pudieron salir de ahí. Otros, que entraron a regañadientes, luego se acomodaron.

Además de ellos, hay otro grupo: los que en 1978 no fueron a la Asamblea Constituyente y cuando vieron la experiencia se animaron  a ir a las elecciones de 1980. Fue el caso del PC-Patria Roja. Señalas una pista importante porque lo que has llamado “modo Lucha Armada” era solo teórica hasta 1980. La lucha armada empieza entonces y ahí es que tienen que definirse, si están con ella o con lo que Guzmán llamaba el “establo parlamentario”, recogiendo viejos textos marxistas. Ese “establo” ya los había capturado: los atractivos de manejar ciertos poderes desde la Asamblea Constituyente los ganaron, aunque no les sacaron todo el provecho que hubieran podido. Haya de la Torre les ofreció pactar el texto constitucional y ellos tiraron la oferta por la ventana; entonces Haya pactó con el PPC. ¡Mira tú qué dramático!

Sobre esto y otras cosas más —salvo algunos testimonios que he recuperado del libro de Alberto Adrianzén—, no hubo ni hay una autocrítica. Esto me parece terrible. La autocrítica es una noción que se ha repetido y se ha propuesto, sobre todo, para culpar a otros de no hacerla. En la izquierda nunca se conjuga en primera persona. La carencia de autocrítica no solo es de los dirigentes políticos —aunque algunos pocos la han hecho—, sino de quienes fueron intelectuales orgánicos ligados a partidos y movimientos. Ellos han seguido tan tranquilos, como si nada. Ahí los tienes hoy en algunas ONGs. Han cambiado de temas: algunos se han vuelto ecologistas y algunas son feministas, pero no han hecho una autocrítica respecto a la manera en que alimentaron esperanzas, en base a lecturas equivocadas de la realidad peruana, con las cuales embarcaron a mucha gente para, finalmente, no ir a ningún lado. Los intelectuales de izquierda tienen una responsabilidad muy importante que no han asumido.

Sin excluir las responsabilidades penales, quienes asumieron la lucha armada fueron coherentes con las lecturas y la lectura de la realidad que compartían junto con la mayor parte de la nueva izquierda, que nunca la llevaron a la práctica.

Si damos una mirada más amplia, en el sacrificio inútil de De La Puente y otros en las guerrillas de 1965, lo que contó para muchos fue la experiencia cubana más la falta de reflexión sobre las lecturas.  Pero la izquierda no sacó en limpio —ni siquiera el propio MIR, que luego se dividió en ramas— qué había significado ese fracaso y la inmolación de De la Puente y su gente, finalmente asesinados por el Ejército sin convertirse en semillas, sin dejar huellas. Casi veinte años después, la izquierda vacila ante Sendero, no sabe qué hacer. Y luego se embarca en varios gobiernos sin un rumbo claro. Por eso digo, la falta de autocrítica —en cierta medida de las dirigencias y de los intelectuales en particular— es una gran carencia de la izquierda peruana.

Estaban enfrascados en los debates internos, en denunciar al “compañero equivocado”, mientras en realidad competían por el poder. Los autores marxistas clásicos, en cambio, fueron gente que manejaba conceptos y que no solo habían leído a los que pensaban como ellos sino también a los que pensaban de manera distinta y los conocían muy bien. Creo que nuestras dirigencias fueron miopes.

En el plano personal,  ¿en algún momento te sentiste seducido por  la idea de la lucha armada como posibilidad?

No, en ningún momento me sedujo. Tendría que consultar la razón con un psicoanalista.

¿Qué impresión tuviste del viaje que hiciste a China en la década de los 70?

Viajé a China a comienzos de los años setenta, cuando el país estaba bajo la conducción de lo que después se conoció como “la banda de los cuatro”, que unos años después fue apartada del poder. Cuando tú ibas invitado a un país socialista, te enseñaban solo una parte y no te decían, por ejemplo, cuánta gente estaba en proceso de reeducación confinada a comer arroz en el campo. Recuerda que también los crímenes de Stalin se conocieron mucho después de su muerte. Cuando visité China, me pareció una experiencia interesante, un proyecto bastante igualitario de sociedad, por el que existía el acceso masivo a los bienes públicos, a la salud y la educación. Además, a diferencia de Cuba, allí el partido no generó una casta de privilegiados.

Volvamos a algo que dijiste antes, que la ambivalencia de la izquierda frente a Sendero se debió a una especie de sentimiento de culpa.

