La ley no tendría por qué oponerse a los derechos, a la libertad o a la justicia, pero muchas veces es cuestionada en nombre de ellos. Se supone que la ley nació para poner orden en el caos de las sociedades salvajes, primitivas, para evitar que el lobo del hombre siga matando a su hermano. Para traer paz y respetar lo que a cada quien le corresponde. Pero no siempre es así, pues, para comenzar, las leyes son hechas por hombres humanos que tienen virtudes y defectos, apetitos e intereses (los peruanos lo hemos aprendido crudamente con los congresistas de los últimos años), al igual que los ciudadanos que deben cumplirlas, pues, como es sabido, no son ángeles destronados, ni inocentes corrompidos por el medio como afirmaba Rousseau. Somos lo que somos y con educación e internet a cuestas, si no hubiera papeletas, a lo mejor todos nos pasáramos la luz roja de los semáforos.
Todo esto viene a cuento por las polémicas decisiones de varios alcaldes de prohibir el trabajo de los jóvenes que limpian parabrisas de autos a cambio de limosnas, a raíz de un sangriento suceso protagonizado por uno de ellos. Suceso felizmente aislado, si se lo ve con ojos serenos. Pero no ha sido así, porque algunos medios salieron a buscar sangre y al suceso que afecta a dos familias, azuzando en los espectadores pasión y rabia con su dosis de xenofobia para seguir enfrentando a los peruanos. Hay una tendencia a condenarlos y son pocos los que, como una conductora de camioneta, reconocen que el limpiar parabrisas no hace daño a nadie y más bien sirve para que sobrevivan apenas gran cantidad de jóvenes (¿y sus familias? Mi amigo Carlos Cardó refiere de una familia entera que vive de limpiar parabrisas y ventanas de autos en la esquina de Garcilaso y La Colmena y se pregunta qué puede pasar con ella).
Hay aquí un primer desencuentro entre ley dada por autoridad legítima y derecho al trabajo. Y si en medio del clima alimentado por la prensa amarillenta, más tarde a algún autoritario se le ocurra prohibir a los saltimbanquis, malabaristas, tragafuegos y payasos que pueblan nuestras esquinas, se atentaría no sólo contra sus derechos, sino con la libertad de niños y adultos de gozar de fugaces entretenimientos, gratuitamente.
No es posible que la autoridad reaccione sin pensar un poco en las consecuencias de sus decisiones. No es serio que la autoridad ceda a la presión mediática. No es aconsejable que la autoridad ignore los límites que la Justicia y muchas veces las leyes fijan. No hay que sacralizar el principio de autoridad sin ponerse a pensar en los derechos de los ciudadanos de a pie y sobre todo en la Justicia (con mayúscula) que es un principio y una utopía que nos reclama ser mejores y alejarnos del Caín que llevamos dentro.
Las leyes no pueden ser eternas porque la realidad de los hombres es cambiante y entonces debe ir adaptándose, renovándose. Pero con frecuencia, el enfoque de lo que debe ser cambiado o el sentido de ese cambio, genera diferencias y disputas. La democracia es el sistema político que permite los cambios sin tener que recurrir a la violencia. ¿Pero resulta democrático y justo defender la vigencia de la ley con la violencia? Ríos de tinta se han gastado en esa discusión para llegarse a la conclusión que los individuos deberían deponer su derecho a hacer la justicia por sus manos para darle el monopolio del uso de la fuerza al Estado contra quienes atenten contra el orden democrático. ¿Y ese uso legítimo de la fuerza permite quitar la vida a los que pretenden cambiar las leyes? Es evidente que no, para la conciencia humana que antecede y prima sobre toda forma de pensamiento o ideología. Y para cualquier juez que busque la justicia.
A eso creo que se refirió, o trató de referirse, el arzobispo de Lima en su homilía de la misa Te Deum por el aniversario de Lima y que fuera criticada (o incomprendida) por tantos. Comentando la polémica que se había suscitado entre los doctores de la Ley y el ciego que había visto por primera vez, por intervención de Jesús, siendo curado en sábado, cuando la Ley lo prohibía, monseñor Castillo había puesto en la balanza al cumplimiento de la Ley y al ser humano de carne, hueso y necesidades. Primero habían cuestionado los méritos del beneficiario, porque en esos tiempos una ceguera de nacimiento era considerada un castigo de Dios por pecados de sus padres o abuelos. Y luego la emprendieron contra el sanador, de quien no reconocieron ningún mérito, sino, por el contrario, lo acusaron de ser agente del demonio. Y Jesús que en otras ocasiones había dicho que había sido enviado para que se cumpla hasta la última jota de la Ley, esta vez, les preguntó a sus calumniadores ¿el hombre debe estar al servicio de la ley o es la ley la que debe servir al hombre?
Monseñor Castillo explicó que Jesús había hecho notar cómo es que la ley hecha por Moisés, Aarón y Leví se había ido endureciendo hasta llegar a asfixiar con órdenes absurdas al pueblo pobre y creyente, como la de no poder hacer el bien o atender la emergencia de un hermano en el día ordenado para el descanso. Y ante la duda, concluyó: “Jesús descentra a quien cree que lo importante es la ley y no la persona”, pues “rechaza todo intento de idolatría construida como ley y revestida de divina que, simultáneamente, no tiene en cuenta a la persona humana”. Habló a Chana para que escuchara Juana, pero ella no se dio por aludida.
Algún periodista ha puesto en duda que la policía esté en capacidad de impedir en todas las esquinas la actividad de los limpiaparabrisas, sumándoles una tarea a las muchas que incumple. Para ser obedecida la ley debe cumplir tres condiciones: provenir de autoridad legítima, resolver un problema y ser justa. La ordenanza contra los limpiadores de parabrisas tiene un origen en autoridades legítimas, elegidas por las mayorías; trata de resolver el riesgo de enfrentamientos y violencias; pero no es justa, porque no toma en cuenta los derechos de los limpiadores y más bien da crédito a prejuicios para imponer la fuerza de la ley por soberbia, pereza mental, orgullo o miedo.
El Perú es una sociedad compleja que ha ido pasando (ojalá fuera “progresando”) del ama sua, ama quella y ama llulla, a formas sofisticadas del Derecho y a un Estado donde se supone gobierna no la voluntad del mandón o déspota de turno, sino la Ley, ante la que todos somos iguales. Lástima que los que las hacen o la quieren hacer cumplir, muchas veces crean que los seres humanos sean peones, cosas, sin derechos ni libertades.