El triunfo del gobernador de Florida, la versión aumentada, más amable y sin el sórdido equipaje del expresidente, lo ha situado como la gran esperanza de renovación en el Partido Republicano. ¿Funcionará a escala nacional su perfil de frío y despiadado guerrero cultural?
Cuenta uno de sus compañeros de equipo en la liga juvenil de béisbol que cuando Ron DeSantis era un mocoso ya decía que algún día sería presidente de Estados Unidos. Tal vez no suene extraño en una cultura que rellena sus biberones con gotas de ambición, si no fuera porque aquel chico introvertido podría estar cerca de cumplir su sueño. El histórico éxito con el que ha salido reelegido como gobernador de Florida en las recientes legislativas ―en mitad de una no menos histórica decepción nacional de los republicanos― lo ha destacado en la carrera por convertirse en 2024 en el próximo inquilino de la Casa Blanca y en la peor pesadilla del que un día fue su gran apoyo: Donald Trump.
A diferencia de este, DeSantis aún no se ha postulado oficialmente, pero las personas de su entorno consultadas por este diario asumen que lo hará. También es pronto para saber si como candidato tendrá “lo que se necesita”, parafraseando el clásico del periodismo electoral de Richard Ben Cramer, para llegar al final de una carrera de fondo como las presidenciales, con su escrutinio de meses y sus debates a tumba abierta. Aliados y rivales coinciden al menos en una cosa: el gobernador no encaja en el molde de lo que en Estados Unidos se conoce como un “político al por menor” (retail politician), de esos que se meten al público en el bolsillo y besan a los niños antes de partir al siguiente mitin. Tampoco es un gran orador.
DeSantis, de 44 años, suple esas carencias a golpe de currículo: antigua estrella del deporte, licenciado por la Ivy League, veterano de la Armada y excongresista, también lo avalan los resultados electorales de su experimento en Florida, “el lugar en el que habita la libertad”, como le gusta repetir. Un Estado que, cuando era un desconocido aspirante apoyado por Trump, lo hizo en 2018 gobernador con una diferencia de 33.000 votos, pero le acaba de renovar su confianza por un margen de 1,5 millones sobre su contrincante, Charlie Crist, que se presentaba como demócrata para un puesto que ocupó como republicano en otra vida, entre 2007 y 2011.
La gran incógnita es si funcionará a escala nacional el estilo frío y despiadado de DeSantis, un general conservador-populista fuertemente armado para la guerra cultural. Ha demostrado ser un gran estratega de la batalla ideológica, que libra prohibiendo la conversación sobre identidad sexual y de género en los colegios, oponiéndose a las restricciones por la pandemia o enviando a 50 inmigrantes en avión a una isla demócrata de Massachusetts para denunciar la política de Joe Biden en la frontera.
Para sus adversarios, es un peligroso líder con mañas de autócrata. Una especie de Trump 2.0; la versión aumentada, más amable y sin el sórdido equipaje del expresidente. Para sus seguidores, un líder inteligente, que lucha por ellos sin importarle las críticas biempensantes. El timonel necesario para navegar por un presente en el que los valores que forjaron el país estarían amenazados por la “izquierda radical” de Biden y la “cultura woke”. DeSantis pronunció hasta en siete ocasiones el término despectivo de moda en Estados Unidos, con el que la derecha ridiculiza la agenda progresista, durante su victorioso discurso de la noche electoral, que ofreció con una bandera estadounidense de fondo y la única compañía de su esposa, Casey, su gran aliada, sobre el estrado. “Florida es el lugar en el que lo woke viene a morir”, bramó.
DeSantis, que no accedió a una entrevista con este diario, también sentenció: “La libertad ha llegado para quedarse”. Y: “Hemos reescrito el mapa político”.
Esa nueva cartografía está teñida casi por completo de rojo, el color del conservadurismo en Estados Unidos: solo 5 de los 120 distritos de Florida votaron demócrata, aunque el rediseño más radical lo han protagonizado los hispanos, que derribaron la narrativa, basada en una ilusa lectura de la lógica demográfica, que daba por supuesta su inclinación a la izquierda. DeSantis arrasó entre ellos con el 58% de los votos; en 2018, cuando se enfrentó al afroamericano Andrew Gillum en una carrera tan ajustada que fue necesario un segundo recuento de las papeletas, los republicanos se tuvieron que conformar con el 44%.