Sí, creo que hubo algo así. Además de esta  ambivalencia había cierta  falta de perspectiva. En esa época, en el Perú se producían —y se siguen produciendo—muchísimos trabajos en ciencias sociales que decían mucho sobre la realidad peruana que estos dirigentes de izquierda no conocían. No estaba demás leer a Marx, Lenin o Mao; el asunto es que tenías que tamizar esas lecturas con elementos de la realidad peruana. El Instituto de Estudios Peruanos ha producido decenas de libros acerca de qué pasaba en el campo; qué pasaba en poblaciones y grupos sociales que acumularon una cantidad de información y análisis que estos dirigentes no manejaron; peor aún: ni los consideraron necesarios. Les bastaba leer algunos libritos o Pekín informa, además de los famosos “documentos” mimeografiados que recogían los debates internos.

Estaban enfrascados en los debates internos, en denunciar al “compañero equivocado”, mientras en realidad competían por el poder. Los autores marxistas clásicos, en cambio, fueron gente que manejaba conceptos y que no solo habían leído a los que pensaban como ellos sino también a los que pensaban de manera distinta y los conocían muy bien. Creo que nuestras dirigencias fueron miopes.

¿Y cómo fue en otros países latinoamericanos? Muchos partidos de izquierda sí llegaron a tener una relación con quienes asumieron la lucha armada.

En el caso chileno hubo ese debate en los años 70, pero no fue bien resuelto. También hubo una ambigüedad de gentes que estaban con el gobierno de Allende y, sin embargo, querían apurar la lucha de clases. Finalmente, eso contribuyó al desgaste del propio gobierno de Allende, porque se convirtió en un flanco más al que tuvo que enfrentar. En América Latina no hay muchos casos equivalentes que nos puedan ser útiles a la hora de examinar el caso peruano.

Una de tus críticas a los partidos de izquierda es que adopta el modelo del partido de cuadros de Lenin, y con ello su verticalismo.  ¿Pero ese fue realmente el problema? ¿No fue básicamente el caudillismo? En realidad, la disciplina no era tanta, porque terminaban atomizándose.

Sí, había mucho caudillo, muchos aspirantes a jefe de la revolución, demasiados. Competían los unos con los otros, entre partido y partido, y dentro de un mismo partido entre fulano y mengano. Eso produjo la atomización, la división interna que se disfrazaba de lucha ideológica. Cada uno creía tener la “línea correcta” y el resto estaban equivocados. Como decía, en verdad competían por el poder, entonces había que descalificar al otro por no estar en la “línea correcta”. Resultado: división y fraccionamiento.

En las elecciones de 1990 esto se expresó de manera clara, ¿qué gran diferencia ideológica existía entre Henry Pease y Alfonso Barrantes? Cuestión de clanes, básicamente.

En el libro hay un testimonio en el que se cuenta que, en las discusiones para ir con un candidato único en 1980, el debate sobre el programa solo tomaba minutos y, en cambio, las disputas sobre las listas al Congreso tomaban horas. Es ahí donde la izquierda quedó desnudada: lo que importaba era quién iba en las listas y en qué orden. Eso fue trágico.

¿Crees que fue un error no apoyar a Velasco? Cuando uno lee lo que pasó en esa época, los niveles de represión a los que llegó el Gobierno, uno se cuestiona lo difícil que debía ser para la izquierda darle su respaldo.

Sí, pero ten en cuenta que esos niveles de represión fueron livianos, si los comparas, por ejemplo, con lo ocurrido en pocas semanas de Dina Boluarte en el cargo. Posteriormente, no ha sido tan difícil para dirigentes como Rolando Breña reconocer que se equivocaron, que no hubiera sido tan difícil apoyar la revolución militar y se arrepienten de la posición que tuvieron.

En tu libro citas a Gloria Helfer, quien dice que el problema fue que Velasco le quita el discurso a la izquierda, pero Ollanta también hizo lo mismo décadas más tarde. Y luego se lo quita también Pedro Castillo. Parecería que a la izquierda le paran robando el discurso ¿no?  ¿O llega tarde a la historia?

Lo que pasa es que la izquierda se ha movido en un nivel en el cual estaba, por un lado, el horizonte de la revolución, la abolición del capitalismo y su sustitución por un sistema socialista, y por otro, un conjunto de reivindicaciones muy concretas cuyo respaldo era lo que permitía atraer a la gente, a los movimientos sociales reales, a sindicatos, movimientos campesinos, a quienes la idea de la revolución tampoco los imantaba, interesados como estaban en una serie de reivindicaciones salariales y demandas al Estado para que se resolviera cuestiones concretas.

