La radiografía de la economía de Rusia bien podría haberla firmado Vladimir Putin cuando comenzó la invasión de Ucrania hace dos años. Esencialmente, por haberse sobrepuesto a los pronósticos del mercado y sobrevivido sin apenas números rojos -con tan solo un receso del 1,2% en 2022- al doble objetivo de la Madre de Todas las Sanciones como denominó el concilio occidental al embargo exportador. El bloqueo al petróleo y gas siberianos y la suspensión de pagos de Moscú con la prohibición de comercializar en dólares y usar el sistema Swift de transferencias de pagos no ha tenido los efectos esperados.
La resistencia de la economía rusa ha sido encomiable. Máxime si se tiene en cuenta que las hostilidades para controlar el territorio ucraniano continúan plenamente activas, presentan un elevado nivel de incertidumbre sobre el vencedor del conflicto. Rusia se ha desembarazado del estatus de nuevo enfermo económico global que presagiaban algunos analistas.
Tampoco es que el tejido productivo ruso viva en la abundancia. Ni que el éxito acompañe a un ejército que parece, por momentos, más proclive a reducir sus conquistas a la región de Dombás -Lugansk y Donetsk- y a Jersón y Zaporiyia; es decir, del 15% del territorio ucranio.
Pero ni la quiebra financiera ni la suspensión de pagos de la deuda, ni la recesión han irrumpido en este doble combate -militar y económico- en el que Putin ha enfrascado a Rusia. Aun así, otro fantasma, el de la inflación, con un amplio historial de aversión social desde casi el inicio de la Revolución Bolchevique, en 1917, se ha vuelto a manifestar, con registros que coquetean con los dobles dígitos.
El diagnóstico coyuntural ruso deja tanto valores positivos como parámetros negativos.
Entre los primeros destaca un creciente ritmo industrial, que ha pasado del 0,6% en 2022 al 3,5% en 2023 por la activación de la máquina armamentística, que ha contribuido a frenar el impacto de las sanciones de EEUU y de sus aliados y, a la vez, a satisfacer buena parte de la alta demanda de pedidos del ejército ruso. “El negocio bélico se ha adaptado a los vetos externos”, admite el Ministerio de Economía, que no duda en proclamar que Rusia “vive bajo un modelo productivo de guerra” capaz de fabricar motores para buques, aviones de combate y vehículos acorazados o manufacturar utensilios metálicos, eléctricos, informáticos u ópticos.
Sergei Shoigu -el arquitecto económico del Kremlin- afirma que “se ha duplicado el arsenal de misiles de defensa antiaérea y multiplicado por siete el inventario de tanques” y que las cuentas federales seguirán impulsando dotaciones en Defensa “durante el actual trienio” por los masivos ingresos del crudo -a pesar de los intentos del G-7 de interrumpir la industria de guerra rusa con sus topes al precio del barril o de la asunción como socio de la OPEP + de la reducción de cuotas decretada por el cártel- y la afluencia de flujos comerciales con países como Irán o Corea del Norte, que venden material para drones e instrumentales para la industria bélica a empresas rusas como Kalashnikov Concern o Rostec.
A juicio de Shoigu esta estrategia productiva made in Russia contrasta con la permanente ayuda militar y financiera que Kiev demanda de Europa y EEUU.
El alza del 3,6% del PIB ruso en 2023 tiene varios agujeros negros. La intensificación de la industria militar está transfiriendo trabajadores desde otros negocios, lo que ha propiciado una alocada carrera de aumentos salariales que, en los últimos meses, ha disparado los sueldos del sector privado en un 10,5% hasta equipararlos en ocasiones a las onerosas gratificaciones que el Kremlin ofrece por alistarse al ejército.
Las retribuciones a ingenieros, operadores de cadenas productivas, mecánicos o conductores han subido hasta un 20% para corregir la demanda de empleo en sectores ajenos al militar y que se cifra en 2,3 millones con una tasa de paro históricamente baja, del 2,9%. Pero estos datos dejan un rastro preocupante. “La estrategia de reclutar voluntarios con bonus y con pagas largas y garantizadas está diseñada para un conflicto de corta duración” alerta el economista Alex Isakov a Bloomberg. Sin embargo, la prolongación de la guerra “está dejando una espiral de inflación” con una causa original: “la movilización masiva del gasto público a la producción de armas”.
