El presidente electo propone que la paga que reciben 21 millones de pobres quede, durante su mandato, fuera del límite legal de gasto
NAIARA GALARRAGA GORTÁZAR
A un mes de que Luiz Inácio Lula da Silva arranque su tercer mandato como presidente de Brasil, todavía no ha anunciado ni un solo nombre del futuro Gobierno, ni siquiera el de la persona que llevará las riendas de la economía, el principal desafío. El presidente electo, que encabeza una coalición de una decena de partidos, lleva toda la semana en Brasilia inmerso en un carrusel de contactos. Su misión más apremiante es negociar con sus socios la composición del Gobierno y con el Congreso, que le permita sortear el techo de gasto y poder cumplir así su principal promesa electoral: que los 21 millones más pobres entre sus compatriotas sigan recibiendo una paga mensual de 600 reales (115 dólares, 109 euros).
Lula sólo desvelará su Gobierno después del 12 de diciembre, según ha explicado este viernes a la prensa en la capital, Brasilia. Ese día es la ceremonia en la que el Tribunal Superior Electoral formalizará definitivamente el triunfo, logrado el 30 de octubre. “Ya tengo el 80% de los ministerios en la cabeza”, ha dicho, pero también ha querido recordar que ganó como parte de un proyecto muy amplio para derrotar a Bolsonaro: “Este Gobierno no es para mí sino para las fuerzas victorias que me apoyaron para lograr esta victoria”.
Uno de los principales mantras del izquierdista en campaña fue que “los pobres volverán al presupuesto”, que las políticas sociales serían prioridad como en sus dos primeros mandatos (2003-2010). Las cuentas públicas están en situación precaria y Lula necesita conseguir fondos para cumplir con los más necesitados, que son muchísimos. Un 15% de los brasileños pasa hambre y un tercio vive en la pobreza o aún peor, en la extrema pobreza.
El Partido de los Trabajadores (PT) presentó esta semana una propuesta legislativa que pretende dejar fuera del límite que impone el techo de gasto una partida gigantesca durante los próximos cuatro años —lo que dura un mandato presidencial—. La cifra propuesta son 198.000 millones de reales (unos 37.000 millones de dólares), que serían destinados sobre todo a mantener esa paga mensual para los pobres. “Espero que sus señorías tengan sensibilidad”, ha dicho Lula. “Y si hace falta llegar a un acuerdo, sabemos negociar”. El Congreso, elegido también ahora y donde el bolsonarismo tiene en principio mayoría, sin duda cobrará caro a Lula el apoyo que necesita. Y los plazos apremian. La toma de posesión está prevista para el día de Año Nuevo.
El nombre que más suena para el Ministerio de Haciend es Fernando Haddad, que fue el candidato presidencial del PT cuando el líder estaba encarcelado además de ministro y alcalde de São Paulo. Los mercados, que han recibido con disgusto y pérdidas las quejas del presidente electo con el corsé que supone el techo de gasto, preferían sin duda alguien más liberal para asumir las riendas de la principal economía de América Latina, que en el último trimestre creció soló un 0,4%. Simultáneamente, la inflación y el desempleo se están moderando.
Cuadrar el sudoku de los ministerios es un infierno porque Lula necesita satisfacer múltiples intereses: los de su partido, el PT, con sus varias corrientes ideológicas, pero también los de la decena de formaciones que abrazaron su liderazgo con la misión de salvaguardar la democracia brasileña. Así logró el apoyo de antiguos adversarios situados bien a su derecha y bien a su izquierda. Y luego está la representación territorial, que en Brasil es clave, y las promesas de un futuro Gobierno con más ministras, negros e indígenas. Reflejo de las dificultades de conciliar tantas demandas, Lula ya ha avisado este viernes de que lo que iba a ser el “ministerio de los pueblos originarios”, quizá se queda en una secretaría dependiente de Presidencia.
El único respiro en su apretada agenda política es el Mundial. Como casi todos sus compatriotas, no se pierde un partido. Y se enfunda la camiseta amarilla, que los izquierdistas dejaron de usar a medida que se convertía en símbolo bolsonarista. El presidente electo ha confesado que tras su reciente operación de garganta no estuvo callado ni un día, pero ha insistido en que se encuentra bien: “Creo que tengo ayuda divina para curarme”, ha comentado.
La ayuda mensual para cubrir sus necesidades más acuciantes de los más pobres se basa en el antiguo Bolsa Familia, un programa aplaudido por eficaz y barato que es el gran símbolo de las políticas progresistas del PT. Al llegar al poder, el presidente Jair Bolsonaro la rebautizó como Auxilio Brasil porque quería arrebatarle a la izquierda esa potente marca electoral. Cuando llegó la pandemia, subió la cuantía, amplió la cifra de beneficiarios y lo convirtió en una de sus principales reclamos electorales. En realidad, mantener esa paga de 600 reales fue la gran promesa elecoral tanto de Bolsonaro como de Lula, el único punto de coincidencia entre dos visiones antagónicas hasta el extremo.
En los tiempos del PT, la cuantía de Bolsa Familia era un tercio de la actual. Pero Lula asumió al inicio de la campaña que no podía tocar los 600 reales. Sí pretende retomar requisitos eliminados por Bolsonaro como garantizar que los niños de las familias incluidas van a escuela, están vacunados y que las embarazadas se someten a chequeos médicos.
Bolsonaro logró fondos para pagar esta ayuda hasta el 31 de diciembre -último día de su mandato- mediante una maniobra: el Congreso renovó la declaración de emergencia aunque la pandemia había amainado con tal de que quedara entre las excepciones contempladas para saltarse los límites constitucionales al gasto público. Así Bolsonaro pudo concurrir a los comicios con el Auxilio Brasil como gran gancho para atraer a los pobres. Fue insuficiente. Lula le ganó por dos millones de votos.