Entonces, la izquierda siempre se movía en este doble plano: el plano del discurso general que era revolucionario y el plano de las reivindicaciones concretas que no eran revolucionarias; simplemente eran reivindicaciones. En este segundo plano cualquiera le puede robar a la izquierda esas demandas y se lleva a la gente, porque eso no cuesta mucho. Porque si tú ofreces la revolución no vas a ser elegido presidente, pero si ofreces una serie de cosas concretas, por supuesto que puedes ser elegido. Así ganó Fujimori, como los que han seguido.

¿Y las ONG? Tengo la impresión que después de los 90 la izquierda se refugia en las ONG y esto ha traído consecuencias.

No he analizado en el libro ese periodo al que te refieres. Pero mi impresión es que la izquierda ha adoptado los nuevos discursos de las ONGs haciendo una suma, es decir: somos ecologistas, somos ambientalistas, etc. Eso no es muy serio porque, siendo así que los discursos sectoriales tienen su sentido y su validez, colocarlos en una propuesta articulada y no como una suma plantea un enorme desafío. Mi impresión es que la izquierda no ha podido hacer eso.

¿Fue Diez Canseco el último gran líder de esta nueva izquierda?

Probablemente fue el líder de más talla en esa nueva izquierda. Muy inteligente, había estudiado y tenía una mirada muy lúcida sobre una serie de temas. En su momento, yo solía decir, medio en broma, que yo votaba por la lista en la que estuviera Javier porque me parecía que con él se elegía a un gran fiscal, no en el sentido burocrático, sino un gran fiscal del país. Y creo que eso Javier lo hacía brillantemente, sus denuncias eran bien fundamentadas, serias, sólidas. Pero yo también decía: “no quisiera jamás que fuera ministro del Interior”, porque era una persona autoritaria, formada en el centralismo democrático y que, en consecuencia, dio lugar a varias escisiones del partido de aquella gente que no encontraba lugar para ejercer la dirigencia junto a él.

Algunos dirían que hubiese sido peor siendo ministro de Economía.

Eso hubiera sido una desgracia, pero él jamás hubiera aceptado ese cargo; el de ministro del Interior, sí.

Javier era un gran acusador pero era menos exitoso en términos propositivos. Él estaba destinado a ser un hombre de la oposición y eso lo hacía muy bien. Es de lamentar que no retirara su apoyo a la revolución cubana cuando hacía tiempo que era absolutamente indefendible.  Es una mancha en la trayectoria de uno de los mejores líderes que tuvo la nueva izquierda.

Creo que ese tipo de marginación —hacer imposible que exsubversivos postulen a cargos, que estudien en una universidad estatal o que trabajen en determinado sector—, no es una manera inteligente de manejar las secuelas del movimiento subversivo. De ahí que hacer esto no sólo me parece jurídicamente insostenible, sino políticamente estúpido.

Lo mismo que dices de Javier Diez Canseco se podría decir de la izquierda peruana: que nunca se preparó para gobernar el país, que no se pensaron como una alternativa de gobierno.

Es verdad, pero con un matiz: Javier era un tipo inteligente, brillante y sólido, características que no pueden ser trasladadas a la dirigencia de la izquierda peruana. Pero efectivamente, la izquierda solo se preparó para ser oposición. Salvo el más conciliador de toda la dirigencia, Alfonso Barrantes, que fue elegido alcalde por ser un hombre capaz de conciliar, capaz de sentarse con quien no pensara como él y llegar a acuerdos.

¿Cuál fue el poder de Barrantes? ¿De dónde viene esa fuerza que adquirió?

Lo primero que hay que recordar es que Alfonso no creció en la izquierda, sino en el Apra. Y este no es un dato secundario; creo que ahí generó una manera de ser político que la izquierda no generaba. En medio de las pugnas de la izquierda, Barrantes era un hombre desapegado del poder. Él no buscaba el enfrentamiento sino el acuerdo y esto, en un medio como el de la izquierda —tan conflictivo pero que quería aparecer como unitario—, hizo que Barrantes se convirtiera en un hombre clave.

Aunque ese aspecto conciliador lo llevó, muchas veces, a posiciones bastantes ambiguas, como en el caso de la matanzas de los penales. A propósito, aunque no es tu tema de estudio, en tu libro tocas bastante el tema de Sendero, ¿a qué crees que se debió el apoyo que logró Sendero en algunas zonas del país? En una reciente encuesta, a propósito de la muerte de Guzmán, un 10% de las personas lo considera “un líder político, un ideólogo”. La cifra sube a 13% en el interior del país.

