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Opinión

Laura Arroyo Gárate: Perú; la posibilidad de una democracia real

Estamos viviendo la pugna por tener una democracia real contra la continuación de una democracia formal donde sólo participan unas élites. La posibilidad de una república plebeya y popular o la continuación de una república oligárquica

Laura Arroyo 14/01/2023

<p>Miles de vecinos de la región de Puno (Perú) se manifiestan en recuerdo de los 17 asesinados por los cuerpos de seguridad del Estado. </p>
Miles de vecinos de la región de Puno (Perú) se manifiestan en recuerdo de los 17 asesinados por los cuerpos de seguridad del Estado.

AGENCIA EFE

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En el maravilloso libro Los ríos profundos, José María Arguedas tiene, como suele pasar, una frase para todo. En estos 39 días de gobierno de Dina Boluarte regreso mucho a Arguedas para intentar explicar fuera lo que ocurre dentro de mi país y, como imaginaba, encontré la frase que siento que ese Perú movilizado que llora ya a 48 muertos en las protestas se dice a sí mismo: “¡Sí! Había que ser como ese río imperturbable y cristalino, como sus aguas vencedoras. ¡Cómo tú, río Pachachaca! ¡Hermoso caballo de crin brillante, indetenible y permanente, que marcha por el más profundo camino terrestre!”

Hablar de Perú fuera del Perú para explicar Perú es un ejercicio difícil por la magnitud de historia que hay que entrelazar para plasmar lo que ocurre. La reacción inmediata estos días es la del interés, pero también la del desconocimiento de ese pueblo movilizado en el sur del que se habla particularmente poco en España. En España, al decir Perú en estos nueve años de migrante, suelo recibir tres reacciones concretas: “¡el cebiche!”, “¡Machu Picchu!” o, el nombre de un lamentable embajador: “¡Mario Vargas Llosa!”. Pero el Perú que suele ser desconocido es ese que hoy se moviliza y que tiene mejores embajadoras. Perú es el país de Máxima Acuña, la mujer que se enfrentó sola a una transnacional para defender su territorio y que a día de hoy nunca se lo entregó. Perú es el país de Gisela Ortiz y de Raída Cóndor, las mujeres que exigieron justicia por sus familiares víctimas de la dictadura fujimorista y que con esa terquedad indetenible como la del Río Pachachaca lograron meter a Alberto Fujimori en la cárcel por delitos de lesa humanidad. Perú es el país de Killa Sotelo, la hermana de Inti Sotelo, joven que murió en la represión de las marchas que buscaban, y lograron, sacar a un usurpador en la presidencia como Manuel Merino en 2020, y que hoy está en las calles de Lima ayudando a que la protesta siga siendo un derecho y la memoria una obligación colectiva. Perú es el país de Mamá Angélica, una mujer campesina que fue la activista más poderosa que tuvimos en la lucha contra la impunidad por las desapariciones forzadas entre 1980 y 2000. La lista es mucho más larga, y define una vía para entender lo que ocurre hoy en ese Perú que no deja de movilizarse contra un gobierno que no considera suyo. El hoy solo se explica también en estos ejemplos de lucha que nunca cesaron.

La mecha que prendió

El 7 de diciembre, el entonces presidente Pedro Castillo leyó con voz temblorosa ante toda la nación un mensaje. En él anunció la disolución del Congreso, la convocatoria a elecciones para uno nuevo, un toque de queda a nivel nacional, el gobierno mediante decretos ley, la reorganización del sistema de justicia, etc. Cualquiera podría pensar que se trataba de un golpe de Estado y que el entonces presidente se situaba fuera de la ley y la constitución. Sin embargo, aunque es verdad que el anuncio así lo declaraba, Pedro Castillo no llevó a cabo ningún golpe. El golpe, por el contrario, sería otro. El golpe que ganó fue el de quienes, desde que en 2021 Castillo ganó en las urnas, asumieron la voluntad férrea de sacarlo de Palacio de Gobierno. El 7 de diciembre, Castillo les regaló una oportunidad.

