Para el biólogo Diego Noriega, las noches en vela empiezan en marzo. Durante la temporada de cría en la Estación Biológica de Chajul, en México, pone el despertador cada dos horas, y cada vez que se despierta va al laboratorio de maternidad con una linterna para preparar la fórmula y saca a las crías de las incubadoras para alimentarlas.
Estos recién nacidos son polluelos de guacamaya roja, a veces de pocos días, todavía desnudos y sonrosados, sin las características plumas rojas, azules y amarillas que les crecerán en las próximas semanas. No son huérfanos, sino rescatados: cuando los cazadores furtivos se acercan a un nido, los científicos extraen los volantones y los crían hasta que pueden volver a la naturaleza.
Aunque las guacamayas rojas viven en toda Latinoamérica, su subespecie mexicana, Ara macao cyanoptera, está en peligro de extinción, pues sólo quedan unos mil ejemplares en libertad. Hubo un tiempo en el que esta llamativa ave pintó de rojo los cielos del país a lo largo del Golfo de México, desde la frontera con Estados Unidos hasta Guatemala.
Pero la selva tropical se ha reducido drásticamente a lo largo de las décadas, y a los guacamayos sólo les queda el 20 por ciento de su área de distribución original. Además de la pérdida de hábitat, estos loros están disminuyendo debido al comercio ilegal de especies silvestres, que saca de su hábitat natural en México a un centenar de ejemplares al año, en su mayoría polluelos.
Desde 2005, Noriega dirige el Programa de Protección, Conservación y Reintegración de la Guacamaya Roja para preservar la mayor población, que sobrevive en la selva lacandona del estado de Chiapas, en la Reserva de la Biosfera de Montes Azules y sus alrededores.
Hasta ahora, el programa, dirigido por la organización sin ánimo de lucro Natura y Ecosistemas Mexicanos (NEM), con sede en Ciudad de México, ha rescatado a 200 polluelos y los ha liberado con éxito en su hábitat natural.
“Cuando los veo volar, me siento orgulloso de haberlo conseguido porque sé que sin nuestra intervención habrían acabado muy mal: en el mejor de los casos, en una jaula en algún lugar; y en el peor, muertas por el camino”, dice Noriega.