El estratega y consultor de medios Adam Goodman, que trabaja para una firma de lobby cercana al gobernador, achaca ese “triunfo excepcional” a que DeSantis es el “antipolítico por excelencia”. “Ha escrito un cuento que yo titularía Una historia de Florida”, dice. Según ese relato, el Estado es un “lugar de acogida para quienes buscan una tierra de oportunidades y libertad”, exenta de las restricciones sanitarias y de “adoctrinamiento” en las escuelas, “donde se pagan menos impuestos estatales” y los presupuestos están “equilibrados”.
Para reconstruir la personalidad del que podría ser el próximo presidente del país y descifrar los motivos de su arrastre, EL PAÍS recorrió los escenarios de su vida: Tallahassee, capital de Florida; Dunedin, el pueblo en el que creció el muchacho, y el condado de Miami-Dade, bastión demócrata de mayoría hispana al que el gobernador ha conseguido darle la vuelta por primera vez en 20 años. Y de las conversaciones con más de 30 personas, algunas de las cuales pidieron hablar desde el anonimato para poder hacerlo con franqueza, salió otro acuerdo: el punto de inflexión de esta “historia de Florida” llegó con el coronavirus.
Al principio de la plaga, DeSantis decretó un cierre estatal hasta que, solo tres semanas después, cambió de idea tras “perder la fe”, según uno de sus colaboradores, en “el establishment científico”, encarnado en el doctor Anthony Fauci, director del Instituto Nacional de Alergia y Enfermedades Infecciosas de EE UU. (En la última campaña, llamó a Fauci “pequeño elfo al que habría que arrojar al otro lado del Potomac”, el río de Washington). Pese a que durante aquel verano de 2020 Florida acaparó los titulares como “epicentro de la pandemia”, fue de los primeros en reabrir en otoño las escuelas y en acabar con las restricciones en edificios oficiales, comercios o restaurantes, así como con la obligatoriedad de usar mascarillas.
Esas decisiones le valieron las críticas de la prensa establecida y el macabro apelativo de DeathSantis, pero también lo convirtieron, con la ayuda de Fox News, en un héroe nacional para quienes consideraban que las restricciones escondían un ataque autoritario contra la libertad y un manejo de las prioridades de graves consecuencias económicas.
Fue entonces cuando DeSantis forjó su discurso sobre Florida como última reserva de la libertad y demostró una hostilidad hacia sus enemigos que lo convirtieron en un referente conservador. También empezó a hablar de “gran éxodo” para referirse a los ciudadanos de todo el país que se mudaron al Estado del Sol. La tendencia venía de muy atrás, gracias a las exenciones fiscales y a un clima ideal para jubilarse, y se exacerbó con el nuevo mundo de posibilidades para el teletrabajo, pero no solo; en el norte comenzaron a escucharse historias de padres que emigraban a un lugar donde no había que aguantar a los hijos en casa por el cierre de un año y medio de los colegios. Entre abril de 2020 y 2021, Florida recibió a casi 330.000 personas, según The James Madison Institute, lo que equivale a unas 903 mudanzas diarias.
El alcalde de Miami Beach, el demócrata Dan Gelber, uno de los funcionarios que más duramente se enfrentaron a DeSantis por la gestión sanitaria, recordaba la semana pasada en su ciudad que al principio la colaboración fue fluida, antes de comprobar que enfrente tenía a alguien que sabía ser “un luchador muy desagradable”.
El plan de DeSantis, que esta semana ha vuelto a cargar contra las vacunas de ARN mensajero usadas contra la covid, era, según un colaborador, aislar a los más vulnerables y dejar que el resto continuase con su vida. En otras palabras: anteponer la economía a la salud. “Inmunizamos a los débiles y lo hicimos de una manera estructurada mientras permanecíamos abiertos. Nos fue incluso un poco mejor [en número de infectados y muertos] que a otros lugares que cerraron”, resumió hace un par de semanas en los pasillos del Capitolio de Tallahassee el congresista republicano Alex Rizo al término de la sesión de investidura de la nueva Cámara de Representantes, en la que su partido estrenó una supermayoría, también en el Senado. Christian Cámara, cabildero cubano conservador en la capital de Florida, comparte ese análisis. “[DeSantis] Dijo: ‘como yo no sé, prefiero cometer un error del lado de la libertad en vez de cerrar todo’. Cuando uno está en el poder, la tentación a acaparar más poder es grande. Él prefirió soltarlo”.
