El expresidente cubano cumple 91 años en junio. Sigue activo, pese a no tener ya cargos políticos. Es el último sobreviviente de la Guerra Fría
En los 12 meses largos que lleva apartado de la primera línea política, Raúl Castro, sin embargo, nunca ha dejado de estar, y de ningún modo puede considerársele un expresidente jubilado pese a que en junio cumplirá 91 años. Al día siguiente de las masivas protestas del 11 de julio de 2021, asistió a la reunión extraordinaria que realizó el Buró Político del PCC para analizar lo sucedido, y cinco días después participó, vestido con su uniforme de General de Ejército, en un “acto de reafirmación” en el malecón arropando a Díaz-Canel y los principales dirigentes del Gobierno.
En su última aparición pública, hace días, en el desfile por 1 de mayo, Raúl mostró que seguía al tanto de lo fundamental y en especial del “trabajo de las nuevas generaciones que están dirigiendo el Partido”, empezando por el presidente Miguel Díaz-Canel, su apuesta personal para garantizar la continuidad del sistema político cubano. “Está trabajando muy bien y bastante, a veces más de la cuenta”, afirmó.
Después de medio siglo manejando la sala de máquinas de la revolución y asegurando su logística, y de 10 años más como jefe del país y del PCC tras la enfermedad de Fidel, para Raúl Castro que el socialismo cubano sobreviva a sus líderes históricos es quizás su la última gran misión y uno de los mayores desafíos.
Su salud aparentemente es buena, la llamada Oficina del General de Ejército continúa activa y él sigue informado de las reuniones más relevantes del PCC y del Gobierno y opina. Y sus opiniones obviamente pesan, aseguran veteranos que han trabajado junto a él, que señalan que “a nadie se le ocurriría no consultarle las decisiones clave”.
Ciertamente, no puede comprenderse lo ocurrido en Cuba desde 1959 sin la figura de Raúl, quizás el último gran sobreviviente de la Guerra Fría y de la política internacional de la segunda mitad del siglo XX. Si Fidel fue el fundador, el carisma y el motor de la revolución, Raúl fue su principal garante y valedor desde su puesto al frente del Ejército y del día a día político del partido comunista. Según el exanalista de la CIA Brian Latell, autor de la conocida biografía Después de Fidel: la historia secreta del régimen de Castro y quien lo sucederá, Raúl Castro fue el único dirigente “verdaderamente indispensable del régimen”, sin el cual Fidel no hubiera podido gobernar durante décadas, pues él se ocupó de que el engranaje funcionara más allá de los sueños y voluntades de su hermano.
Otro analista de inteligencia, Nikolai Leonov, de los servicios de inteligencia soviéticos (KGB) y recientemente fallecido, recuerda en otro libro que Raúl asumió el peso de las estratégicas relaciones con la ex Unión Soviética durante 30 años, y que estuvo en la primera línea de fuego en los momentos más delicados, como cuando en 1989 un juicio por narcotráfico contra el general Arnaldo Ochoa y otros altos mandos militares hizo temblar los pilares del Estado.
Durante la crisis del Periodo Especial, mientras el país se ahogaba y apretaba el hambre, el sempiterno ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (entre 1959 y 2008) fue quien asumió personalmente la tarea de convencer a la burocracia partidista de la necesidad de reabrir los mercados agropecuarios, regidos por la ley de la oferta y la demanda, una reforma que los más ortodoxos veían con recelo y como una concesión al capitalismo. “Los frijoles son tan importantes como los cañones”, dijo Raúl Castro en una de aquellas reuniones cerrando de ese modo el debate. Y la frase se hizo famosa.
Educado en los jesuitas como Fidel, bregado junto a él en las luchas revolucionarias en la Universidad de La Habana, Raúl estuvo en todos los hitos de la revolución: en el asalto al Cuartel Moncada (1953), en el desembarco del yate Granma (1956), en la lucha de la Sierra Maestra (1956-1958), y también en la invasión de Bahía de Cochinos (1961) y la Crisis de los Misiles (1962), en ambos casos como jefe militar de la región oriental del país. Tras la desaparición del campo socialista, en los noventa, Raúl apostó por desarrollar el sector privado como modo de ayudar al país a salir de la crisis. Antes había experimentado con éxito el llamado “sistema de autogestión empresarial” en las corporaciones e industrias militares, una fórmula que daba mayores incentivos a los trabajadores y más autonomía a la dirección de las empresas buscando más eficiencia económica.
“Si Fidel en todas las circunstancias ha sido el comandante en jefe, Raúl se mantuvo siempre como jefe de su Estado Mayor”, concluyó Leonov al hacer el perfil del menor de los Castro, su amigo desde 1953, del que resaltó como una de sus principales cualidades su “pragmatismo para gobernar”.
