En 1532, Atahualpa y Francisco Pizarro convergieron en Cajabamba, Perú, para protagonizar un choque de civilizaciones que transformaría a América meridional y a Occidente. El primero con sus fuerzas de retaguardia se dirigía al Cusco para ser investido como único inca luego de derrotar a su medio hermano Huáscar en una guerra civil de tres años. El segundo, en su tercer viaje de conquista, los dos primeros tuvieron lugar en 1524-1525 y 1526-1528, había marchado por el desolado desierto piurano tramontando la fragosa cordillera andina para acudir a la cita histórica.

El flamante emperador del Tahuantinsuyo conocía de los misteriosos blancos barbudos que venían por el mar en casas flotantes desde su aparición, un lustro antes, en la costa norte de su imperio, donde habían efectuado correrías en una serie de poblados en búsqueda de oro, plata y piedras preciosas. Poco después su padre, Huayna Cápac, fallecería de una extraña enfermedad, que se sabría después que fue presumiblemente viruela, una de varias plagas traídas por los españoles.

Captura de Atahualpa por Francisco Pizarro. Óleo de Juan Lepiani que representa la captura de Atahualpa en Cajamarca (1532). Foto: El Universo

Atahualpa tenía vivo interés de conocer a los extranjeros reputados como viracochas, esto es, dioses de ultramar, según una leyenda ancestral de su pueblo. Pero a la vez les temía al conocer el poder de sus armas, que suponían el dominio del trueno y el fuego, como de las bestias que los acompañaban, unos “carneros grandes”, tal como denominaban a los caballos en asimilación a sus llamingos (llamas, vicuñas y alpacas). Más allá de su oferta de paz y alianza perpetua, desconfiaba de sus verdaderas intenciones.

En cambio, Pizarro tenía por segura su vulnerabilidad. Los conquistadores tenían décadas de experiencia en las luchas indianas y conocían bien el concepto de “guerra mágica”, que se resumía a que, caído el general en una batalla, su fuerza se dispersaba al presumir que no gozaba del favor de sus dioses para triunfar. De modo que su desafío se reducía a capturar al emperador y convertirlo en su rehén, tal como había hecho Hernán Cortez con Moctezuma en México.

Superioridad inca

Al avistar Cajamarca, un tambo grande del Cápac Ñan o Camino del Inca, que había sido despejado para la acomodación de los forasteros, la vista fue sobrecogedora. Hacia el oriente, a una legua de distancia (5,5 km) había un gigantesco campamento indígena de 30.000 efectivos, desplegado en torno a los baños termales de Pultumarca, donde el príncipe quiteño descansaba recuperándose, al parecer, de un flechazo en el muslo infligido en una reciente refriega.

La partida de españoles, 164 combatientes, 63 de caballería, 93 de infantería y un puñado de artillería, a más de una treintena de esclavos negros e indios nicaragüenses que servían de porteadores, no parecía representar una amenaza considerando semejante desproporción numérica.

Luego de su acomodación, se despachó a un pelotón de una veintena de jinetes encabezado por los capitanes Hernando de Soto y Hernando Pizarro, hermano del conquistador y segundo al mando, que tuvo por objeto invitar al inca a una cena amistosa con su jefe. De Soto, que era un hábil caballista, hizo unas caracolas para impresionar, terminando los befos del animal soplándole el rostro del anfitrión, que impasible no se mostró intimidado. Quedó pactado el encuentro al día siguiente.

El sábado 16 de noviembre al mediodía hubo movimiento en el campamento de Pultumarca. Lentamente se fue acomodando una procesión con cuadros de vanguardia, flancos y retaguardia, que custodiaban el centro donde una litera de 80 cargadores, enchapada en oro, con su colorido toldo, adornada con plumas de aves exóticas, transportaba a Atahualpa en su trono, con las insignias reales: el llautu, tocado envuelto de trenzas multicolor; la mascapaicha, una borla carmesí que caía en la frente, y un collar de grandes esmeraldas Todos venían con atuendos de gala, exhibiendo la tropa a discreción armamento defensivo de hondas y porras, pero pocas lanzas largas de chonta, quemadas en la punta, que podían herir a los caballos.

