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Política

 David Roca Basadre: La burguesía chola se subleva

Al inmenso pueblo de los señores hemos llegado y lo estamos removiendo. Con nuestro corazón lo alcanzamos, lo penetramos; con nuestro regocijo no extinguido, con la relampagueante alegría del hombre sufriente que tiene el poder de todos los cielos, con nuestros himnos antiguos y nuevos, lo estamos envolviendo. (…) Somos miles de millares, aquí, ahora. Estamos juntos; nos hemos congregado pueblo por pueblo, nombre por nombre, y estamos apretando a esta inmensa ciudad que nos odiaba, que nos despreciaba como a excremento de caballos.”

De “A nuestro padre creador Túpac Amaru” José María Arguedas

Quizá vivimos la ruptura del nudo arguediano, en un movimiento histórico que no es “de izquierdas”

Un sentido común entre los grupos de mayor poder económico y social en el Perú, y que acapara a los espacios del Estado en dictadura, es el de calificar de “izquierda” a todo lo que se mueve en contra de lo que piensan, creen o defienden. Esto es característico, además, de toda extrema derecha, lantidemocrática por definición, que necesita siempre de un discurso maniqueo y absoluto para evitar cualquier debate.

La palabra “izquierda” les es útil para poder, de inmediato, desplazarse hacia el terruqueo o – peor – el ninguneo, con un matiz abiertamente racista, de los opositores, que resultan siempre ser manipulados, ignorantes, etc.

Vamos por partes

El término “izquierda” no nació con alguna ideología, sino que fue, desde sus orígenes en aquella Francia del siglo XVIII que lo prestó a todos, sinónimo de rebeldía de un sector excluido contra cierto estado de cosas que se niega a cambiar.

Los dueños del poder en el Perú no han inventado nada, solo acuden al repliegue común a todos aquellos que se aferran no solo a sus privilegios sino a hábitos y modos de vida que les aterra cambiar, y que es el sentido común de todos los conservadores de la Historia. Viven en una tradición que, en Occidente, tiene a muchos sistematizadores de motivos para la resistencia a todo cambio.

El prejuicio, por ejemplo, para el historiador de la contrarrevolución Edmund Burke es “de una aplicación repentina en cada ocasión, determina antes que nada el espíritu a seguir, con constancia, la vía de la sabiduría, y de la virtud. (…) el prejuicio hace de la virtud un hábito para los hombres.”(1)

Pero una cosa es ser conservador en Europa, y otra totalmente distinta serlo en nuestro continente o en cualquier tierra no europea. Y que es lo que hace que su matriz sea profundamente racista.

Al menos los marxistas, con mejor tino, importaron también ideas occidentales, pero trataron de adaptarlas a realidades distintas de aquellas en las que surgieron sus propios prejuicios. Aunque no fuera suficiente el esfuerzo.

Lo que no entienden

Un ejemplo para entender los desencuentros de origen y que persisten lo podemos buscar, como al azar, en un caso reciente, que me cupo la posibilidad de seguir: el juicio a los indígenas awajún y wampís en el año 2015 por el llamado “Baguazo”.(2) Ocurrió que “durante el juicio a los indígenas en Bagua los jueces debieron retardar el proceso, porque la intérprete wampís Dina Ananco Ahuananchi expresó la necesidad de que se explicara a los encausados cada uno de los términos en que consistía la acusación. Ocurre que la mayoría de los indígenas no entendía por qué estaban siendo enjuiciados.” Entre los encausados razonaban: “‘a mí me provocan, me invaden, reacciono, me defiendo, y el más grande me castiga encima.”

Isaac Paz, el intérprete awajún, explicaba: “Los awajún y wampís siempre van al origen de las cosas, a la causa de las cosas. ¿Cuál fue el inicio? Un juez awajún hubiera juzgado a los que entraron, a los que invadieron”. Es decir, a los responsables políticos en el Estado: el entonces presidente Alan García, su ministra del interior Mercedes Cabanillas…

Con este ejemplo podemos explicarnos el abismo que distancia a los múltiples pueblos del Perú de las élites dominantes. Y reparar en que el problema, de una manera más profunda y compleja, trata, aunque no se puede/quiere ver, de relaciones distintas de un lado y del otro, con la tierra.

