Los moscovitas también compraron boletos de avión. Los precios de los vuelos de salida del país se dispararon el sábado a medida que los rusos trataron de asegurarse opciones. No era que Prigozhin pudiese ser su presidente lo que les preocupaba, sino la indeseada posibilidad de enfrentamientos en las calles de su ciudad, típicamente animada y despreocupada. Más que cualquier otra cosa, los moscovitas modernos, como los habitantes de otras grandes ciudades rusas, temen un cambio radical en su cómodo estilo de vida, sobre todo si este trae consigo una ley marcial o, peor aún, el reclutamiento forzoso general y el cierre de las fronteras.
Al final, la marcha sobre Moscú de la infame fuerza Wagner de Prigozhin fue muy breve, y acabó en un suspiro con un acuerdo de amnistía negociado apresuradamente y la salida de sus tropas de Rostov del Don, la ciudad al sur de Rusia capturada. A pesar de todo el caos y las preguntas que persisten sobre lo ocurrido, el sistema del presidente Vladimir Putin ha sobrevivido.
Por ahora, al menos. El motín de Prigozhin, por turbio y mal concebido que fuese, sí consiguió una cosa fundamental: hacer un agujero en la campaña del Kremlin dirigida a tranquilizar a los rusos respecto a que todo va bien, que la economía está en auge, que la guerra en Ucrania no se volverá contra ellos y que el ejército está concentrado en ganar.
El Putin de hoy no es el de la semana pasada. Prigozhin les mostró a los rusos un fugaz atisbo de un futuro alternativo y, con ello, les dio más motivos para dudar de sus dirigentes. ¿Es Putin, en realidad, esa figura todopoderosa, esa especie de zar, que creían que era? Esa es la pregunta que ahora, por fin, empezarán a hacerse la mayoría de los rusos de a pie.
Aunque Prigozhin adquirió una relativa popularidad entre ciertos sectores, nunca fue un candidato serio o convincente al liderazgo nacional. Sus declaraciones sobre la guerra en Ucrania, por ejemplo, han sido muy contradictorias en las últimas semanas. Primero dijo que, para derrotar al enemigo en Ucrania, los rusos debían apretarse el cinturón y estar dispuestos a vivir como los norcoreanos. No mucho después, cambió totalmente de enfoque: ya no había ninguna necesidad de invadir Ucrania, sostuvo.
Un indicador del carácter surrealista de la ofensiva de Prigozhin y de la estabilidad actual en Rusia es la confusión respecto a qué esperaba conseguir cuando puso en marcha su veloz convoy rumbo a Moscú. Lo que tienen en común Putin y él, además de haber surgido de las profundidades de un sistema autoritario, son sus problemas con el establecimiento de objetivos y la visión estratégica. ¿Qué quería hacer Prigozhin? ¿Sustituir a Putin, su maestro en el arte de hacerse con el poder? Eso es demasiado ambicioso. ¿Desbancar a su nuevo archienemigo, Serguéi Shoigú, el ministro de Defensa? Demasiado insignificante, que sin duda no merece una guerra civil en la capital de Rusia.
Tal vez Prigozhin, al juzgar que Putin era a fin de cuentas más fuerte y que los objetivos de su propia campaña eran inciertos, accedió a negociar con el enviado de Putin, el presidente bielorruso Alexander Lukashenko, y detener su convoy.
No obstante, la rebelión le dio al mundo la rara oportunidad de asomarse al lento declive del Estado ruso. Ningún Estado con unas instituciones funcionales puede prosperar mientras persiga un absurdo expansionismo militar que contradice el significado de los valores democráticos y civiles, el más importante de los cuales es la vida humana. Durante la transición de Rusia de la democracia al autoritarismo y después al totalitarismo híbrido, Putin y su élite de colaboradores han colonizado la sociedad civil y construido un sistema de represión. Esto no es una señal de fortaleza, sino de desesperación. Y la subcontratación de funciones fundamentales del gobierno, como el papel militar otorgado a Prigozhin y su fuerza Wagner, es una manifestación flagrante de esa debilidad.
El motín de Prigozhin fue extraordinario porque, al final, el desafío al sistema de Putin se produjo íntegramente desde dentro, lo que puso al descubierto su fragilidad. Como el monstruo de Frankenstein que se vuelve contra su creador, Prigozhin, que contó con la bendición de Putin para desplegar su ejército privado, mostró que el sistema podía producir un futuro distinto: uno sin Putin.
Los ciudadanos rusos no se dispusieron a marchar detrás de los hombres de Prigozhin, pero sí lo despidieron como un héroe cuando retiró sus fuerzas de Rostov del Don el sábado por la noche. Aunque no estuviesen dispuestos a renunciar a su relativa seguridad y estabilidad por una guerra civil, muchos rusos anhelan un cambio, una competencia, unas palabras que suenen distintas del discurso oficial de Putin y sus aburridos colegas de traje gris. Populismo, al final. Prigozhin ha representado la voz del populismo y enviado un mensaje contra la élite, a pesar de ser él mismo un producto de ella.
Al final, la alternativa tangible a Putin no provino del sector liberal y democrático, ni de los disidentes y de las organizaciones civiles perseguidas sin piedad por su régimen, sino del mismísimo núcleo del sistema de Putin. Por eso dijo que el motín había sido “una puñalada por la espalda”. Tuvo que ser uno de los suyos quien mostrara las grietas del sistema.
Esas fisuras no expulsarán ahora a Putin del poder. Quizá nunca lo hagan. Pero sí sabe que han quedado al descubierto, al igual que él mismo. ¿Por qué lo sabemos? Porque no ha mencionado ni una sola vez el nombre de Prigozhin en sus discursos desde que surgió la amenaza golpista. ¿Cuál es el otro nombre que Putin no menciona jamás? El del líder de la oposición que representaba tal amenaza que tuvo que encarcelarlo: Aleksei Navalny.