Han pasado cinco años y ha habido más de 20 millones de muertes en todo el mundo. El primer caso oficial se produjo en diciembre de 2019. La Organización Mundial de la Salud declaró la COVID-19 una emergencia de salud pública a finales de enero de 2020, el gobierno estadounidense la declaró emergencia nacional el 13 de marzo y todos los estados ordenaron o recomendaron el cierre de las escuelas en algún momento entre el 16 y el 27 de marzo. Lo que siguió fue un trauma: años de mortalidad masiva, infecciones ineludibles y profundas alteraciones, incluso en la vida de las personas relativamente seguras.
La semana que viene publicaré un ensayo en el que reflexionaré sobre a dónde nos llevó finalmente aquel torbellino histórico y mundial, centrado no tanto en la emergencia en sí como en todas las formas, tanto obvias como sutiles, en que un acontecimiento de una mortalidad impensable —incluso increíble— transformó nuestro mundo. Pero hoy solo quiero recordar dónde empezaron las cosas, ya hace media década.
Mi primer indicio llegó a través de Twitter el 31 de diciembre de 2019, cuando vi a la periodista especializada en salud y medicina Helen Branswell advirtiendo de “neumonías no explicadas” en China. Los pasos que seguiría la historia eran, en cierto modo, bastante familiares, ya que Hollywood y la ciencia ficción nos habían enseñado todo sobre las emergencias de salud mundiales y lo que podría hacerse para detenerlas. Pero aunque podía imaginarme fácilmente una pandemia en la pantalla, realmente no podía creer que acabaríamos viviendo una, así de arraigadas estaban mis intuiciones de que las plagas eran —al menos en el mundo adinerado— cosa del pasado. Oyera lo que oyera a los científicos sobre los riesgos de tal o cual brote futuro, yo vivía firmemente en la negación epidemiológica.
Dos meses después, en los primeros días de marzo, acabé cenando con un viejo amigo que me contó que él y su padre recientemente habían hecho una apuesta casual sobre al final cuántos estadounidenses morirían de la enfermedad. Su padre había apostado que el total sería inferior a 100.000; mi amigo pensaba que más. “¿Tú qué crees?”, me preguntó. Hice una pequeña mueca. “Yo apostaría más de un millón”, dije.
Me acordé de todo esto hace poco al leer sobre una apuesta similar que el escritor y conductor de pódcast Sam Harris dijo que había hecho con su antiguo amigo Elon Musk al principio de la pandemia. (Es desagradable, pero quizá esclarecedor, darse cuenta de cuántos respondieron a las noticias aterradoras con apuestas al respecto). La intuición de Musk era que todo el asunto desaparecería. El 19 de marzo de 2020, tuiteó que “según las tendencias actuales”, el país se dirigía a no tener nuevos casos para finales de abril, y apostó con Harris a que el brote produciría menos de 35.000 casos en total. Cuando el recuento oficial de muertes por covid superó los 35.000 en abril, Harris escribió a Musk para preguntarle, con descaro, si eso significaba que había ganado la apuesta. Musk no respondió. De hecho, según el relato de Harris, ese fue el final de su amistad y el momento en que vio a su antiguo camarada desaparecer en una especie de realidad alternativa.
En la actualidad, la cifra oficial de muertos por covid en Estados Unidos asciende a 1,22 millones. Los recuentos de exceso de mortalidad, que comparan el número total de muertes por todas las causas con una proyección de lo que habrían sido sin la pandemia, son un poco más altos: alrededor de 1,5 millones.
En otras palabras, los alarmistas se acercaron más a la verdad que nadie. Eso incluye a Anthony Fauci, quien en marzo de 2020 predijo entre 100.000 y 200.000 muertes en Estados Unidos y fue calificado de histérico por ello. Lo mismo ocurrió con el científico británico Neil Ferguson, cuyo modelo del Imperial College sugería que la enfermedad podría acabar infectando a más del 80 por ciento de los estadounidenses y matando a 2,2 millones de nosotros. Afortunadamente, el país se vacunó en masa mucho antes de que se infectara el 80 por ciento, pero ya en marzo de 2020 Donald Trump y Deborah Birx (quien ayudó a dirigir la respuesta a la covid de la Casa Blanca) parecían referirse a la cifra de Ferguson para atribuirse el mérito de haber evitado más de dos millones de muertes, un éxito que adjudicaron explícitamente a las directrices de resguardarse en casa, al cierre de empresas y las restricciones de viaje.
