Fermín Goñi reconstruye en una novela la última batalla imperial del ejército español, escasamente abordada en los libros de historia españoles y abordada en los hispanoamericanos desde la hipérbole
Hace casi un siglo, dos condes franceses escribieron un libro sobre Perú con anotaciones referidas a la figura de la rabona, protagonista de las guerras de independencia hispanoamericanas (1809-1829) y de la derrota de España en la batalla de Ayacucho, que emancipó al país andino y aceleró la creación de nuevas repúblicas en América del Sur. A la alcurnia viajera le asombró el despliegue mujeres y niños en los ejércitos peruanos. Caminaban en medio de las largas filas de soldados y monturas y arreaban recuas con bagajes y provisiones, obtenidas a lo largo de las trochas hacia el campo de batalla.
Eran la infantería imprescindible, las compañeras de los soldados, a los que seguían en travesías agotadoras con hijos colgados de la teta o de la saya. Maltratadas frecuentemente, no probaban bocado mientras su pareja no tuviera a bien compartirlo. En Peregrinaciones de una paria (1838), la feminista francesa de ascendencia peruana Flora Tristán admiró su resistencia: descargan mulas, arman tiendas, amamantan, acuestan, encienden fuegos, cocinan y se arrojan como leonas sobre las aldeas cercanas exigiendo víveres para el ejército. Si no los había, el magro de las bestias de carga saciaba el hambre.
La rabona Flora Barros es personaje relevante en Un día de guerra en Ayacucho (Fondo de Cultura Económica), última novela del periodista, escritor y americanista Fermín Goñi, que recrea la batalla del 9 de diciembre de 1824 entre las tropas del virrey José de la Serna y los pendones bolivarianos de Antonio José de Sucre: 14.000 combatientes, 13.700 americanos, mayoritariamente indios y mestizos, y el resto, españoles peninsulares. Un encarnizado combate de picas, fusiles, machetes, sables y cañonazos, por la monarquía, por la independencia o por el que venza, porque numerosos alistamientos fueron forzosos.
Años antes del choque a degüello con los regimientos emancipadores, las rebeliones en América habían contribuido al colapso del absolutismo en España, la sublevación de Riego, el trienio liberal (1820-1823) y la reordenación del Ejército por el constitucionalismo liberal, a fin de frenar su tendencia a intervenir en política. Las pugnas entre absolutistas y liberales dividieron a la oficialidad en todos los frentes y retrasaron el envío de refuerzos al virreinato del Perú, cuyas guarniciones quedaron descalabradas tras la derrota realista en la pampa ayacuchana.
Fermín Goñi ha escrito sobre lo que le hubiera gustado leer y no pudo encontrar acerca de la última batalla imperial del ejército español, inexistente en los libros de historia de España y abordada en los hispanoamericanos desde la hipérbole y el saboreo, sin mayores honduras sobre la circunstancia y ánimo de los contendientes en un país desarticulado por el racismo, la miseria y la dominación colonial. Después de un careo de años con sabios y archivos, de quemar suelas por la agreste orografía andina, el autor acomete una cabal restauración de las penalidades físicas y sentimentales sufridas por los expedicionarios, abundantes durante los mil kilómetros de acechante recorrido hasta el teatro de operaciones: la planicie de Quinoa y las laderas del Condorcunca, a 4000 metros de altura.
El diálogo de la derrota entre José de la Serna y uno de sus generales es elocuente:
―Excelencia, hoy nos han dado duro… Más de 1.400 soldados y oficiales muertos. Tenemos que capitular. Los vivos están o en desbandada o sin ánimo de hacer nada.
―Procedan como lo que son, militares del Ejército Real del Perú, pero no firmen nada que afecte al honor o a la patria.
La preparación y desarrollo del combate son rigurosamente reconstruidos en Un día de guerra en Ayacucho, que cierra la trilogía del autor Los sueños del libertador y Todo llevará su nombre. El general rebelde Guillermo Miller (1795-1861), al frente de una caballería montonera que alanceó hasta romper las astas, apuntó en los dos tomos de sus memorias que los mandos virreinales exigían como deber lo que la jefatura patriota recibía de grado. “Presentándose los realistas como opresores, la población se enajenaba de ellos, les negaba sus auxilios y los forzaba a medidas severas que degeneraban con la mayor facilidad en tiránicas, y aún bárbaras”.
Agrestes elevaciones fueron escenario de una suerte guerra civil entre americanos, entre las levas de campesinos quechuas, aimaras, mestizos y criollos del virrey, y los quechuas, aimaras, mestizos y criollos de Sucre, con pelotones de vecinos y allegados frente a frente en la contienda. No en vano, el general español y memorialista Andrés García Camba (1793-1861), herido en la batalla, admitió en sus partes que pocos soldados eran confiables, y mucho menos los presos excarcelados para empuñar las armas. Un coronel peruano testimonió que hubo quienes se cortaron los tendones de las corvas y el de Aquiles para evitar su reclutamiento.
Fermín Goñi ha escrito un libro de acción, de héroes y heroínas, también de intrigas y cábalas castrenses, desde la distancia del relator y su vocación latinoamericanista. La batalla de la catarsis libertadora, tres horas y más de 2.000 muertos, comenzó con la equivocada carga a bayoneta calada de un batallón realista que desguarneció los flancos y permitió al enemigo contraatacar ventajosamente y diezmar las desmotivadas filas monárquicas, que no solo no se batieron retirada sino que arrollaron a quienes trataron de impedirla.
El virrey fue herido, hecho prisionero y liberado, y el estratega Antonio José de Sucre, nombrado gran mariscal de Ayacucho. La historia siguió su curso. Hace 200 años se proclamó la independencia de Perú, solo posible tras la rotunda victoria bélica, que reverberó en México, Centroamérica y las Antillas y consolidó el proceso emancipador iniciado en Venezuela y Argentina por Bolívar y San Martín, y continuado en Chile, Colombia, Ecuador y Bolivia.
La historia de la capitulación de un ejército con más de tres siglos de presencia en la América meridional corresponde a los biógrafos militares, difícilmente interesados en el viacrucis de la rabona Flora Barros y de su marido, el patriota Felipe Reyes, abordado en la novela con una humanidad contagiosa.
Tomado: de El País