Dos horas después del anuncio, el expresidente se encontraba detenido y en custodia. Sigue detenido y se ha ampliado su prisión preventiva a 18 meses. Fueron sus propios escoltas, quienes lo resguardaban en su intento por llegar a la embajada de México en Lima, quienes lo detuvieron. Curioso golpista o dictador el que no cuenta ni con la lealtad de sus propios escoltas, ¿verdad? Investigaciones y testimonios posteriores, como el que publicó IDL-Reporteros dan cuenta de que los principales cargos de las Fuerzas Armadas, semanas antes, ya no respondían al que todavía era el Jefe de Estado, sino a sus cabezas internas. Habían creado un comité de crisis considerando las ‘posibilidades’ de un conflicto. Entraron en esta ecuación el Poder Judicial, la Junta Nacional de Justicia, el Tribunal Constitucional y la Fiscal de la Nación. Castillo, jefe de Estado, ya no lo era del todo antes de su anuncio del 7 de diciembre.

Ese mismo día ocurría otro hecho en el Congreso de la República. Se venía anunciando durante meses el tercer intento de vacancia contra Pedro Castillo. La vacancia es una figura legal amparada en la Constitución con el vacío peligroso que supone que se pueda sacar a un presidente por “incapacidad moral”. ¿Qué es “incapacidad moral”? Lo que el Congreso y, en última instancia, el Tribunal Constitucional –elegido por el Congreso– decidan. En un año y medio de gobierno se presentaron tres mociones de vacancia contra Pedro Castillo en el Congreso. Todo indicaba que esta tercera no sería la vencida y que los votos para inhabilitar al presidente no se alcanzarían. Sin embargo, por uno de esos misterios aún sin resolver, Castillo decide pronunciar su discurso y con ello el Congreso, de mayoría derechista y con la intención de sacarlo del cargo desde antes de que lo asumiera, tuvo la excusa perfecta para proceder. Consiguieron los votos, cesaron al presidente y se dio inicio así al proceso de sucesión por el cual la vicepresidenta Dina Boluarte asumió el cargo.

Ese mismo día, Dina Boluarte ingresaba al Congreso de la República a juramentar como presidenta mientras el expresidente se encontraba detenido. Más allá de las interpretaciones legales, lo cierto es que la bajísima legitimidad de dicho Congreso es clave para entender por qué el anuncio de disolver el Congreso que hizo Pedro Castillo empató con ese ánimo de enfado con una institución que es percibida como corrupta e interesada. Las demandas por “cerrar el Congreso” han ido en ascenso en los últimos años y recordemos que cuando el expresidente Martín Vizcarra cerró el Congreso vio su popularidad crecer de manera inédita. En este escenario se esperaba que Boluarte, entendiendo la fragilidad de la situación, escucharía el reclamo y asumiría una transición que permitiera un adelanto electoral lo más pronto posible. Pero Boluarte y las fuerzas con las que hoy cogobierna tenían otros planes. Su primer discurso no dejó lugar a dudas: nos quedamos todos hasta 2026. Como si nada hubiera pasado. Como si Castillo, más allá de cualquier valoración política, no fuera un presidente que contaba con un 31% de respaldo ciudadano y que aumentaba en su aprobación sistemáticamente durante los últimos seis meses. Como si no fuera también claro que ese Congreso al que Boluarte le tendía la mano había intentado sacarlo del cargo desde el primer momento y que, por tanto, había un Perú sembrando la indignación de ver que el voto que ejerció en 2021 podía ser revertido si se unían desde todos los poderes para que así fuera. Pero, en lugar de hablarle a ese país que miraba la escena intentando entender qué había ocurrido, decidió hablarle sólo a sus aliados. De esos polvos, estos lodos. En ese momento, la mecha se prendió.

La ultraderecha peruana y la derecha canibalizada por esta se empeñaron desde el día uno en instalar la idea de que Castillo no era un presidente legítimo

“Yo tengo al presidente”

El historiador peruano José Carlos Agüero ha sabido definir bien lo que significó Pedro Castillo como símbolo. La presidencia no es sólo un espacio de poder, sino también un espacio de representación simbólica. En los países de América Latina lo sabemos especialmente. Recordemos, por ejemplo, la reivindicación histórica para el pueblo aimara que significó un presidente como Evo Morales en Bolivia. Del mismo modo, Pedro Castillo fue también una figura reivindicativa. En una democracia como la peruana, una democracia “formal” que se sostiene sobre instituciones precarias “formales” pero que no alcanza a las mayorías, la victoria de Castillo fue, como diría Agüero, una suerte de “presidente tapón”. Una forma del pueblo de decir, desde la absoluta convicción de esta frase, “ustedes tienen todos los poderes, pero yo tengo al presidente”. Ese “yo” nos habla de ese país mayoritario del que casi nunca habla el poder mediático ni mucho menos el poder económico. Ese “yo” nos habla de un Perú mayoritario que vive con un Estado no sólo ausente, sino de espaldas a esa mayoría. Ese “yo” nos habla de ese Perú mayoritario que es víctima constante de racismo y clasismo por parte de las élites que sí disfrutan de esa democracia formal de la que son los únicos protagonistas.