Cinco años después, aunque el mundo ha quedado marcado por todas esas muertes y enfermedades, se considera histérico narrar la historia de la pandemia centrándose en eso. Aquellos que minimizan la covid y los escépticos de las vacunas ahora dirigen las agencias de salud del país, pero la reacción no es solo de la derecha. Muchos estados le han atado las manos a las autoridades de salud pública a la hora de hacer frente a futuras amenazas pandémicas, y se han implantado prohibiciones de mascarillas en estados tan demócratas como Nueva York. Todo el mundo tiene una queja sobre cómo se gestionó la pandemia, y muchas de ellas son legítimas. Pero nuestros recuerdos están tan deformados por la negación, la represión y la sublimación que el revisionismo de la covid ya ni siquiera puede considerarse noticia. Cuando me encuentro con un intercambio como este del fin de semana pasado, en el que Woody Harrelson llamó malvado a Fauci en el programa de Joe Rogan, o este del año pasado, en el que Rogan y Tony Hinchcliffe le atribuyen casualmente un aumento del exceso de mortalidad y la mortalidad general a las secuelas de la vacunación, ni siquiera me inmuto.
Para que quede claro, su sugerencia es espuria. (Irónicamente, las vacunas son la razón por la que podemos siquiera considerar tal especulación). En algunos países donde la vacunación fue más universal que aquí, como en el Reino Unido, las vacunas de hecho pusieron fin a la emergencia pandémica. Y como escribí hace dos años, la mortalidad total a lo largo de la pandemia ha seguido tan de cerca las oleadas conocidas de covid —aumentando cuando los casos también aumentaban, disminuyendo cuando la enfermedad también retrocedía— que resultaba deshonesto pretender que la mortalidad “inexplicable” se debía principalmente a algo distinto de la propia enfermedad. Los opositores estadounidenses han señalado a menudo a Suecia para sugerir que era posible una alternativa menos agresiva, pero incluso el arquitecto de esa política, quien debe su renombre mundial a la historia del excepcionalismo sueco, ha pasado el quinto aniversario subrayando, entre otras lecciones, lo similar que fue el enfoque de su país al del resto del mundo.
La respuesta a la pandemia no fue perfecta. Pero la pandemia en sí fue real, y severa. Sobre todo, puso de manifiesto nuestra vulnerabilidad: biológica, social y política. Y tras la emergencia, los estadounidenses han mirado en gran medida hacia otro lado, eligiendo ver la experiencia no tanto en términos de muerte y enfermedad, sino en términos de histeria social e incluso de extralimitación de la salud pública. Para muchos, la lección principal fue que el mundo de los humanos, como el de los microbios, es despiadado.
Pero las consecuencias y las repercusiones también fueron más sutiles y difusas: no es fácil vivir aislados y con miedo, a menudo en línea gran parte del tiempo y rodeados de una enfermedad y una mortalidad excepcionales, mientras veíamos cómo se suprimían o desgarraban aspectos del mundo y de nuestras propias vidas que durante mucho tiempo habíamos dado por sentados. Y no es fácil superar todo eso, por muy ansiosos que creyéramos estar de “volver a la normalidad”. Vivimos la cantidad de muertes que predecían algunos de los peores escenarios, y sin un espasmo inicial de solidaridad inspiradora y milagrosa intervención biomédica, podría haber sido peor. Pero cuando emergimos al otro lado —un millón y medio menos de nosotros— estábamos, como país, agotados, resentidos, engañados y desconfiados. Gran parte del mundo en el que ahora vivimos se formó en ese crisol. Escribiré más sobre ello la semana que viene.