Los críticos con su gestión admiten que la jugada le salió, como han demostrado las urnas, mejor de lo que esperaban. “Pero eso no significa que no fuera extraordinariamente temerario. Todo el mundo quiere pasar página de la pandemia, pero creo que aún no se han estudiado a fondo las consecuencias de sus decisiones”, dice Heather Beaven, que fue en 2012 la primera contrincante electoral de DeSantis. “Tal vez entonces se desmoronaría esa retórica de ‘campeón de las libertades”. Beaven añade que a su favor jugó también el benigno clima de Florida, donde la vida al aire libre “es posible durante todo el año”.
Los colaboradores de DeSantis lo recuerdan en los meses más duros del confinamiento estudiando sesudos informes científicos. “Y no los resúmenes que le preparábamos, sino los documentos enteros”, aclara uno de ellos. “Es un líder muy eficaz, con un estilo propio de las fuerzas armadas”, explica David Clark, veterano de la aviación estadounidense que trabajó en ese tiempo como jefe de gabinete en su Administración. “Recopila información, escucha opiniones, toma su decisión y pasa a lo siguiente”.
No todos ven su liderazgo con tan buenos ojos. Tampoco su manejo de los recursos humanos. Politico informó el año pasado de que una docena de sus exempleados se habían juntado para crear “un grupo de apoyo” y compartir sus “penurias” laborales (la oficina del gobernador contestó con varios testimonios favorables de trabajadores en activo). Aunque el despido más sonado de la última temporada llegó en agosto, cuando DeSantis anunció en una conferencia de prensa que prescindía del fiscal Andrew Warren por “incumplir su deber” al negarse a perseguir casos a la luz de la nueva ley del aborto de Florida (que reduce el límite para la interrupción del embarazo a 15 semanas) y a actuar contra los médicos que presten “servicios de afirmación de género” a los menores (otro caballo de batalla de DeSantis). En un documento interno, los asesores del gobernador enumeraban los pros y los contras de la decisión. Entre los primeros figuraba “sacar a un abogado izquierdista de una posición de poder”.
De fondo late la pregunta de con qué equipo piensa contar DeSantis, más allá de su esposa, su “arma secreta”, dicen en Tallahassee, para dar el salto a la política nacional. “No sabe trabajar en equipo; su único equipo es él mismo. Llega tarde a las reuniones y se va el primero. No da la mano a la gente; no te mira a la cara cuando te habla. Y con los suyos se comporta como un abusón rencoroso”, cuenta la comisionada de Agricultura Nikki Fried, que hasta las elecciones era la única demócrata del gabinete del gobernador (Fried quería el puesto de DeSantis, pero no pasó de las primarias de su partido). “No le gusta mucho socializar, es más bien un hombre de familia. No es habitual verlo por la ciudad”, aclara un lobbista de Tallahassee, donde, al día siguiente, durante la inauguración del curso parlamentario, hubo pruebas de la proverbial incomodidad social de DeSantis. Estaba allí para asistir al juramento de los nuevos representantes. Era un gran día, y todos querían agradecerle los servicios prestados. Se arremolinaban a su alrededor para saludarlo, darle palmadas en la espalda y besarlo, entre las risas nerviosas de este, que permanecía impaciente, con los brazos inmóviles colgándole del cuerpo.
DeSantis vive en la somnolienta capital del Estado (240.000 habitantes), mezcla de centro administrativo y colonia universitaria, una ciudad llena de lobbistas y metida en un bosque en el que los robles y magnolios sureños sustituyen a las omnipresentes palmeras de Florida. La escogieron en el XIX como sede del parlamento porque estaba a mitad de camino entre San Agustín y Pensacola, los dos núcleos más influyentes de la época. Hoy conserva ese aire equidistante: situada al norte, está igual de rematadamente lejos de todos los puntos de decisión económica y concentración demográfica del Estado, lugares que DeSantis privilegia para sus comparecencias públicas.