Lo he dicho varias veces: tengo la impresión de que en un Perú que tú y yo vemos de lejos, con el cual no estamos familiarizados, hay una gran dosis de rabia y resentimiento. A mi modo de ver, plenamente justificados. Esas gentes se sienten humilladas, postergadas y amargadas, y viven esto como un agravio histórico porque no es solo el de ellos, sino el de su padre, su abuelo y más allá. Creo que ese sector es el que apoyó a la nueva izquierda que entró en el parlamento y para nada sirvió. Entonces esos sectores dejaron de apostar a los partidos de izquierda y en ellos se generó  una simpatía muy clara hacia Sendero. En ese sector ha tratado de apoyarse luego Antauro Humala. Ese sector está vivo, permanece con esos sentimientos porque sus problemas no han sido resueltos por las autoridades del Estado. Las movilizaciones que se iniciaron en diciembre muestran el hartazgo de ese sector de población.

Tú siempre has sido muy claro en tu condena a Sendero y, en general, a las posiciones más radicales de la izquierda; sin embargo, rechazas las leyes que pretenden condenar indefinidamente a aquel que ya cumplió su condena, imposibilitándole trabajar y ejercer sus derechos civiles a plenitud. ¿Cómo crees que se está viviendo el posconflicto desde el Estado peruano?

Como dices, he escrito sobre el tema. Creo que el posconflicto se ha manejado muy mal. Desgraciadamente, la Comisión de la Verdad tuvo un impacto limitado y la derecha se encargó de satanizar lo que hizo. En suma, el país, en términos generales, no absorbió la lección ni sacó las conclusiones que había que sacar, ni hizo el proceso de aprendizaje a partir de la experiencia de la lucha armada. Como corolario de eso, todo lo que esté vinculado a la lucha armada —o aquel que cuestione el estado de cosas y entonces sea denunciado como “terruco”— es satanizado y debe ser reprimido.

Los ex subversivos no han cumplido la condena que este sector de la derecha quiere mantener sobre ellos. A eso se le llama en derecho la “muerte civil”: no puedes tener empleo ni acceder a otros derechos. Además del  dolor que eso genera a cierto número de personas, se  está sirviendo en bandeja a estos individuos al siguiente intento subversivo que sea capaz de reclutarlos. Creo que ese tipo de marginación —hacer imposible que postulen a cargos, que estudien en una universidad estatal o que trabajen en determinado sector—, no es una manera inteligente de manejar las secuelas del movimiento subversivo. De ahí que hacer esto no sólo me parece jurídicamente insostenible, sino políticamente estúpido.

Últimamente ha habido casos como el operativo Olimpo, el operativo Perseo, el operativo Apolo, donde los cargos consisten en haber participado en marchas por una nueva Constitución o la pertenencia a una organización terrorista.

Son despropósitos. La Policía hace lo que el ministro le dice que debe hacer, fiscales y jueces temen hacer algo que los lleve a ser denunciados como “terrucos” y los procesos abiertos son mantenidos indefinidamente.

Aunque tu investigación no lo abarca, me gustaría preguntarte por algunas nuevas expresiones de la actual izquierda. Si la “nueva izquierda” se caracterizaba por tener en su dirigencia cierto peso intelectual, en agrupaciones como Perú Libre pareciera que hay hasta suspicacia contra la academia.

Creo que este cambio tiene que ver con  la falta de control de calidad en la educación. La pobreza de la educación pública viene de muy atrás, con la pobreza de la formación de los maestros. El Perú está cosechando lo que ha sembrado a lo largo de décadas: el descuido del sistema universitario y del sistema educativo en general. En estos tiempos escuchas a ministros que no pueden articular tres  frases seguidas de manera coherente. Hay excepciones como Cerrón o Bermejo, pero no hay muchas más excepciones. Son gentes que ha llegado con esa izquierda de Cerrón que yo llamo “izquierda reaccionaria” porque niegan todas las reivindicaciones modernas de la izquierda: igualdad de la mujer, acogida a inmigrantes, reconocimiento de la homosexualidad, derecho al aborto. Son gentes que habían sido excluidas de la participación política. La derecha tradicional, vinculada a los viejos partidos, no las querían en sus filas. Pero todo esto es producto de décadas de descuido del sistema educativo en el país. Estamos pagando las consecuencias.

Revista Ideele N°308. Enero – Febrero 2022

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