El Amauta José Carlos Mariátegui, al abordar, como le llamó, el problema del indio, estaba a un brinco de saltar de “la prisión económica” para arribar a la visión del paisaje que envuelve más cercanamente a lo que se defiende con las uñas hoy en día: aquella visión entrañable, desde las entrañas, del Amauta José María Arguedas.

En ese sentido y, en otros términos, Aníbal Quijano describe lo que forjó nuestras repúblicas políticamente independientes en América Latina y el Caribe, como “esta extraña paradoja: una sociedad organizada en términos coloniales, donde los ejes coloniales no solo no son desmontados, sino que se reafirman y encostran.”(3)

Los que emergen

Hoy nos encontramos con un extenso movimiento de respuesta social a la vez que profundamente emotivo, una repentina explosión de respuesta a siglos de olvido y rechazo, y a sinrazones nacidas del predominio de una sola herencia cultural, impuesta desde la colonia como absoluta, mientras se rechaza la pluriculturalidad originaria.

Si analizamos las características generales de las personas que se movilizan en las manifestaciones contra el régimen de Boluarte y el Congreso, vemos que hay jornaleros o trabajadores de ese tipo, pero son sobre todo comerciantes, pequeños empresarios, campesinos dueños de sus tierras, profesionales, estudiantes universitarios hijos de campesinos, miembros de comunidades, y también desposeídos, empobrecidos – con apoyo del Estado – por las empresas extractivas. Aymaras, chancas, quechuas, asheninkas, awajún, etc., y mestizos, todos sumergidos en el limbo cultural al que la educación formal y el ambiente social los ha sumergido.

Se trata del despertar de un país al que los sectores dominantes neoeuropeos jamás se tomaron el trabajo de entender más allá de la morfología y los dones de su subsuelo.

El limbo cultural

Escribimos hace unos años: “Lo real es que a quien proviene del mundo rural, andino o amazónico, se le sigue desarraigando, como desde hace centurias, de toda relación de reconocimiento con su paisaje, al punto que lo desconoce, que se avergüenza de lo que sabe – a lo que ha convertido en despreciables creencias o supersticiones – y se avergüenza de su lengua y de sus vestimentas a todo lo cual ha folklorizado, a cambio de unos conocimientos del mundo occidental que nunca llegan completos, o llegan mal. La escuela no llena las expectativas, enseña mal en la lengua materna, o no lo hace, cuando ya se supone que se ha dotado al sistema educativo de esa voluntad, y ello genera frustración, vacío. Sin los desvalorizados conocimientos originarios ligados a la tierra de la que no deja de ser despojado o de la que se aleja porque ha sido empobrecida, no recibe tampoco la promesa de la educación que lo integraría al mundo dominante. Y su suerte es, entonces, la de un limbo de nociones incompletas que no sirven ni para lo propio ni para lo ajeno. Limbo del que muy pocos logran escapar para ponerse a salvo.”(4)

Agregaría hoy, con más reflexión, al pueblo campesino costeño que perdió de vista sus raíces y a los migrantes en las grandes ciudades como los que rodean a Lima, entre quienes padecen ese aislamiento hecho a propósito.

Pero ese mundo sí se conoce a sí mismo. Y hoy que tiene la influencia de treinta años de sentido común individualista promovido por el liberalismo económico descontrolado y simultáneamente mercantilista, ha creado personajes sinérgicos, a caballo entre los sentidos colectivistas originarios y el sentido de aislamiento social a que conduce la certidumbre de que cada uno se las tiene que arreglar solo. Un encuentro mal tejido entre el ser real en el mundo informal, y el deber/querer ser que la formalidad de pocos ofrece como ideal inalcanzable.