En la mansión del gobernador vive con su esposa y sus tres hijos (Madison, Mason y Mamie, de seis, cuatro y dos años). A DeSantis lo han comparado en ocasiones con Kennedy por su juventud (en 2024, tendrá 46 años, los mismos que Bill Clinton cuando tomó posesión; Biden estará entonces a punto de cumplir 82, y Trump habrá rebasado los 78), por su atractivo físico y, más aún, por la imagen familiar que proyecta junto a la primera dama, antigua estrella televisiva local. Se conocieron en un campo de golf en 2009 y se casaron poco después.
Ella y los tres pequeños son actores habituales de su teatro político. Los dos mayores aparecieron en ese vídeo de la campaña que lo hizo gobernador por primera vez en el que, en tono paródico, papá instruía a los niños en los principios del trumpismo, poco después de que el entonces presidente lo apoyara. En la última elección, Casey protagonizó otro anuncio en el que revelaba que, tras serle diagnosticado cáncer de mama, su marido se hizo cargo de los niños. “Siempre estuvo allí cuando no me podía mantener en pie”. La abogada Jenn Ungru, que colabora habitualmente con el gobernador y participó en el segundo recuento de elecciones de 2018, cree que el vídeo, que se hizo viral, pudo servir para movilizar el voto femenino.
DeSantis nació en Jacksonville, pero a los seis años se mudó con sus padres a Dunedin, un encantador pueblo de 36.000 habitantes de la bahía de Tampa, a 400 kilómetros al sur de Tallahassee. El padre trasladó allí a la familia tras aceptar un empleo como medidor de audiencias para Nielsen. La madre era enfermera en un hospital local, y el matrimonio aún vive en una casa modesta, en una callecita flanqueada el día anterior al de Acción de Gracias por dos coches de policía. Con toda lógica, la vivienda, en la que aquel miércoles nadie contestó al timbre, ya no luce en el césped delantero aquellos carteles de apoyo a Trump y Pence que sí están en la imagen del terreno que ofrece Google Maps, tomada en julio. Pence es el exvicepresidente Mike Pence, otro probable candidato republicano en 2024.
El chico estudió en un colegio católico y en el instituto de Dunedin y pronto destacó como jugador de béisbol. A los 12 años, su equipo se clasificó para la Serie Mundial de las Pequeñas Ligas. Esa destreza deportiva le permitió ingresar becado en la Facultad de Historia de Yale, donde jugó como capitán. También fue miembro de la misma fraternidad de los Bush y del juez del Supremo Brett Kavanaugh. Uno de sus compañeros lo recuerda como “un tipo poco sociable, no muy dado a las fiestas”.
Se graduó en 2001 y durante un año dio clases en un internado de Georgia. Volvió a la universidad y, en 2005, se tituló en Derecho en Harvard, donde decidió que trabajaría como abogado en la Armada, inspirado por el personaje de Tom Cruise, uno de sus referentes, en Algunos hombres buenos.
Lo destinaron en 2006 a Guantánamo con la misión de velar por el trato humanitario de los detenidos. Trabajó allí en el que, según la ONU, fue uno de los peores años del historial de torturas de la base. Tras Guantánamo, fue a Faluya, en Irak, para dar apoyo jurídico a los Navy Seals. En 2020, el ya gobernador definió así su relación con el temible cuerpo de élite: “Ellos me decían lo que querían lograr y yo lo hacía posible”.
De regreso a Estados Unidos, escribió su primer libro, Dreams from Our Founding Fathers (2011), cuyo título ironizaba con el de las memorias tempranas de Barack Obama, Los sueños de mi padre. Es la piedra de Rosetta de su pensamiento político. Ahí cuenta que, inspirado por los padres fundadores, se animó a escribirlo cuando empezó a dudar de que “los líderes nacionales se tomen en serio su deber de apoyar y defender la Constitución”. “Obama y sus aliados la traicionan constantemente”.