Estatua de bronce de Atahualpa en Cajamarca, Perú. Foto: Shutterstock. Foto: El Universo

Ataque de los españoles

Cajamarca era una estancia larga de forma trapezoidal, casi triangular, con apenas dos puertas de acceso por levante y poniente. Dentro de sus muros tenía como principales características un adoratorio de forma piramidal, el ushno o Amaru Huasi (casa de la serpiente), que servía a la vez de residencia eventual del inca o sus orejones, los nobles que tenían por distintivo la deformación lobular de las orejas. Al tiempo, una torre que servía de atalaya donde se emplazaron dos falconetes o canoncillos y tres arcabuces que tendrían por misión abrir el fuego ante la señal convenida.

Estarían ocultos en las barracas tres escuadrones de caballería al mando de Hernando Pizarro, de Soto y Sebastián de Benalcázar, que tendrían por cometido cerrar los pórticos para evitar que el inca escapara. En las patas de los equinos se pondrían cascabeles que harían un ruido aterrador el momento de acometer a la hueste indígena. Habría dos unidades de infantería dispuestas, la principal al mando de Francisco Pizarro que, con una veintena de peones ocultos en el ushno, atacaría en formación de cuña a la litera para derribarla y capturar al rehén.

Con una lentitud pasmosa avanzó la procesión hasta que cruzó el dintel del pórtico de oriente cayendo la tarde. Habiendo ingresado Atahualpa con el acompañamiento de seis o siete mil efectivos, que copaban más de media plaza, llegó sin ver a nadie hasta las inmediaciones del adoratorio. Entonces se paró en el palanquín para reclamar por la ausencia de los blancos barbudos, que afirmó, desafiante, debían estar muertos de miedo.

Atahualpa y Francisco Pizarro en una imagen de la película ‘The Royal Hunt of the Sun’ (‘La caza real del Sol’, 1969), disponible en Amazon Prime Video. Está protagonizada por Robert Shaw como Francisco Pizarro y Christopher Plummer como el inca Atahualpa. Foto: El Universo

Enseguida apareció fray Vicente Valverde, cura dominico con su talar blanquinegro, portando un breviario (libro de rezos) en su derecha y una cruz en la izquierda, junto con el intérprete Felipillo. Con quebradizo aplomo dirigió al inca el llamado Requerimiento, un formulismo legal que comunicaba a los caciques indianos que debían renunciar a sus falsos ídolos y adoptar la fe cristiana, a la vez que debían convertirse en leales súbditos y tributarios del rey de España.

A pesar de la defectuosa traducción, el mensaje básico fue entendido. En medio de la perplejidad, el cura le entregó el libro al inca que equivocadamente quiso abrirlo por el lomo, lanzándolo con furor al suelo a cinco o seis pasos de distancia. Fue el instante en el cual se dio la señal con una bandera y al grito de guerra: ¡Santiago y a ellos!, se abrió fuego de artillería y fusilería, mientras que la caballería irrumpía para atropellar y dispersar al enemigo.

Francisco Pizarro de sobresalto atacó la litera, siendo su principal dificultad que no bien acuchillaban y destripaban a un porteador, otro estoicamente lo reemplazaba. Mientras, al fragor de la pólvora y la estampida de jinetes con lanza al ristre se había producido un desbande de los indios que en su desesperación terminaron apiñados y asfixiados, logrando derribar con su empuje uno de los muros lo que permitió su huida al caer la noche.

En medio de la masacre, que significó la muerte de 2.000 indios, se logró tumbar el palanquín y Pizarro pudo sujetar al inca para someterlo, recibiendo en medio del forcejeo un pequeño corte en la mano que fue la única sangre española derramada en el hecho de armas de dos horas que consumaría la conquista del Tahuantinsuyo. (I)