Cuando le tocó hacerlo, en 2008, tras la renuncia de su hermano, Raúl siguió con su política de cambios económicos y emprendió una singular ofensiva para acabar con lo que llamó “prohibiciones absurdas” y “gratuidades indebidas”. Gracias a ello, los cubanos por fin pudieron hospedarse en los mismos hoteles que los turistas extranjeros, comprar ordenadores, tener móviles, vender sus casas y coches, y poco a poco empezó a extenderse en la isla el uso de internet, además de eliminarse la humillante ‘tarjeta blanca’, o permiso de salida, obligatoria para cualquier cubano cuando viajaba. Paralelamente, el nuevo presidente comenzó a desmontar todo el andamiaje de subsidios, plantillas infladas y ayudas económicas a empresas no rentables que durante décadas apuntalaron el sueño de una sociedad igualitarista de Fidel.
A diferencia de su hermano mayor, que durante la crisis de los noventa autorizó el trabajo por cuenta propia pero siempre lo consideró un “mal necesario” y lo asfixió cuando pudo, Raúl lo impulsó con más audacia. En 2008, había en Cuba unos 150.000 cuentapropistas; hoy los trabajadores autónomos son más de 600.000, el 13% de la población activa, y existen en el país alrededor de 3.000 pequeñas y medianas empresas privadas. Según prestigiosos economistas cubanos, las transformaciones que él impulsó fueron importantes pero insuficientes y lentas, siguiendo el lema raulista de trabajar “sin prisas pero sin pausa”.
Consciente de que el carisma de su hermano y su forma de ejercer el poder eran inimitables, desde que llegó al Palacio de la Revolución, Raúl designó al Partido Comunista como “único digno heredero de Fidel” y promovió una forma de gobernar colegiada, acabando con el personalismo y reforzando la institucionalidad. Raúl Castro dedicó al principio un tiempo considerable a “forjar consensos” y a que los Consejos de Estado y de Ministros recuperaran el protagonismo perdido, ya que en época de Fidel muchas decisiones importantes se decidían en el despacho del líder con un reducido grupo de colaboradores.
En sus diez años al frente del Gobierno (2008-2018), nada cambió sustancialmente en lo político: Cuba siguió siendo un país de partido único, de sistema estatista y planificación central, sin espacios para la disidencia. Las reformas económicas sí avanzaron pero con vaivenes, y en más de una ocasión el propio Raúl Castro clamó contra la “vieja mentalidad” instalada en lo más oscuro del funcionariado, pidiendo que no se siguieran poniendo palos en la rueda de los cambios y que se “destrabasen las fuerzas productivas”.
O no pudo, o no quiso, o no lo logró. Pero lo cierto es que Raúl dejó abierta la senda de la apertura económica, aunque también definió sus límites antes de dejar el cargo de primer secretario del PCC, al pronunciar su último discurso en el VIII Congreso de dicha organización, en abril de 2021. Acababa de ampliarse significativamente el número de actividades laborales privadas que podían ejercer los cubanos y estaba a punto de aprobarse la ley de Pymes, y desde diferentes tribunas se demandaba el ejercicio privado de profesiones como la arquitectura o la abogacía, y el fin del monopolio estatal sobre el comercio exterior.
Raúl Castro fue tajante, dijo que por ese camino en poco tiempo se iniciaría “un proceso de privatización que barrería los cimientos y las esencias de la sociedad socialista construida a lo largo de más de seis décadas”, y dejó el siguiente mensaje a sus sucesores: “Son estas cuestiones que no pueden prestarse a la confusión y mucho menos a la ingenuidad por parte de los cuadros de dirección y los militantes del Partido. Hay límites que no podemos rebasar porque las consecuencias serían irreversibles y conducirían a errores estratégicos y a la destrucción misma del socialismo y por ende de la soberanía e independencia nacionales”. Toda una hoja de ruta que supuso un jarro de agua fría para los sectores de la sociedad más reformistas.
Momento clave de su presidencia fue la negociación de la normalización de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos con Barak Obama, algo que no había sido posible con Fidel. En 2016 Raúl Castro recibió en la isla la visita del expresidente norteamericano, un viaje de gran simbolismo, pero enseguida llegó Donald Trump a la Casa Blanca y el acercamiento voló por los aires. Sin duda, dejar arreglado el viejo diferendo entre ambos países hubiera sido un legado importante para sus sucesores. No pudo ser. Antes de marcharse, fue iniciativa suya establecer un límite máximo de dos mandatos de cinco años para los altos cargos, que en el caso de Díaz-Canel se cumplen en 2029 (en la presidencia) y en 2031 (como secretario del PCC). Para entonces, quizá se sepa qué pasó con la última misión de Raúl Castro.