Heather Beaven, también veterana del Ejército, se presentó por el Partido Demócrata en 2012 contra DeSantis por un escaño de nueva creación en la Cámara de Representantes en Washington. “Todo lo que ha hecho como servidor público está en ese libro”, dice. “Es un originalista. Cree fielmente en la Constitución como fue redactada. Eso gobierna todas sus decisiones, del aborto a la educación”. Beaven perdió con claridad en las urnas.
En el Capitolio, al joven DeSantis le costó destacar en un entorno regido por las reglas de la gerontocracia. “No era de los que iban a hacer amigos”, recuerda el congresista republicano de Florida Mario Díaz-Balart, que ha renovado en las últimas elecciones el puesto que ocupa en Washington desde hace dos décadas. “Yo entonces era látigo [whip] y tenía que conseguir que los miembros del partido votaran a favor de las propuestas que se presentaban. DeSantis estaba en mi lista. Lo recuerdo como un hombre erudito, que leía y estudiaba los temas. Siempre sabía de lo que hablaba”.
En cinco años de DeSantis en el Capitolio, contribuyó a fundar el Freedom Caucus, que reúne a los congresistas republicanos de la extrema derecha, e hizo asomar su perfil indómito al enfrentarse al lobby del azúcar, enormemente poderoso en Florida. También empezó a ganarse los primeros minutos de antena en Fox News.
Su oposición a que se investigase la trama rusa de Trump desembocó en el siguiente tuit del expresidente: “El congresista Ron DeSantis es un joven líder brillante, Yale y luego Harvard Law, que sería un GRAN gobernador de Florida. ¡Ama nuestro país y es un verdadero LUCHADOR!”. Aquel apoyo fue suficiente para vencer en las primarias republicanas de 2018.
Mucho ha cambiado desde entonces su relación con Trump, que recientemente le puso uno de sus crueles motes: DeSantis es “DeSanctimonius”, un meapilas. La guerra se ha recrudecido tras la decepción republicana en las elecciones legislativas, cuyo gran perdedor ha sido el expresidente; su apoyo a candidatos extremos e inexpertos ha pasado una enorme factura a su partido, que perdió la oportunidad de hacerse con el Senado.
Para explicar la compleja relación entre DeSantis y Trump se ha acudido a las reglas de la física y a las del cine clásico. Según las primeras, DeSantis es como el gato de Schrödinger: es Trump y no lo es. En virtud de las segundas, su historia recuerda a la de Eva al desnudo, con el gobernador en el papel de la joven mosquita muerta que le quita el puesto a la vieja estrella teatral.
Goodman no ve ahí rastros de traición. “El sueño americano garantiza que cada cual tenga su oportunidad. Ahora es el momento de DeSantis”. Si se atiende a las preferencias de los grandes donantes del partido, ha llegado sin duda su hora: su campaña de reelección batió todos los récords de recaudación, con más de 200 millones de dólares, lo que le deja con un envidiable remanente para encarar 2024. “Posiblemente, no haya un mejor recaudador de dinero que él en la política estadounidense ahora mismo”, explica en un despacho desde el que domina el Capitolio y la ciudad de Tallahassee el abogado y excongresista Peter Dunbar, coautor de un libro sobre la historia del Partido Republicano en Florida. “Cuando tiene un gran donante a tiro, nunca falla”.
“Aún faltan dos años. Pueden pasar muchas cosas, o ganar otros candidatos, pero hay que reconocerle que al menos ha logrado abrir la veda en su partido: de pronto, Trump ya no es intocable”, opina el profesor de Berkeley Dan Schnur. Las últimas encuestas dan una diferencia de cinco puntos a favor del discípulo de celebrarse hoy las primarias presidenciales republicanas. DeSantis es consciente, con todo, de que no le conviene aparecer como la némesis del expresidente, una figura aún con una enorme influencia sobre las bases del partido. El analista Adam Hochman considera que la jugada ganadora llegará si logra presentarse como un continuador del legado de Trump, alguien que puede perfeccionar y llevar más lejos los ideales nacionalistas del movimiento MAGA (siglas de Make America Great Again).