Esto explica que Perú sea el país de América Latina con más ciudadanos descontentos con su democracia (LAPOP 2020). Lo sorprendente sería que la cifra fuera otra. La democracia peruana desde hace décadas tiene una única forma de concreción para la gran mayoría del país: el domingo electoral. Ese domingo electoral como único espacio democrático real en el que, por un día, un campesino de las comunidades altoandinas tiene el mismo poder que un vecino de San Isidro, uno de los distritos más pudientes de Lima. Ese domingo en el que todos los peruanos y peruanas en el ejercicio de marcar una cédula y depositarla en un ánfora son iguales. Ello explica que, tras la segunda vuelta electoral en 2021 –una segunda vuelta en la que todos los espacios de poder peruano se posicionaron a favor de la candidata Keiko Fujimori–, no lograran su objetivo significó mucho más que una victoria electoral. Significó una posibilidad de democracia de otro tipo y dio inicio a un tipo de pulsión popular distinta que es la que hoy se está exigiendo: una democracia profunda.

Pero desde entonces se empezó a jugar irresponsablemente a encender la mecha.

Desde el momento en que Pedro Castillo ganó las elecciones sucedieron una serie de hechos con la intención de revertir el resultado. Por un lado, los anuncios de fraude desde el ala perdedora –todos los poderes incluidos–, pese a que los observadores internacionales confirmaron que no lo hubo, demostraron la voluntad por no aceptar el resultado ni, por tanto, la presidencia de Castillo. Esta estrategia no nos resulta extraña. La vimos antes en Estados Unidos cuando Trump se negó a aceptar su derrota, y vimos días después con el asalto al Capitolio lo que esos discursos provocan. De la misma forma, esta práctica la vimos en Brasil, cuando Bolsonaro no aceptó los resultados y, nuevamente, promovieron un discurso antidemocrático que terminó en la toma del Congreso y el Tribunal Constitucional. También vemos esta estrategia en la ultraderecha española, ya sea a través de Vox, sus espacios de difusión mediática o, incluso, el rey Felipe VI, cuando se arroga la facultad de decidir qué partidos son constitucionalistas y cuáles no e insiste en determinar que el Gobierno actual es ilegítimo. No sólo se quiebra a la democracia en dicho discurso, sino que se convoca a la ciudadanía a actuar en consecuencia. En la misma línea, y con el mismo discurso que ya conocemos internacionalmente, la ultraderecha peruana y la derecha canibalizada por esta ultraderecha se empeñaron desde el día uno en instalar la idea de que Castillo no era un presidente legítimo y, por tanto, cualquier vía para destituirlo era tan necesaria como urgente.

Nada de esto obvia la precariedad del gobierno de Castillo y también su responsabilidad en dicha precariedad

Fue así que vimos una orquestación sostenida más fuerte que la que Perú vivió durante la segunda vuelta electoral de 2021. Del “voten por Keiko Fujimori para salvar al Perú” se transitó al “echemos a Pedro Castillo para salvar al Perú”, que fue escenificado con marchas convocadas desde los poderes para exigir la renuncia del presidente. A lo que cabe añadir las tres mociones de vacancia impulsadas desde el Congreso, las censuras sucesivas a ministros, con la obstaculización constante de proyectos de ley enviados desde el Ejecutivo al Legislativo para su discusión y aprobación, e intentos que incluyeron hasta a la Fiscal de la Nación para que idease una fórmula legal que permitiera suspender al presidente con los votos del Congreso.

Nada de esto obvia la precariedad del gobierno de Castillo y también su responsabilidad en dicha precariedad. Su incapacidad para llegar a acuerdos con fuerzas que ampliasen el espacio de las izquierdas o fuerzas del cambio para sostener su presidencia, su apuesta por cerrar su círculo de confianza de manera irresponsable en términos de gestión o su continua apuesta por tender puentes con quienes querían destituirlo en lugar de hacerlo con quienes desde el espectro popular apoyaban su mandato, hicieron crecer la debilidad de su gobierno. Sin embargo, no se puede valorar la gestión de Pedro Castillo aislada del contexto que vivió su mandato desde el primer minuto de la campaña electoral, ni puede analizarse tampoco aquel errado mensaje del 7 de diciembre sin entender todo el contexto que empujó a un presidente sin ideología, pero con con un importante apoyo popular, a leerlo debido a lo que significó y aún significa en el Perú de hoy: la posibilidad de otra democracia.

