El corresponsal de asuntos de seguridad de la BBC, Frank Gardner, aborda la complicada pregunta sobre una guerra que ha tenido un costo humano astronómico
Después de 20 años en el país, las fuerzas de Estados Unidos y Reino Unido se retiran de Afganistán.
Los restantes 3,000 hombres y mujeres que prestan servicio allí empezaron a abandonar el país, para completar la retirada el próximo 11 de septiembre.
La fecha es significativa.
Serán exactamente 20 años desde que al Qaeda perpetró los ataques del 11-S, planeados y dirigidos desde Afganistán, que motivaron la respuesta de una coalición encabezada por EE.UU. que removió al Talibán del poder y temporalmente sacó a al Qaeda del país.
El costo de esa intervención militar y de seguridad de 20 años ha sido astronómicamente alto, en vidas, sustento y dinero.
Más de 2,500 soldados de EE.UU. han muerto y más de 20,000 resultaron heridos, además de 450 bajas británicas y cientos más de otras nacionalidades.
Se estima que el costo financiero para el contribuyente estadounidense llega casi a la impresionante cifra de $1,000,000,000,000 (un billón de dólares).
Así que la complicada pregunta que hay que hacer es: ¿valió la pena?
Bin Laden
Demos primero un paso atrás y consideremos por qué las fuerzas de Occidente invadieron en primer lugar y qué pretendieron lograr.
Durante cinco años, entre 1996-2001, un grupo transnacional designado como terrorista, al Qaeda, pudo establecerse en Afganistán, al mando de su carismático líder, Osama Bin Laden.
El grupo también dirigió el doble ataque contra las embajadas de EE.UU. en Kenia y Tanzania en 1998, en los que murieron 224 personas, la mayoría civiles africanos.
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Al Qaeda pudo operar con impunidad en Afganistán porque recibía protección del gobierno de la época: el Talibán, que habían tomado el control de todo el país en 1996, tras la retirada del Ejército Rojo soviético y los subsiguientes años de guerra civil.
Después de los ataques de septiembre de 2001, la comunidad internacional solicitó al Talibán que entregara a los responsables pero, una vez más, el Talibán se negó.
Así que, el siguiente mes, una fuerza afgana anti-Talibán conocida como la Alianza del Norte avanzó hacia Kabul, apoyada por fuerzas estadounidenses y británicas, desalojando al Talibán del poder y forzando a al Qaeda a huir por la frontera a Pakistán.
Así que, usando puramente la medida de antiterrorismo internacional, la presencia militar y de seguridad occidental logró su objetivo.
Pero esa, por supuesto, sería una medida extremadamente simplista que ignora el enorme costo que este conflicto ha cobrado -y sigue cobrando- a los afganos, tanto civiles como militares.
Legado
20 años después, el país todavía no logra la paz. Según el grupo de investigación Action on Armed Violence (Acción contra la violencia armada), en 2020 hubo más afganos muertos por dispositivos explosivos que en cualquier otra parte del mundo.
Al Qaeda, Estado Islámico (EI) y otros grupos milicianos no han desaparecido, están resurgiendo y sin duda están alentados por la inminente retirada de las restantes fuerzas occidentales.
En 2003, durante una misión a la remota base estadounidense de artillería en la provincia de Paktika, recuerdo al veterano colega de la BBC, Phil Goodwin, manifestando sus dudas sobre el legado que la presencia militar de la coalición dejaría atrás.
“En 20 años”, vaticinó, “el Talibán estará de vuelta en control en la mayoría del sur”. Hoy día, tras las conversaciones de paz en Doha y los avances militares sobre el terreno, están a punto de jugar un papel decisivo en el futuro de todo el país.
Sin embargo, el general Nick Carter, jefe militar conjunto de Reino Unido, que prestó servicio allí varias veces, señala que “la comunidad internacional ha construido una sociedad civil que ha cambiado el cálculo del tipo de legitimidad popular que busca el Talibán”.
“El país se encuentra en un mejor sitio que en 2001”, afirma, “y el Talibán ha adquirido una mente más abierta”.
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El doctor Sajjan Gohel, de la Fundación Asia Pacífico, tiene un punto de vista un poco más pesimista.
“Hay una legítima preocupación”, comenta, “que Afganistán pueda regresar a ser el caldo de cultivo del extremismo que fue en los años 1990″. Es una preocupación compartida por muchas agencias de inteligencia de Occidente.
Gohel vaticina que “ahora habrá una nueva oleada de combatientes terroristas extranjeros de Occidente que viajarán a Afganistán para recibir entrenamiento. Pero Occidente será incapaz de lidiar con el problema porque la retirada de Afganistán ya se habrá completado”.
Dependerá de dos factores: primero, si un Talibán triunfante permite las actividades de al Qaeda y EI en las regiones que tiene bajo su control y, segundo, el grado al cual la comunidad internacional esté preparada para luchar contra ellos cuando ya no tenga los recursos en el país.
De manera que el futuro panorama de seguridad en Afganistán es opaco.
La nación que las fuerzas occidentales abandonarán en septiembre está lejos de ser segura. Pero pocos hubieran vaticinado, en los agitados días después de S-11, que permanecerían tanto tiempo como dos décadas.
Cuando echo una mirada atrás a los varios viajes que hice como reportero a Afganistán, bajo el auspicio de las tropas estadounidenses, británicas y emiratíes, un recuerdo sobresale por encima de todos.
Fue en una base de artillería del ejército de EE.UU. a unos 6 km de la frontera con Pakistán, y estábamos acurrucados en cajas de municiones dentro de un fuerte con muros de barro bajo un cielo estrellado.
Todos habíamos cenado bife de chorizo tejano, que habían traído directamente desde la base aérea estadounidense en Ramstein, Alemania -sí, eso pasó de verdad- y todavía no había caído la descarga de cohetes talibanes que luego impactó la base.
Un soldado de 19 años, del estado de Nueva York, nos contó cómo había perdido a varios de sus camaradas durante el tiempo que había estado aquí. “Si me llega la hora, me llega”, dijo encogiendo los hombros.
Fue cuando alguien sacó una guitarra y dio una interpretación perfecta de la canción “Creep”, del grupo Radiohead. Terminó con estas palabras: “¿Qué diablos hago aquí?¿No pertenezco aquí?”. Y recuerdo haber pensado en ese momento: No, seguramente no.