Tal vez por ese complicado equilibrio, pocas cosas incomodan más a DeSantis que la mención del nombre de Trump. A principios de diciembre, el gobernador dio una conferencia de prensa un día ventoso en Key Biscayne. Un periodista le preguntó por el expresidente y por las enseñanzas que cabía extraer de la decepción electoral para su partido. Del primero solo admitió que era residente en Florida (Mar-a-Lago está en Palm Beach). Y añadió: “Mi obligación es cuidar también de los otros 22 millones” de vecinos del Estado. Aquel día, DeSantis anunció una partida de 22,7 millones para proteger la bahía de Biscayne, habló sobre la recuperación del reciente huracán Ian, durante la que hizo gala de su pragmatismo al hacer de anfitrión de los Biden en la zona devastada, y presumió de haber reconstruido el puente que separa el continente con la isla de Sanibel, arrasado por el viento y el agua, en solo tres semanas.
La protección de las costas (que no la lucha contra el cambio climático, término que evita, por considerarlo “demasiado politizado”) ha sido una de las prioridades de su mandato desde los primeros compases, durante los que emitió ciertas señales de moderación. Solo fue un espejismo; con la pandemia, DeSantis endureció su discurso. También se volvieron frecuentes los encontronazos con los medios y sus apariciones en Fox News, “adonde solo le falta mudarse a vivir”, según uno de sus colaboradores.
Más allá de su favoritismo por el canal conservador, la relación de su Administración con la prensa es poco convencional. Su equipo convoca las apariciones públicas del gobernador con unas tres horas de antelación, casi siempre al alba, y manda el calendario de actos al final del día, para que quede constancia de lo sucedido en lugar de para poner sobre aviso de lo que vendrá. “Su estrategia es hacer campaña contra los medios”, dice Mac Stipanovich, veterano republicano de Florida que fue jefe de gabinete del gobernador Bob Martínez (1987-1991) y se alejó del partido con la llegada de Trump. Stipanovich ―que dice que si tuviera que “elegir entre viajar en un yate de lujo a solas con DeSantis” o que le hicieran “un empaste” optaría por lo segundo― recuerda que este ha tenido cuatro jefes de prensa en cuatro años.
La más famosa es Christina Pushaw, que dejó el puesto en agosto para trabajar en la campaña por la reelección. Convirtió su trabajo, normalmente anónimo, en el de una agresiva agitadora política. Así se muestra para sus más de 250.000 seguidores en Twitter. Su perfil combativo con los medios tradicionales está en sintonía con la facción republicana que los considera activistas de la izquierda vendidos a la propaganda pro-Biden. Pushaw suele llamar a la agencia de noticias AP “American Pravda”, en referencia al medio oficial del Partido Comunista ruso hasta 1991. Y en verano tuiteó: “Si TODOS los conservadores simplemente dejan de hablarles, los medios de referencia perderán cualquier pizca de credibilidad o interés para los estadounidenses que siguen la política. No valdrá la pena pagar por la opinión sin filtrar del Comité Nacional Demócrata. Deberíamos usar nuestras plataformas para crear nuevos medios”.
DeSantis también se diferencia de Trump en eso. Luce un perfil tranquilo en redes sociales, donde se limita a compartir a un ritmo pausado y a horas razonables los logros de su Administración. Aunque en uno de los anuncios de su última campaña se vistió como Tom Cruise en Top Gun para impartir una lección sobre “cómo pelear a cara de perro” con los “medios corporativos”. “[Regla] Número uno: no dispares a menos que te disparen. Número dos: nunca retrocedas en una pelea. Número tres: no aceptes narrativas incorrectas”, decía el anuncio. Este último consejo se acompañaba del extracto de un intercambio con una periodista del programa 60 minutes, que emitió un reportaje, criticado hasta por los demócratas de Florida, que sugería erróneamente que DeSantis favoreció a una cadena de supermercados en la gestión de la pandemia porque se contaba entre sus donantes.