La tierra y dos mundos

Desde la conquista, el invasor decide que el lugar que invade es tierra de saqueo, para enviar recursos a la metrópoli, incluyendo la explotación de “los naturales”. Esa lógica prosigue con la república en manos de los grupos de poder y su pequeño mundo neoeuropeo, y sigue hasta hoy: exportar para crecer. Si para ello hay que agotar fuentes de agua, envenenar ríos o lagunas, destruir bosques, empobrecer la biomasa marina hasta límites inimaginables (quizá el 50% del mar peruano, sin dudas el más rico del planeta, ha sido arrasado), es lo de menos porque se trata de aprovisionar al comprador externo, de favorecer al inversionista que es también un socio. La tierra se mira como ajena, y solo para aprovecharla.

Antes de la conquista, el habitante del territorio trabajaba para sí mismo. La organización del Estado o las organizaciones políticas previas a la invasión y el virreinato estaban hechas para abastecer y favorecer al habitante de la tierra en la que se constituía el territorio. Incluso en los procesos de conquista, la absorción del otro se hacía mediante la imposición ciertamente, pero respetando usos y costumbres e incluso asumiendo parte de los valores de los otros, incluyendo deidades de los panteones locales. Que es como transcurre hoy el mundo de los mercados locales, de los comercios e industrias informales, pequeños pero numerosos y centrados en atender demandas cercanas en todo el país.

Esa aproximación distinta hacia la tierra marca la diferencia fundamental entre los dos mundos. Y, a pesar de la disposición del mundo mayoritario a incorporarse a la cultura dominante, al ser esta disposición rechazada siempre, los mundos no solo se apartan, se afirman permanentemente como extraños, sino que, a pesar de generar incluso economías interconectadas por la necesidad, son por definición diferentes. La colonialidad del poder tiene esta característica que podemos reconocer como ecológica, donde el ecocidio es también parte de la forma de imposición de los pocos sobre los muchos ajenos.

En ese marco se da el problema central que Quijano reconoce como el nudo arguediano, donde identidad, modernidad y democracia son las aspiraciones, los anhelos que “no pueden lograrse uno tras otro. No pueden lograrse los unos sin los otros.”(5)

Esta revolución no es “de izquierdas”

La situación es como sigue. “La recaudación tributaria como porcentaje del PIB de Perú en 2020 (15.2%) estuvo por debajo del promedio de América Latina y el Caribe (21.9%) (…) y por debajo del promedio de la OCDE (33.5%)”(6). Es lo que aporta el 25% formal, cuya cúspide empresarial se beneficia con la mayor parte del jamón y paga los menos impuestos que puede.

Mientras que el 75% del país informal vive en el paraíso de Milton Friedman, sin regulación alguna, sin pagar impuestos, pero pagando los salarios que le da la gana, sin pagar o recibir beneficios ni seguros, devastando también en algunos casos, y aportando por esta vía, más los impuestos indirectos, a los ingresos del Estado. Según el INEI, “el sector informal aporta el 18% al valor total de todos los productos producidos.”(7) A lo que hay que sumar lo que no se contabiliza, pero ingresa de todas maneras al sistema financiero, sin que nadie pregunte de dónde viene.

A este mundo de la informalidad el economista Francisco Durand lo llama el colchón que permite, mediante la contención social, que la macroeconomía luzca exitosa. Un mundo en el que circula mucho dinero ilegal pero mayoritariamente no delictivo, y que – para que quede claro el financiamiento de las movilizaciones – en todos los lugares del país, de manera espontánea, ha acumulado fondos suficientes en bolsas que permiten mantener la oposición al régimen.

El mundo de la informalidad produce situaciones de explotación extrema, humanamente insoportables. Lo hemos visto todos en los casos de trágicas pérdidas de vidas humanas por descontrol de los “emprendimientos” informales. Es decir que tampoco es deseable desde la perspectiva de una sociedad democrática, que es valor al que todos aspiramos.

No pretendemos dar respuestas a esas interrogantes por nuestra cuenta, porque queremos, más bien, explicar por qué creemos que todo aquel dilema puede estar encontrando vías de solución por su propia cuenta.

La nueva burguesía chola

El caso de Pedro Castillo, campesino maestro rural elevado a presidente de la república ha sido el gatillo que aguardaba hace tiempo el mundo contenido en la informalidad económica, cultural, social, cultural, lingüística.

