Los haitianos que vivieron en el extranjero durante años han sido devueltos a un país en crisis que apenas reconocen. Algunos dicen que ni siquiera tuvieron una audiencia con las autoridades estadounidenses.
PUERTO PRÍNCIPE, Haití — A los migrantes haitianos les había ido bien. Desde que salieron de su país, hace más de una década, habían construido sus vidas en Chile, Brasil y Panamá. Tenían casas y autos. Tenían trabajos estables como cajeros de banco, soldadores, supervisores de minas, empleados de gasolineras.
Sin embargo, anhelaban la posibilidad de una vida mejor en Estados Unidos, con un presidente que había protegido de la deportación a los haitianos en ese país y que muchos creían que flexibilizaría los requisitos de ingreso. Así que vendieron sus pertenencias, dejaron sus trabajos y sacaron a sus hijos de la escuela. Y se dirigieron al norte.
No obstante, en vez del recibimiento que esperaban, fueron detenidos en la pequeña ciudad fronteriza de Del Río, Texas, donde los deportaron sin previo aviso —a Haití, un país en crisis que muchos ya no reconocen— en medio de una serie de acontecimientos que han hecho que se sientan maltratados y traicionados.
Algunos dijeron que nunca habían hablado con un agente de inmigración. Otros dijeron que los habían engañado porque les dijeron que los iban a liberar o a enviar a Florida y, en vez de eso, los subieron a un avión con destino a Puerto Príncipe, donde aterrizaron el domingo. Algunos llevaban esposas en las manos y grilletes en los tobillos porque protestaron.
“Pensé que Estados Unidos era un país grande, con leyes. Nos trataron muy mal”, comentó Nicodeme Vyles, de 45 años, que vivía en Panamá desde 2003 y trabajaba como soldador y carpintero. “Ni siquiera me dieron una entrevista con un agente de inmigración”.
“¿Qué voy a hacer?”, preguntó, sentado en el pequeño patio de la casa de su hermana menor, a la que vio por primera vez en 18 años después de que la llamó por teléfono, desde el aeropuerto, el domingo. “Ya no conozco este país”.
Vyles y casi 300 haitianos más que aterrizaron el domingo fueron los primeros de entre casi 14.000 migrantes que las autoridades del país esperan que lleguen a lo largo de las próximas tres semanas.
Cuando llegaron los tres primeros vuelos, las autoridades haitianas le suplicaron a Estados Unidos que concediera una “moratoria humanitaria”, pues el país se tambalea tras el asesinato de su presidente en julio y el fuerte terremoto sucedido en agosto.
Sin embargo, el gobierno de Joe Biden, que se enfrenta al mayor número de cruces fronterizos en décadas, ha implementado políticas destinadas a frenar la entrada de inmigrantes. Las deportaciones de haitianos son coherentes con esas medidas, señalaron varios funcionarios este fin de semana.
Alejandro Mayorkas, secretario de Seguridad Nacional de Estados Unidos, dijo el lunes que, si bien Estados Unidos ha extendido la protección para los haitianos que habían llegado al país antes del 29 de julio, los que llegan ahora no están cubiertos por esa medida.
“Nos preocupa mucho que los haitianos que están tomando este camino de migración irregular estén recibiendo información falsa de que la frontera está abierta o que el estatus de protección temporal está disponible”, expresó durante una conferencia de prensa en Del Río, donde miles de haitianos han acampado. “Quiero asegurarme de que se sepa que esa no es la forma de venir a Estados Unidos”.
“Intentar entrar en Estados Unidos de manera ilegal no vale la pena por la tragedia, el dinero ni el esfuerzo”, añadió.
Una portavoz del departamento, Meira Bernstein, no respondió a una pregunta sobre las afirmaciones de que a los deportados les dijeron que iban a Florida.
La claridad en la política de Estados Unidos no le sirve a Vyles ni a otras personas que abandonaron sus hogares hace meses, con la suposición de que Biden revertiría la postura antiinmigración adoptada por su predecesor, Donald Trump. Vyles aún está impactado por su regreso a Haití.
En Panamá se enamoró, tuvo hijos y se convirtió en soldador y carpintero con licencia. Recuerda que ganaba unos 60 dólares al día, un buen ingreso para los estándares de Haití, donde muchos viven sin agua corriente, electricidad ni perspectivas de trabajo y con el miedo constante al secuestro y la extorsión de las pandillas. En Colón, Panamá, en el Caribe, sus hijos iban a la escuela gratis y nunca se sintió preocupado cuando caminaba por las calles, ni siquiera de noche.