La pelea sin cuartel por el relato ha seguido a cada una de las medidas controvertidas de su primera legislatura. Ha atacado la enseñanza de la teoría crítica de la raza, que examina el arraigo del racismo en las leyes e instituciones estadounidenses; ha prohibido manuales de matemáticas por considerar que promocionan la “agenda woke”; ha vetado la participación de mujeres trans en los deportes femeninos, y se ha enfrentado con una de las mayores empleadoras de Florida, Disney, cuando la compañía criticó una ley educativa llamada por sus detractores No digas gay porque prohíbe hasta los nueve años la discusión en clase entre profesores y alumnos sobre orientación sexual. Como represalia por las críticas de la empresa, DeSantis revocó el régimen especial de la multinacional en los terrenos en los que se asienta Disney World, aunque la reciente vuelta de Bob Iger a los mandos de la empresa parece haber encauzado la relación, y los legisladores de Florida están estudiando la manera de restaurar algunos de esos privilegios.
Otro tema candente en el que el gobernador no perdió oportunidad de intervenir fue la gestión de la frontera. En septiembre empleó fondos públicos para fletar un avión con inmigrantes venezolanos aparentemente engañados a Martha’s Vineyard, isla de veraneo de presidentes demócratas. Lejos de restarle apoyos entre la comunidad hispana, aquello le hizo ganarlos. La gestión de la pandemia, la tibieza de Biden con los gobiernos de izquierda de Latinoamérica y la defensa de los valores de la familia son otras razones aducidas por votantes latinos para explicar el vuelco electoral.
En conversaciones con este diario, varios miembros del aparato demócrata en Florida enumeraron entre los motivos de su fracaso el dibujo partidista que DeSantis hizo de los distritos o la creación de una especie de policía para velar por la “integridad electoral” que, según ellos, alentaba la supresión del voto de las minorías, antes de dejarse de excusas y lanzarse de lleno a la autocrítica para explicar el batacazo. La campaña, admitieron, no estuvo bien gestionada, faltaron los fondos y el partido a nivel nacional “dio hace demasiado tiempo por perdido al Estado”. “Ha sido un fallo total del sistema”, admite Nikki Fried. “Teníamos que haber bajado al barro para combatir las mentiras republicanas que dicen que somos un partido socialista. Muchos de nuestros votantes (cubanos, venezolanos, nicaragüenses…) escapan de regímenes comunistas; teníamos que haberles hecho entender que nuestras medidas económicas están alineadas con el sueño americano, con el capitalismo”.
Con el control absoluto en el Congreso estatal, DeSantis está listo para avanzar en políticas que aflojen el control de armas o restrinjan el aborto. Aunque su primer reto será atajar la crisis de los seguros inmobiliarios en un Estado en el que los huracanes hacen saltar recurrentemente por los aires un sistema basado en el litigio: el 76% de las demandas de bienes raíces de todo el país se originan aquí.
Dos años hasta las elecciones es una eternidad en tiempo político, pero solo un patinazo en un tema tan importante como ese o una mala gestión de una catástrofe natural parecen separar a DeSantis del anuncio de su candidatura. Quienes lo conocen destacan la impaciencia como uno de sus defectos. Dada su juventud, tiene todo el tiempo del mundo por delante, pero también es posible que nunca se le vuelva a presentar una oportunidad como esta. De nuevo, el gato de Schrödinger: podría ser su gran momento y, al mismo tiempo, no serlo.
Por qué los latinos han votado republicano en Florida
La victoria de Ron DeSantis y del Partido Republicano de Florida en las últimas elecciones fue posible en buena parte gracias a un apoyo sin precedentes de la comunidad hispana en lugares como el condado de Miami-Dade, un bastión demócrata que dejó de serlo por primera vez en 20 años, Palm Beach u Osceola, cerca de Orlando, tierra de puertorriqueños. Un 56% de estos últimos votó conservador, como hicieron el 68% de los cubanos y el 53% de los sumados por las estadísticas en el apartado de “otros”, un saco que incluye a mexicanos, colombianos, venezolanos y al resto de procedencias.
Esos números representan una tendencia que el partido de Joe Biden no vio venir: según la narrativa en la que confiaban, al primer exilio cubano, de natural republicano, le siguieron las generaciones más jóvenes y los nuevos inmigrantes que en los años de Obama se mostraron decididamente demócratas. Las urnas han demostrado que muchos de ellos han cambiado de idea. “Se ha cumplido eso que solía decir Reagan: los latinos son republicanos, pero aún no lo saben”, opina Jaime Florez, del Comité Nacional Republicano.
