Tras cada matanza, resucita la necesidad de actuar legislativamente para detener la epidemia de los tiroteos masivos, sin lograr solución alguna
Los tiroteos masivos son una parte tan consustancial a la vida estadounidense que hasta tienen sus propias reglas. Para que compute en la estadística, un suceso de estas características tiene que causar la muerte de al menos cuatro personas, sin contar al tirador, y que además estos no sean miembros de la misma familia. En lo que va de año, se han producido unos 200 tiroteos masivos en el país.
Hasta el martes, el más grave de 2022 había sido el del sábado 14 de mayo en Búfalo, cuando un joven supremacista blanco de 18 años llamado Payton Gendron disparó a 13 personas en un popular supermercado del este de la ciudad del Estado de Nueva York. Mató a 10 personas, todas afroamericanas. Ese récord ha tardado 10 días en batirse en la localidad tejana de Uvalde, donde Salvador Ramos, también de 18 años, ha asesinado en una escuela a al menos 19 niños, alumnos de una escuela de primaria, y a dos adultos, dos profesoras. A diferencia de Gendron, el tirador fue abatido por los agentes, según han informado las autoridades.
Cuando una tragedia así ocurre, se reabre algo artificialmente el debate sobre el control de armas en un país en el que el derecho a portarlas está garantizado por la Segunda Enmienda de la Constitución. Con el 4% de la población mundial, Estados Unidos posee casi la mitad de las pistolas y fusiles registrados del planeta (393 millones, de un total de 857 millones). También es habitual que se haga viral un artículo de la revista satírica The Onion que lleva por título “No hay manera de prevenir esto”, en el que se explica que EE UU es la única nación en la que esto pasa regularmente.
Tal vez la ironía sea la manera, a falta de otra más cabal, de enfrentarse a un drama recurrente que los legisladores en Washington no parecen dispuestos a atajar (lo que es seguro es que no son capaces). Tras la última matanza, en el Capitolio se espera un ritual que se repite cada vez. Unidos en un duelo colectivo que llena horas de televisión, los demócratas expresarán su indignación, dirán que algo así no puede volver a pasar y anunciarán iniciativas para poner coto a la epidemia de la violencia armada. También habrá algunas negociaciones con los republicanos más proclives a revisar la ley. Seguramente, acabarán sin acuerdo.
Y no están solos. La encuesta más reciente de Gallup sobre el tema concluyó que solo un 52% de los estadounidenses cree que las leyes sobre posesión de armas de fuego deberían endurecerse. En 2018, esa cifra ascendía al 67%. Nunca desde 2014 los números habían sido tan bajos.
En el ciclo incesante de la violencia en este país, las eras se miden por los eventos que dejan una huella mayor en el subconsciente colectivo. Estados Unidos vive aún, según ese razonamiento, bajo el influjo de la matanza en la escuela primaria de Sandy Hook, en Newtown, Connecticut (que sucedió a la del instituto en Columbine, en 1998). En diciembre se cumplirán 10 años de aquello. Entonces, Adam Lanza, de 20 años, mató a 26 personas; 20 de ellas eran niños de entre seis y siete años. El resto, trabajadores del colegio.
De aquel dolor salió un proyecto de ley para aumentar el control de armas, que no logró el apoyo de 46 de los 100 miembros del Senado. Para un cambio legislativo de estas características son necesarios 60 votos a favor, en virtud de la maniobra de obstrucción parlamentaria conocida como filibusterismo, que equilibra hasta la parálisis la capacidad de acción de ambos partidos. Aquella iniciativa corrió a cargo de los senadores Joe Manchin III (demócrata, de Virginia Occidental) y Patrick J. Toomey (republicano de Pensilvania).
Desde entonces, según Gun Violence Archive, una organización sin filiación partidista dedicada a monitorizar la violencia en el país, se han producido 3.500 tiroteos masivos. En escuelas como la de Newtown (Connecticut, 2012), la de Parkland (en Florida, en 2017) o la de este martes en Uvalde (Texas), sí, pero también en iglesias en vecindarios de mayoría afroamericana (Charleston, Carolina del Sur, 2015), discotecas gais (Orlando, 2016), festivales de música (Las Vegas, 2017), sinagogas (Pittsburgh, 2018), supermercados (El Paso, 2019 y Búfalo, 2022), o negocios de masajes asiáticos (Atlanta, 2021). La matanza más mortífera del año pasado se produjo en Boulder, Colorado. Se llevó por delante la vida de 10 personas.
Nada resulta suficiente para que las leyes estadounidenses cambien. Ni siquiera que el inquilino de la Casa Blanca cuente con un historial proclive al control de armas. En 1994, cuando era senador por Delaware, Joe Biden promovió una norma que prohibía las armas de asalto (como la empleada por el muchacho de la masacre de Búfalo de la semana pasada) y los cartuchos de gran capacidad. La firmó Bill Clinton, y estuvo en vigor hasta 2004, cuando George Bush hijo la dejó caer. Cada vez que se produce una desgracia como la del martes, Biden recuerda que es posible hacer algo (aquello redujo el número de tiroteos masivos, aunque no cayeron significativamente los muertos). El martes pasado en Búfalo se lo dijo a las familias de las víctimas de la matanza del supermercado.
Ese mismo día, la fiscal general de Nueva York, Letitia James recordó en una conversación con EL PAÍS que uno de los grandes problemas para sacar una legislación adelante contra las armas es que la industria que las fabrica se encuentra entre las más poderosas, y emplea millones de dólares en ejercer presión en Washington.
No parece que vayan a dejar de hacerlo. La Oficina de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos acaba de publicar un informe que establece que, entre 2010 y 2020, la producción de armas se ha duplicado de año en año. Y la pandemia no ha hecho sino empeorar las cosas: con los índices de criminalidad en alza en las grandes ciudades, en 2020, batieron un récord histórico, con 22,8 millones de unidades vendidas en Estados Unidos. El segundo mejor año fue 2021. Otra de las grandes paradojas es que eso no ha contribuido a hacer del país un lugar más seguro.