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Internacional

Me fui de Ucrania hace dos décadas. Y no podré volver al país que no fue

La periodista Margaryta Yakovenko tiene casi 30 años y su país, Ucrania, 31. En esta crónica cuenta cómo viven su generación y su familia estos días de tensión

MARGARYTA YAKOVENKO

Tengo casi la misma edad que el país en el que nací. Ocho meses después del desmoronamiento del imperio soviético, yo nacía en un hospital estatal con la hoz y el martillo cincelados sobre la entrada principal. En la fachada de la maternidad empezaban a faltar algunos azulejos verdes. Como la boca de una vieja desdentada, los agujeros por los que se veía el oscuro cemento eran el síntoma más claro de que la decadencia comenzaba a anegar un mundo que antes se creía glorioso. Treinta años después, el edificio de maternidad está en ruinas. Treinta años después de la creación de Ucrania, los ucranios siguen esperando una nueva época gloriosa que nunca acaba de llegar.

Nací a pocos kilómetros de la nueva frontera que separaba Ucrania de Rusia, en una casa en la que se hablaba el ruso como idioma principal. Al igual que la familia de muchos ucranios, la mía era mixta. Unos abuelos con nacionalidad rusa, otros con nacionalidad ucrania, todos tenían claro que su verdadera identidad era ser soviéticos. Una identidad de pronto obsoleta.

De mi infancia conservo un recuerdo gris. En los noventa, Ucrania se movía entre una economía de mercado agresiva y una inflación desbocada que hacía desaparecer los ahorros de mis padres como si fueran los billetes mágicos con los que Volant llena los bolsillos de los espectadores en El maestro y Margarita, la novela de Mijaíl Bulgákov. Un día estaban, al siguiente eran simples papeles con los que no podías comprar ni una barra de pan. En el frigorífico nos sobraba espacio. En el armario nos sobraban perchas. Por la televisión anunciaban constantemente coca-colas y chocolatinas occidentales recién importadas a nuestro mundo, pero nadie tenía dinero para pagarlas.

Esos primeros años de democracia en Ucrania fueron claves para que el país pasase de ser una autocracia a una oligarquía en la que los magnates se turnaban en el Gobierno después de convencer al pueblo de que sí, esta vez sí, un nuevo millonario los sacaría de la miseria. Quizá Viktor Yanukóvich y Petró Poroshenko sean los oligarcas más flagrantes. El primero, desahuciado del Gobierno en las protestas de 2013, tenía una mansión con grifería de oro mientras que la pensión mínima en el país era de unos 40 euros mensuales. El segundo, que accedió al cargo en 2014, es conocido como “el rey del chocolate” y aparece en los Papeles de Panamá por tener una compañía offshore en las islas Vírgenes Británicas cuando Ucrania no solo vivía su peor momento económico, también empezaba una guerra que ya dura ocho años. El primero está en busca y captura por traición. El segundo fue juzgado por traición hace dos semanas.

Llevo viviendo en España desde 1999, año en el que mis padres decidieron emigrar huyendo de la pobreza, la corrupción y la falta de esperanza. En estos años he aprendido a observar desde la distancia un país que resulta incomprensible al primer vistazo. Un país en el que convergen tres Iglesias (la católica, la ortodoxa de Ucrania y la ortodoxa rusa), dos idiomas (el ucranio y oficial y el ruso, relegado a lengua doméstica desde 2014) y varias visiones del mundo (una europeísta y pro-OTAN, una prorrusa y la siempre tercera vía de los que se debaten entre la apatía y el hartazgo). Verano tras verano, viajar al país en el que nací para reencontrarme con mi familia ha pasado de ser un evento festivo a un evento doloroso. Ucrania, tan bella desde la ventana de un tren, con esos campos dorados y el cielo azul en verano, y al mismo tiempo tan terrible, tan envenenada su tierra fértil, tan ultrajada la confianza de sus habitantes. Un lugar al que quiero tanto y al que sé que nunca más podré volver.

Durante 30 años los ucranios han vivido en una montaña rusa. Un loop de pobreza seguido de una subida al pico de la inflación seguida de una caída a los bajos fondos de la corrupción. Y de pronto, a mitad de la carrera, se han encontrado con que su vagoncito iba rodeado de granadas y las vías estaban salpicadas de sangre. Desde 2014 hasta hoy en Ucrania han muerto 14.000 personas en una guerra entumecida; hay 1,5 millones de desplazados y Crimea ha sido anexionada por Rusia en un referéndum que ningún país democrático considera como legal. Al mismo tiempo, dos de las regiones más prósperas del país están ahora mismo en un limbo administrativo: no son ni rusas ni ucranias. Existen y al mismo tiempo son un agujero negro informativo del que no sabemos prácticamente nada.

Desde el estallido de la guerra de 2014, los ucranios viven con la sensación de estar encima de un volcán. En las últimas semanas la situación se ha vuelto insoportable. Los medios occidentales se llenan de titulares en los que la explosión del conflicto parece inminente. Los medios rusos achacan a que es EE UU el que está provocando a Rusia al intentar expandir la OTAN “demasiado cerca” de sus fronteras, lo cual es, automáticamente, considerado una provocación. Y entonces vemos cómo la UE y EE UU y Rusia se sientan a debatir sobre el futuro de un país que los tres dicen que es soberano y democrático, pero que nadie toma lo bastante en serio como para siquiera cederles una silla en la mesa de debate.

Ucrania no está llena de esperanza porque ahora tenga armas nuevas regaladas por EE UU y el Reino Unido ni tampoco muerta de miedo ante la acumulación de tropas de Putin en su frontera. Cuando llamo a mi familia y les pregunto por la situación en la que viven, las respuestas siguen siendo las de siempre: “Estamos igual de mal que siempre, quizá un poco peor que ayer”. O: “¿Qué guerra va a empezar? ¡Si la guerra nunca terminó!”. Es un pueblo condenado al abismo.

Lo que los ucranios quieren es que se respete su soberanía. Por lo que los ucranios rezan es porque no haya más derramamiento de sangre, no más soldados con Kaláshnikovs en la cola del súper, no más tanques en las calles. Un país en esa situación económica no lo podría resistir. Una población tan minada mentalmente desde hace 30 años ya no tiene proclamas nacionalistas con las que llenarse el estómago.

Hay una frase en ruso que solemos decir cuando solo nos queda la resignación: Joteli kak luchshe a poluchilos kak vsegda. “Quisimos hacerlo lo mejor posible, salió como siempre”. Y como siempre, estamos ya acostumbrados a que salga mal, pero seguimos pensando que la época gloriosa que nos prometieron está a punto de llegar.

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