Las políticas de DeSantis en temas como la pandemia o la educación han sido cruciales, según Florez. También el manejo de la crisis migratoria. El envío de un avión lleno de venezolanos a la isla de Massachusets fue bien recibido, por más que le cueste entenderlo a la comisionada de Agricultura, la demócrata Nikki Fried, que considera que aquello fue “una jugarreta política”.
“En Martha’s Vineyard apoyan la política de Biden hasta que les mandan a 50. Esa es la hipocresía de la izquierda. Han entregado la frontera a los narcocarteles”, opina el congresista Mario Díaz-Balart. “Los latinos no nos oponemos a la inmigración, obviamente, pero queremos que sea de manera legal y ordenada”, arguye Alina García, que se estrena en la Cámara de Representantes estatal por un distrito al sur de Miami. “Los latinos han votado por la economía, porque apoyamos los valores familiares y porque no queremos que adoctrinen a nuestros hijos. Que les enseñen matemáticas e inglés, que los valores ya se los daremos en casa”. En eso está de acuerdo Amy Palma, maquilladora de South Beach que decidió apoyar a DeSantis cuando vio que era “el único que durante la pandemia velaba por los pequeños comercios”. “Para muchos de nosotros, el teletrabajo era imposible. Yo no quiero vivir de los subsidios. Dicen que es un hombre brusco, pero yo no estoy buscando un novio, sino un líder. Votaría por Santa Claus si me garantiza que puedo trabajar y ganar dinero”.
Otro motivo de movilización entre sus simpatizantes hispanos, muchos de los cuales llegaron huyendo de regímenes autoritarios de izquierdas como Venezuela, Cuba o Nicaragua, hay que buscarlo en la política exterior de Biden. Esa fue la gota que colmó el vaso para Carolina Castillo, que fue demócrata durante 28 años y en mayo se convirtió tal vez en la nueva republicana más famosa de Florida.
Nacida en Colombia, empezó a cambiar de idea durante la pandemia. Luego, le molestó cómo Estados Unidos salió de Afganistán y sintió “puñalada, tras puñalada” con los gestos de acercamiento de Washington a los líderes izquierdistas de Latinoamérica, como Gustavo Petro, presidente de su país de origen. “Todos sabíamos que era un guerrillero, un criminal”, dice. “Ver a petristas en los equipos de destacados líderes progresistas de Miami me terminó de convencer. Dejé de reconocer a mi partido, convertido en una manada de socialistas. Los hispanos del sur de Florida no somos comunistas, por eso vivimos aquí. Cuando hice público mi cambio de bando, perdí amigos; pero yo no cambié, fue el partido el que cambió”.
“Los demócratas están desconectados de nuestros valores”, considera el analista cubano Giancarlo Sopo, que fija su caída del caballo en 2018, año de la irrupción de Alexandria Ocasio-Cortez en la formación a la que apoyaba. Si ese era el futuro, pensó, mejor pertenecer al pasado. “Los republicanos tienen una presencia constante en las comunidades. Los demócratas solo aparecen cada dos años con celebridades irrelevantes pidiendo el voto. Conozco a muchos que disfrutaron Hamilton, pero aún no he conocido a quien le importe lo que Lin-Manuel Miranda piense sobre política”.
Carmen Peláez, votante demócrata, cree que fue un error que el partido no peleara contra la retórica republicana de que Biden pertenece a la extrema izquierda. Cuenta que cerca de su casa en el área de la Calle 8, epicentro cubano de Miami, había un sitio de voto por adelantado. “Allí unas señoras gritaban que votar demócrata es votar comunismo. Yo entiendo que es un disparate, y que en Washington se nieguen a contradecirlo, pero aquí hubiera sido necesario hacerlo”. Su hermana Ana María, fundadora de Miami Freedom Project, organización que trata de fomentar la agenda progresista entre los hispanos, ve al menos un rayo de esperanza en la elección por Orlando del demócrata Maxwell Alejandro Frost, el primer miembro de la generación Z en la Cámara de Representantes.