Con la salida de Pedro Castillo de Palacio de Gobierno el 7 de diciembre, con su rápida detención, cuando todos los otros presidentes han enfrentado diversos procesos por corrupción desde la comodidad de sus hogares, con el ejercicio cuestionable desde lo jurídico sobre el delito que se le imputa y que actualmente lo mantiene en prisión, con la celebración vergonzosa del Congreso que buscó gobernar desde el inicio quebrando el equilibrio de poderes y construyendo de facto un régimen parlamentario en un país que es presidencialista y con el aplauso explícito y sin rubor del poder económico, empresarial, judicial y mediático, se terminó por romper el precario pacto democrático peruano. El domingo electoral dejó de existir como esa concreción de democracia formal aunque no real. Y quienes tenían a un presidente se dieron cuenta de que los poderes no permitirían que tuvieran siquiera esa posibilidad.

Vemos a un Perú movilizado exigiendo participar en igualdad de condiciones en un país que es tan suyo como de cualquier otro peruano o peruana

Lo que está en disputa

El Perú movilizado hoy tiene características concretas. Es esencialmente rural, sureño, andino. Es ese Perú que, como decíamos, sabe del Estado por oídas y no porque lo sienta cercano. Sabe de las desigualdades más que nadie porque las padece desde siempre. Sabe de la democracia que no existe porque su voto no vale igual que el de otros. Ese Perú movilizado tiene un pliego de reclamos concreto, pese a que la presidenta Boluarte se empeña en repetir que “no entiende” lo que se le pide. El Perú movilizado exige tres medidas concretas para iniciar el camino de salida de la crisis: la renuncia de Dina Boluarte, porque no la reconocen como presidenta legítima, el cierre del Congreso y el adelanto electoral para nombrar a nuevas autoridades lo antes posible. A estas tres demandas se le añade el gran reclamo de fondo: la posibilidad de una nueva Constitución. Asimismo, no podemos desconocer que existen algunos pedidos plurales con menor consenso pero importantes: la libertad del presidente Pedro Castillo y, en menor medida, su reposición como presidente constitucional.

Pese a que algunos analistas intentan analizar el escenario como un contexto de polarización donde se puede igualar a quienes reprimen con quienes protestan, lo que estamos viviendo en Perú es una disputa que si lo pensamos bien es fácil de entender. Estamos viviendo la pugna entre la posibilidad de una democracia real contra la continuación de una democracia formal donde sólo participan unas élites. En buena cuenta, la posibilidad de una república plebeya y popular o la continuación de una república oligárquica. Y estamos viendo también la respuesta de las élites que no están dispuestas a permitir que esa democratización posible ocurra. Vemos a un Perú movilizado exigiendo participar en igualdad de condiciones en un país que es tan suyo como de cualquier peruano y peruana y, para ello, hoy exige que no sólo su voto sea respetado como no lo fue en 2021, sino que su voz cobre otro protagonismo. Pedro Castillo ha logrado, sin quererlo, desplazar el tablero de la disputa política en el Perú actual y hemos transitado del anhelo por democratizar el poder a la oportunidad concreta de hacerlo.

El poder mediático se ha encargado de invisibilizar durante años las voces de quienes hoy protestan y hoy lo sigue haciendo

