El comunicado expresa la preocupación por los hechos que resultaron en la remoción de Castillo, a quien identifican como “Presidente de Perú”, señalando que desde el día de su elección “fue víctima de un antidemocrático hostigamiento”, violatorio de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, para luego ser objeto de un tratamiento judicial igualmente contrario a dicha convención; asimismo, formulan un llamado a todos los actores involucrados en el proceso anterior para que “prioricen la voluntad ciudadana que se pronunció en las urnas”, exhortando a quienes integran las instituciones de “abstenerse de revertir la voluntad popular expresada con el libre sufragio”.
Ciertamente ha sorprendido el tono y contenido de dicho comunicado, que por de pronto se aleja de lo que algunos de estos gobiernos habían señalado inicialmente, en donde expresaban una preocupación general por los acontecimientos en Perú, evitando un respaldo expreso a Castillo. No se trata solo de un desvergonzado intervencionismo en la crisis de un país de la región, rompiendo todos los códigos de prudencia, sino que su contenido supone en la práctica avalar prácticas despóticas y totalmente contrarias a los principios democráticos esenciales, al menospreciar las implicancias de que un jefe de Estado pretendiera clausurar inconstitucionalmente el Congreso y escabullir sus responsabilidades judiciales por los graves casos de corrupción de que es acusado.
El comunicado de estos gobiernos desconoce en los hechos la legitimidad del poder judicial peruano, y de su tenor pareciera desprenderse que abogan por que Pedro Castillo sea restituido en el cargo, a pesar de que todas las instituciones del país cerraron filas en contra de la asonada del exmandatario, y quien asumió la presidencia interina lo hizo en virtud de lo que disponen las normas constitucionales.
Con el pasar de los días se han desatado violentas protestas en distintos puntos de Perú, que ya han cobrado varias víctimas fatales, lo que demandaría extrema prudencia en no seguir atizando una situación ya de suyo muy compleja, y favorecer que la salida a la crisis se dé en todo momento por los cauces institucionales.
A la luz de lo conocido, debe ser motivo de profunda preocupación que estos gobiernos de corte progresista estén privilegiando afinidades ideológicas y lealtades mal entendidas antes que la defensa de la democracia en la región, la cual se encuentra seriamente amenazada en una serie de países. Se trata de un doble estándar ominoso y un retroceso muy preocupante cuando la señal que se está transmitiendo es que las instituciones solo tendrán un actuar legítimo en la medida que sean funcionales a determinadas ideologías.
El mundo progresista con vocación auténticamente democrática debería procurar separar tajantemente aguas con visiones como éstas, y se esperaría que los organismos regionales sean claros en condenar los hechos, sin ambigüedades.