Con una inflación acumulada del 11,7% y sin una política pública de viviendas asistidas, la tendencia es que la situación empeore en los próximos meses. Por lo pronto, unos 33 millones de brasileños pasan hambre, según datos oficiales.
Es un incremento de 14 millones de personas con respecto al último informe realizado en 2020, lo que supone un crecimiento de 7,2%.
Hoy el hambre en Brasil está en el mismo nivel de los años 90. Es un retroceso de 30 años, algo muy grave cuando se tiene en cuenta que en 2014, durante el Gobierno de Dilma Rousseff, el país tropical consiguió salir del Mapa del Hambre de la FAO, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura. En 2018 Brasil volvió a ser incluido en esta estadística, un hecho sin precedentes en la historia de este organismo de la ONU.
“Es la crisis que estamos viviendo, que se ha visto agravada por la pandemia. El número sin techo aumenta en São Paulo por encima del crecimiento demográfico de la ciudad. Eso es espantoso”, señala Júlio Lancellotti, un cura católico que sirve cada mañana un desayuno solidario a unas 600 personas sin hogar.
En el último año, el padre Júlio ha lanzado una campaña contra la aporofobia, la fobia a los pobres. Es un neologismo acuñado por la filósofa española Adela Cortina y popularizado en Brasil por este cura. Desde sus redes sociales, denuncia los ataques contra los sin techo, como los bloques de cemento colocados en las aceras para evitar que duerman al aire libre o los cristales rotos que sirven para ahuyentarlos.
El desempleo figura entre las razones principales que llevan a millares de personas a vivir debajo de un puente. En Brasil hay cerca de 11 millones de desempleados. Es casi el mismo número de habitantes que tiene Bolivia. Es común que trabajadores llegados de otros Estados se queden totalmente desamparados cuando pierden el empleo, al tener su familia a miles de kilómetros de distancia.
Es el caso de Félix, un vigilante en paro desde hace tres años que suele frecuentar el comedor social del Padre Lancelotti. “Es la primera vez, nunca pasé por esta situación en la calle. Mi objetivo es encontrar un empleo, pero de momento, no lo estoy consiguiendo”, cuenta a France 24.
‘¿Cómo vamos a sobrevivir en medio de una pandemia que todavía no ha acabado?’
La situación de muchos sin techo del centro de São Paulo se ha visto empeorada por la desarticulación de la ‘Cracolandia’, que surgió hace más de 30 años y llegó a concentrar a 25.000 personas por día. Hoy, varias ‘mini-cracolandias’ itinerantes se han instalado en los barrios céntricos de la ciudad más rica de Brasil. Los sin techo tienen que compartir espacio con drogodependientes y narcotraficantes, que venden crack a plena luz del día.
“Es una operación de especulación inmobiliaria que pretende revalorizar algunas calles concretas. El Gobierno local comenzó unas obras de revitalización de la vieja cracolandia y como resultado, unas 6.000 personas invadieron la plaza Princesa Isabel, donde vivían unos 380 sin techo. A eso le llamamos proceso de higienización”, señala Valéria Jurado, una activista y periodista que desde el inicio de la pandemia distribuye comida y mantas a los más necesitados.
La crisis de la vivienda tiene su raíz en la desigualdad estructural que azota Brasil. En São Paulo, el 1% de los dueños de inmuebles concentra en sus manos el 45% del valor inmobiliario. Los trabajadores de baja renta no pueden pagar un alquiler. Algunas personas consiguen escapar de la precariedad ocupando edificios públicos abandonados.
“No estamos aquí porque nos parece bonito. Estamos aquí por necesidad. Un alquiler hoy cuesta 1.200 reales (240 dólares). Es casi lo que yo gano por mes. No estoy en condiciones de pagarlo. Mi marido ahora está desempleado. Explícame cómo vamos a sobrevivir en medio de una pandemia que todavía no ha acabado”, se queja Eduarda Carolina Vaz, orientadora socio-educativa y coordinadora de un inmueble ocupado en noviembre de 2021. En el pasado fue un asilo para ancianos. Hoy abriga a 62 familias y es administrado exclusivamente por mujeres.
La ocupación intenta paliar el problema estructural de la falta de vivienda. São Paulo tiene un déficit de 323.000 pisos. Paradójicamente, hay 290.000 edificios vacíos. En este contexto, ocupar se convierte en un acto político. “Cuando ocupamos un edificio abandonado, hacemos una denuncia porque estos inmuebles no tienen una función social. Podrían ser reformados y asignados a trabajadores de renta baja. Pero las autoridades nunca hacen eso”, denuncia Jomarina Abreu, coordinadora del Movimiento de Vivienda Central y Regional.
La falta de viviendas accesibles y el aumento de personas sin hogar son fenómenos recurrentes en las principales urbes de Brasil, como Río de Janeiro. En la capital del turismo nacional, hay aglomeraciones de sin techos incluso en las calles más lujosas.
Copacabana, el barrio más cosmopolita, también atrae a muchos mendigos, que ven en el alto poder adquisitivo de sus habitantes una fuente de sustento. Esta situación provoca el rechazo de algunos vecinos, que de vez en cuando se manifiestan contra lo que tildan de “invasión”.
“Ellos nos agreden cuando vamos al banco a sacar dinero. No tenemos la culpa de todo eso. Trabajamos, fuimos educadas, quisimos optar por una vida mejor”, señala la pedagoga Dulce Helena Porto.
La pobreza extrema en América Latina creció en 2021 como consecuencia de la pandemia y ya afecta a 86 millones de personas. Es un retroceso de 27 años, según datos de la ONU.
En Brasil, se estima que el 58% de la población no consigue tener las tres porciones de comida por día. “Empezamos a notar que no hay solo personas sin hogar que acuden a nosotros para alimentarse. También hay personas que tienen casa, pero debido a la falta de ingresos, ya sea por el desempleo surgido a raíz de la pandemia, o por causa del aumento del precio de los alimentos, acaban siendo obligadas a salir a la calle para cenar junto a los sin techo”, señala Lara Lima Bezerra, estudiante y voluntaria del proyecto GEO Sem Fome, una ONG que distribuye comida en el centro de Río de Janeiro.
En Brasil el 82% de los sin techo son varones. Dos de cada tres son negros y tienen menos de 44 años. El desempleo, las drogas o los problemas familiares los llevaron a la calle.
Desde 2008, el Gobierno brasileño no ha vuelto a realizar un censo de este sector de la población, lo que impide implementar políticas sociales efectivas.