Sin embargo, la reacción frente a ese anhelo es también muy poderosa. En este momento Dina Boluarte no gobierna, sino lidera un cogobierno. Un cogobierno que se sostiene sobre la represión de las Fuerzas del Orden. Un gobierno que necesita de las balas para mantenerse es, evidentemente, insostenible. Un gobierno con 48 muertos en 39 días es, cuanto menos, indeseable. Pero el cogobierno de Boluarte no es sólo un pacto entre ella y las fuerzas del orden como brazo ejecutor de las políticas represivas. Boluarte necesita una articulación amplia para sostenerse en el poder. Esa misma articulación que perdió las elecciones de 2021 y que logró imponer su golpe en diciembre de 2022. El poder político del Congreso de mayoría de derechas es fundamental para ella. No gobierna para ellos, sino con ellos. El plan de gobierno, el proyecto restaurador del régimen de la dictadura fujimorista, el ‘terruqueo’ como estrategia para legitimar la eliminación del ‘otro’, el control de los órganos electorales a través de proyectos de ley para garantizarse el triunfo en futuras elecciones, etc., son todos pasos de este poder que cogobierna con Boluarte. En la misma línea, el poder económico cogobierna para sostener la arquitectura económica y fiscal que se implementó durante la dictadura fujimorista y que vieron que podía empezar a tambalear con el expresidente que, lamentablemente, no puso todo su empeño en ello tampoco. Por su parte, el poder judicial participa activamente en el cogobierno al desarrollar acciones para garantizar la impunidad de quienes desde las Fuerzas del Orden aprietan los gatillos estos días, pero también descabezando hasta a más de 50 direcciones a nivel nacional que serán las encargadas de juzgar a quienes hoy son perseguidos políticos del nuevo régimen de Boluarte. Es el Poder Judicial el que ampara legalmente que se allanen locales de partidos políticos de izquierdas, de la Confederación Campesina del Perú y que se detenga arbitrariamente a dirigentes políticos, sociales y sindicales acusándolos del delito de terrorismo. Esa persecución política es el brazo judicial que, como decimos, cogobierna con Boluarte. Y, por supuesto, no podía faltar el poder mediático. Es el principal altavoz del relato del gobierno y se encarga de difundir la estrategia del terruqueo por una parte, equipara a quienes protestan exigiendo demandas con las que se puede discrepar, con quienes apuntan directamente a los cuerpos de estos manifestantes como se ha comprobado en imágenes que sólo podemos ver en las redes sociales y como fue señalado también en la rueda de prensa de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. El poder mediático se ha encargado de invisibilizar durante años las voces de quienes hoy protestan y hoy lo sigue haciendo. No se ven en las grandes cadenas televisivas ni en las portadas de los diarios las cifras de los muertos, sus rostros, sus nombres o sus lugares de procedencia. No se leen ni se oyen tampoco las demandas que plantean quienes protestan y caminan hacia Lima porque sienten que es la única forma en que podrán hacerse oír. Por el contrario, se les califica de “terroristas”, se ridiculizan sus peticiones, se les discrimina de manera racista y clasista, cuando no se les invisibiliza del todo por no considerarlos siquiera ciudadanos. Cuando las marchas se organizaban contra el gobierno de Pedro Castillo vimos despliegues en vivo en los medios que pertenecen al oligopolio mediático del Perú, hoy sólo nos quedan las redes sociales para ver la procesión fúnebre de los 17 muertos en Puno, el entierro en Cusco de un líder como fue Remo Candia y buscamos en internet información valiente que hable de los 10 muertos en Ayacucho donde la represión empezó con particular ensañamiento.

Vivimos entonces un cogobierno de múltiples actores que tras el régimen fujimorista sostuvieron sus cuotas de poder en la arquitectura del poder peruano que construyó una apariencia de democracia formal sobre la base de los cimientos que la dictadura dejó bien atados. Pero hoy, tras el temor de perder siquiera eso, han restaurado su poder y están recrudeciendo los pasos para evitar que nadie pueda volver a intentar cambiarlos.

Muchas veces, frente a la pregunta ¿qué está pasando en Perú? He contestado con la frase “es complejo” antes de empezar a explicar lo que he intentado sintetizar en estas líneas. Hoy, sin embargo, creo que explicar lo que ocurre es en realidad muy sencillo. Lo que estamos viviendo es una disputa por una democracia profunda y real que incluya a todos y a todas en igualdad de condiciones, o la continuación de la democracia formal como armatoste superficial de un continuismo que excluye a las mayorías. Ni más ni menos. Ese anhelo por una democracia real, popular y plebeya hoy está liderando la transformación en un país cuya clase política no logró nunca liderar dicha apuesta. Es el pueblo, con su desorden, pero también su espontaneidad y su energía guerrera, el que está marcando el camino y nos corresponde escuchar y, sobre todo, acompañar y saber apoyar con todo lo que tenemos. La disputa de fondo es por la democracia y, por tanto, debería resultar fácil para cualquier demócrata posicionarse. En el país de todas las sangres, muchas de ellas antes ignoradas, hoy por fin están abriéndose paso como el Río Pachachaca, como aguas vencedoras.

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