Por mediocre, corrupto y sin rumbo que haya sido el gobierno de Castillo, el trato que recibió el personaje antes incluso de que mostrara sus pocas capacidades para gobernar, fue degradante, humillante y flagrantemente racializado, racista.

La vacancia de Castillo, formalmente legal y consecuencia de una acción a la que, al parecer, fue conducido con engaños pueriles, nunca fue entendida como lo que la formalidad legal establece, sino como la conclusión de todas las agresiones y maltratos recibidos antes por parte del pequeño grupo dueño del poder en la capital y que, en estos tiempos, se halla empoderado en el Congreso de la República como sostén de una dictadura militarizada.

La revuelta popular, espontánea, sin azuzadores ni dirigencias, con una agenda no ideológica sino práctica, que incluye la disolución del congreso, la renuncia de Dina Boluarte a la presidencia de la república, y elecciones generales en 2023, a lo que se suma ahora demanda de justicia para los asesinados por la represión con balas, implica también la afirmación de la población mayoritaria, la de la informalidad y la marginación, en su demanda de ser reconocidos. Varios dicen: “qué respeten mi voto”, lo que no es necesariamente respaldo a la figura del expresidente vacado, sino al principio del valor de ese voto, que se resiente como despreciado.

En ese marco general, lo que vemos es a una burguesía chola, de comerciantes semiurbanos y urbanos, pequeños inversionistas, agrocomerciantes, profesionales, universitarios hijos de campesinos, mayormente en el mundo informal, que busca irrumpir con fuerza, que busca acceder a los espacios donde se definen los modos de vida, las orientaciones generales culturales, las estrategias económicas, los modos y fondos de la educación, el acceso igual a la salud, pública o privada, y la posibilidad de hacer, finalmente, el Estado de la sociedad pluricultural nacida de la biodiversidad que lo produjo.

Pero, además, que todo ello no transcurra solo en Lima u otra ciudad costera, sino de manera equivalente en cada lugar del país: una descentralización de verdad, desde abajo, desde la producción, la organización social, el mercado local, y el Estado para todos y en todos lados, y no la comedia burocrática fallida que hoy nos desorganiza.

La promesa de la vida peruana

Mencionar el título del libro de Jorge Basadre, sobre la promesa de la vida peruana es una especie de sentencia repetitiva que, al ser además incumplida, termina por no significar nada. La señora Boluarte también recurrió a esa triquiñuela demagógica. Pero habría que citar a Basadre más precisamente: “al mismo tiempo que la higiene, la salud, el trabajo y la cultura de Pedro Mamani, importa que el territorio en el cual él vive no disminuya, sino que acreciente su rendimiento dentro del cuadro completo de la producción nacional. (…) En nuestro país no sólo debemos preocuparnos de la distribución; sino también de la mayor producción y del mayor consumo. Nuestro problema no es sólo de reparto; es también de aumento. Que el peruano viva mejor; pero que al mismo tiempo el Perú dé más de sí.”(8)

Basadre, un descentralista convencido, se refiere a producir todos y para nosotros mismos como comunidad de peruanos, y de manera inclusiva. Se refiere a una relación armoniosa, respetuosa con la tierra por sentido básico de pertenencia, a la diversificación de mercados – y no solo uno hacia afuera – que es lo que predomina entre quienes hoy siguen informalizados y reclaman su lugar. Y que, si bien tienen raíces colectivistas muy arraigadas, reclaman el derecho a actuar como individuos, protagonistas ellos y sus hijos, como actores que deciden el destino del territorio del que, como gente, son parte al mismo tiempo que toda la flora, fauna y el mundo inanimado de la biósfera. Es el Perú proyectado por Túpac Amaru II, la solución del Perú sentido y sufrido por José María Arguedas. Es la ruptura del nudo arguediano de la única forma posible, tal como – explica Quijano – Alejandro rompió el nudo gordiano con un golpe de sable. Es decir, tal como la estamos viviendo.

Es, pues, un enorme destacamento de lo que podemos denominar como burguesía chola – al modo del tercer estado durante la revolución francesa, por acercarnos a una idea conocida y cuya similitud es posible en el estado colonial – lo que hoy se está movilizando y planteando una revolución que esperaba su momento.

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