Es el principal dolor de cabeza del banco central ruso para frenar los precios, que cerraron 2022 con un repunte del 13,8% y que en diciembre seguía creciendo al 7,5%. Por ejemplo, los huevos se encarecieron en enero un 61%; el pollo, un 28% o las verduras, un 24% y las predicciones para esta primavera de subidas de precios son del 8,1%. Todo ello pese a los incrementos de los tipos de interés, que han aupado el precio del dinero del 8,5% a 16% en 2023.
En tiempos recientes, la moneda rusa se ha apreciado. En gran medida, para adquirir materiales de producción -propia o importados- con los que satisfacer el 6% del presupuesto destinado a Defensa en 2024, el de mayor calado desde el colapso de la URSS, y la dotación del 5% de estímulos fiscales a hogares y empresas.
El problema de la economía rusa no es de crecimiento. Ni siquiera la inflación o la autarquía que gobierna su sistema productivo. Más bien, encierra un lastre estructural creada por una doble fuga de talento -profesionales de alta cualificación- e inversiones extranjeras, con la salida de un largo millar de multinacionales en 2022. En 2023 se ha dado la huida de un cuarto de billón de dólares de capital de sus centros bursátiles, casi la mitad de los niveles de capitalización previos a la ocupación de Ucrania.
El encarecimiento del dinero, el control del rublo y los ingresos por el repunte en el precio del barril podrían amortiguar los precios. Aunque el trasfondo del asunto es la inamovible estrategia que debe conducir a la victoria bélica al precio que sea. De ahí que sus jerarcas económicos barajen ampliar indefinidamente las restricciones vigentes para sostener la divisa rusa, mientras que sus homólogos monetarios critican la prolongación sine die de una medida con cariz temporal.
Esta supervisión exige a grupos exportadores -entre ellos, los energéticos-, repatriar al menos el 80% de sus ganancias exteriores para suministrar con moneda foránea el mercado doméstico. Y el 90% de esas cantidades deben emplearse en comprar rublos. “Es un remedio efectivo a corto plazo, pero que acabará distorsionando la oferta y la demanda interna”, explica Tatiana Orlova, de Oxford Economics, aunque “evite por momentos la volatilidad monetaria”.
A todo ello, hay que sumar la incertidumbre de un precio del crudo que nutre las arcas federales, que ha sufragado la mitad de los activos líquidos con los que el Kremlin ha costeado la guerra de Ucrania. En un país en el que “solo el capital líquido puede considerarse reserva” porque el resto “suele esfumarse al exterior”, aclara Orlova.
El FMI también muestra preocupación en este punto. Su directora gerente, Kristalina Georgieva, observa una mayor indisciplina fiscal por la “economía de guerra” de Putin. La número dos del organismo multilateral, Gita Gopinath, incide en la peligrosa relación causa-efecto entre gastos militares y transferencias sociales “excesivamente elevados”, También avisa de una economía sobrecalentada con un déficit desbordado y una inflación a la deriva, restricciones de capital humano y tecnológico y prohibiciones globales cada vez más férreas, que generará incertidumbre sobre su dinamismo a medio plazo.
Por si fuera poco, el escenario internacional se ha enrarecido aún más. Con mensajes de aliento desde posiciones ultraconservadoras estadounidenses, bien políticas, como el de Donald Trump animando a Putin a atacar a los aliados de la OTAN que no cumplen con sus gastos de Defensa, o empresariales, como el de Elon Musk y su rechazo a que el Congreso proporcione más ayuda a Ucrania.
Aunque en el terreno económico es donde Putin encuentra más resistencia activa. La UE acaba de desvelar una lista con dos docenas de compañías, entre ellas tres chinas, acusadas de apoyar y suministrar material a Rusia que también incluye firmas serbias, indias o turcas.