Hugo Blanco era un poco místico y otro poco elemental, en su doble sentido, primario y primordial, simple y al mismo tiempo fiel a algunos compromisos con su idea de la justicia y de la solidaridad. En el año 1978 estuvimos detenidos en Seguridad del Estado, antes de su deportación a Jujuy junto a Ricardo Letts y otros, lista de deportación de la que salí a última hora gracias a gestiones de mi padre.
A mí la vieja Policía de Investigaciones del Perú, la ubicua PIP, me había detenido una mañana en los inicios del mayo de ese año caminando muy temprano por una calle de Pueblo Libre o Magdalena, no recuerdo bien, junto con Javier Diez Canseco, camino a una reunión con el dueño del entonces afamado perro Chumbeque, Genaro Ledesma, al que también detuvieron en esos mismos momentos en la casa a la que íbamos.
Nos llevaron a los tres a la Avenida España en caravana de camionetas gemelas, todas grises. Nosotros debíamos reunirnos para ultimar los detalles del Paro Nacional del 22 y 23 de mayo de 1978. Conformábamos lo que entonces llamamos el Frente de Defensa del Perú, que vivió dos o tres comunicados y poco más, pero prohijó un paro que, junto con aquel otro de julio de 1977, marcaron el fin del gobierno militar de Morales Bermúdez y le pusieron tiempos perentorios a una transición política en la que el autoritarismo ya pensaba, pero en plazos mucho más largos.
Lo lograron, entre otras cosas, porque eran expresión de un hartazgo de la mayoría de la sociedad, clases populares y clases medias incluidas, y no solo el deseo de una minoría activa que en su afán termina enfrentando a unas con otras. Conquistamos la democracia, pero como nos iluminaba la intensa llama de la revolución, le dimos poca importancia. Bien dice el poeta que la mucha luz, como la mucha sombra, enceguece. Lástima que esa liviandad con la que asumimos el horizonte utópico de la democracia se haya prolongado hasta el presente: la ligereza con la que se cae en la violencia o en el putchismo o en el insulto liquidador, nos hablan de unas costumbres políticas de otra época y de una ciudadanía de baja intensidad, como nuestra democracia.
Con Blanco nos volvíamos a ver en Seguridad del Estado después de las interminables negociaciones políticas de formación de la ARI, alianza política finalmente nonata. Parte de esas larguísimas conversaciones se hacían en un departamento que yo alquilaba en el Jr. Ica, en el centro, a dos o tres cuadras de la Plaza Mayor de Lima, donde él también participaba. En esos cónclaves era bastante desconfiado, huraño, hablaba poco, pero su mirada estaba llena de preguntas y a ratos no podía contener una sonrisa burlona, más bien con sorna. En los momentos más álgidos de las discusiones él se abstraía de todo y se quedaba con la vista fija, embobado en algún lugar imaginario. Inmóvil.
Como si no estuviera allí. Como si los debates le aburrieran, como si la confrontación le asustara. O la considerase inútil. Absorto y sin palabra, se convertía en un muro de silencio que terminaba con las conversaciones y finalmente con la reunión, entre otras cosas porque el arrastre electoral lo tenía él, y lo sabíamos todos y, sobre todos, él. A mí me sublevaba mucho esa actitud. Era yo muy joven y muy impaciente, una “máquina de guerra” dijo, no sé si como elogio, Carlos Iván Degregori en unas memorias al final de su vida, tan querida. No sé si lo era. Máquina y elogio, pero impaciente sí.
Volviendo a Blanco, mucho después me pareció comprender que esos silencios eran su modo de decir que no le interesaba nada de lo que allí se decía. Que no lo entendía o que no quería siquiera hacerlo. O que tanta discusión le parecía excesiva, a él que era por sobre todo un activista más que un político, un agitador más que un hombre de estado. El esperaba que la Internacional a la que pertenecía, o quizá alguno de los jóvenes trotskistas de la Universidad Católica, o alguien de su confianza, le resolviera el problema con alguna idea, alguna instrucción, que le sacara del embrollo y lo volviera impersonal: al fin, era “la línea”.
El mito era elemental. Primario. Y lo sabía. Pero saberlo y ser consciente de ello no era un conocimiento, era su sabiduría. Sus largos silencios eran una forma de proteger al personaje en el que se había convertido, al actor, al joven eterno enfundado en una casaca de cuero desprendiéndose de las manos de sus captores hacia el éter, dando gritos rebeldes en el juzgado como voz que era de los campesinos en revuelta contra las haciendas del Cusco. Detrás del mito, hecho de esos aprendizajes primordiales de solidaridad y justicia, había sólo un hombre común quien, como la mayoría, entendía poco las dificultades de la política y menos aún a esa izquierda babélica que éramos.
Con su muerte su silencio ahora será eterno, involuntario, sin sentido ni propósito. En su mejor hora hizo lo que pensó mejor para una sed colectiva de justicia. Por eso su mito seguirá creciendo. Y mi perplejidad frente al alma humana, también. Su viaje a la eternidad lo libera del que quizá se vio obligado a ser, del que seguirá siendo acaso muy a pesar suyo.
Mientras las desigualdades subsistan, la gente pobre seguirá necesitando poesía en la que envolver sus acciones, sus demandas, sus consignas, aunque a contracorriente de que entenderlas y entender su sentido exija matar el mito. Los miles de campesinos arrendires que mucho antes de Velasco liquidaron las grandes haciendas –algunas de cientos de miles de hectáreas-, que son quienes realmente le importan a la historia de la larga duración, sus herederos migrantes dispersos por todo el país, sostendrán la memoria de Blanco aún un buen tiempo más, para bien… y para mal.
Es que con él caminaron juntos desde de la vil edad feudal del gamonalismo a la libertad. Juntos salieron de esa triada de juez venal, policía corrupto y cura de canonjías, que era el sistema político hacendario al servicio del gamonal, mientras éste, entre muchas iniquidades, abusaba mujeres, robaba tierras, obligaba a trabajar sin salario, marcaba campesinos como si fueran reses de su propiedad, todo hecho sin culpa… y sin castigo. Por eso le perdonaron siempre, incluso que la complejidad del futuro se le escapara. Pero esa es otra historia, la del cambio y sus tiempos en una modernidad difícil, que no entendió, o no quiso entender, o entendió a su sencilla manera.
Si hubiera entendido en su radical novedad la nueva era, no habría contemporizado con la barbarie del terror en los años 80, como lo hizo también un sector de aquella izquierda, finalmente, revolucionaria.
Recordé todo esto porque ya escucho a los que lo volverán la encarnación del anticristo o a quienes lo santificarán, ambos en bloque, desde los cristales obnubilados de sus extremismos, absolutizando estos o aquellos episodios de su vida. Pero uno es sus luces y sus sombras. Felizmente, entre la demonología y la hagiografía esta la historia, con todos sus abigarrados pliegues y sus imperceptibles matices. Aquí, el mío.