Dijo que su novia y su hijo menor vivían en Maryland, bajo la protección especial otorgada a los haitianos desplazados por el devastador terremoto de 2010. Con la esperanza de volver a reunirse con su familia, decidió arriesgarlo todo.
Sacó de la escuela a su hijo de 9 años, Nickenson, que estaba en cuarto grado, y comenzó lo que sería un viaje de tres meses. Atravesaron varios países, vadearon ríos, pasaron un tiempo en una cárcel mexicana y luego en una zanja polvorienta cerca del puente internacional de Del Río.
“Fue la peor experiencia de mi vida”, dijo hablando en un creole oxidado, que salpica con frases en español.
Después de pasar cuatro días detenido en Estados Unidos, un agente que hablaba español le dijo que los iban a trasladar a un lugar menos concurrido y luego los liberarían.
“Pero lo que pasó después es que nos subieron a un avión”, comentó.
Otros dijeron que les habían dicho que los enviarían a Florida, donde también esperaban ser liberados.
“No nos trataron como seres humanos, sino como animales dejados en cualquier lugar”, explicó Aminadel Glezil, de 31 años, desde la casa de su cuñada a quien conoció por primera vez el domingo, cuando regresó a Haití.
Dijo que había vendido su casa en Paine, Chile, junto con todos sus muebles y su coche, para hacer el viaje con su esposa y sus dos hijos hasta la frontera con Estados Unidos.
Cuando lo subieron a un autobús del aeropuerto, rumbo a un avión, se dio cuenta de que estaba siendo deportado, dijo, y comenzó a protestar porque nunca había visto a un funcionario de inmigración y no tenía ninguna orden de deportación. Dijo que fue golpeado por los oficiales y lo esposaron para subir al vuelo.
“No podía creer que un país poderoso como Estados Unidos nos tratara así”, comentó.
Muchos migrantes dijeron que gastaron los ahorros de toda su vida en el arduo viaje, a pie y en autobús, hacia Estados Unidos.
Algunos dijeron que durante su larga travesía por la selva del Darién, a lo largo de la frontera entre Panamá y Colombia, vieron los cadáveres de otros viajeros.
“Vi a un tipo acostado. Pensé que estaba durmiendo. Pero cuando lo toqué, me di cuenta de que estaba muerto”, dijo Claire Bazille, quien dejó la vida que había construido durante seis años en Santiago, la capital de Chile, y viajó durante dos meses cargando a su hijo para llegar a Estados Unidos.
A pesar de recibir miles de millones de dólares en ayuda para la reconstrucción después del devastador terremoto de 2010, Haití es un país peligroso y con grandes crisis políticas.
Las bandas armadas controlan muchas zonas. La pobreza y el hambre se han incrementado. Las pocas instituciones del país están tan poco financiadas que parecen insignificantes, y su Parlamento, con solo once funcionarios electos, se sorprendió este verano por el asesinato del presidente Jovenel Moïse.
Luego, el mes pasado, el sur de la península fue impactado por un terremoto de magnitud 7.2 que ocasionó el fallecimiento de 2200 personas.
Los funcionarios haitianos, sobrecargados de trabajo, recibieron a los repatriados esta semana con una comida de arroz y frijoles, una bolsa de artículos de aseo y la promesa de 100 dólares en moneda haitiana.
“A pesar de los escasos medios que tenemos, hemos decidido acompañar a nuestros hermanos y hermanas que regresan a su país de origen”, dijo el primer ministro interino del país, Ariel Henry, en un video publicado en las redes sociales el domingo por la tarde.
Pero ni siquiera los 100 dólares llegaron como se esperaba: los deportados dijeron que solo recibieron la mitad o una cuarta parte de esa cantidad. El resto llegará a través de una transferencia de dinero, según les dijeron, en cuanto los bancos del país vuelvan a operar.
Desanimados y desconcertados, los migrantes deportados pasaron su primer día tratando de decidir qué harán ahora.
Algunos planean irse tan pronto como puedan y recuperar las vidas que dejaron atrás. Otros dijeron que no tienen más remedio que ganarse la vida en Haití. Por ejemplo, la visa panameña de Vyles expiró en 2012.
Su mayor preocupación es su hijo, que es panameño y no habla creole. Han pasado cinco años desde que vio a su madre en Estados Unidos.
“¿Crees que hay alguna forma de que pueda estar con su madre?”, preguntó.