La violencia en Perú es responsabilidad de una clase política incompetente, que no hace esfuerzos por cambiar, opina Günther Maihold. Un diálogo amplio a nivel nacional podría ser la salida a la crisis.
Un hombre muestra heridas de balas de goma durante una manifestación en Lima. (4.02.2023).
En Perú, las protestas y manifestaciones siguen en marcha, al igual que los enfrentamientos con la Policía, que hasta la fecha han cobrado más de 50 muertos. El foco de los conflictos, que se iniciaron en las regiones provinciales del Perú, se ha trasladado finalmente a Lima. Allí se ha aunado al tradicional rechazo a la élite capitalina por parte de los pobladores provenientes de la sierra, que se sienten marginados, tanto en las decisiones políticas como en la distribución de los beneficios que trajeron las altas tasas de crecimiento económico de la década pasada al país con el auge de las materias primas.
Es en las regiones del sur donde se ha registrado la mayor cantidad de bloqueos en vías nacionales, tomas de aeropuertos y manifestaciones. Mientras tanto, a pesar de la escalada de violencia, instituciones como el Congreso y la Presidencia no logran encontrar una salida al callejón hacia el cual han maniobrado al país andino.
Una espiral destructiva de violencia y desgobierno
En este momento hay grandes dudas sobre quién será capaz de controlar la ola de violencia en el Perú. La escalada, que se generó con el ingreso de la Policía a la Universidad de San Marcos, en Lima, no podrá frenarse solamente con gas lacrimógeno. La represión de las turbulencias ha llegado a sus límites. Esta violencia desenfrenada es expresión continua de una crisis de gobernabilidad, consecuencia de una polarización política que no ha permitido generar consensos, y que sigue una lógica de inestabilidad en el ejercicio del poder.
El interés primordial de los actores políticos se centra en generar contrapesos al adversario y lograr congelar así su capacidad de acción. Tanto desde la presidencia como de parte del Congreso se aplican preferentemente mecanismos extremos, de vacancia, renuncias del presidente, disolución del Congreso, y nuevamente vacancia. La democracia peruana se mueve de traspié en traspié. En la población se expande una sensación de indignación ante la falta de voluntad y también de incapacidad para el diálogo por parte del poder presidencial, que más bien prefiere recurrir a medidas represivas. Al mismo tiempo, se recurre a calificar las protestas como “terrorismo”, lo cual provoca los clamores de diferentes partes por una intervención militar para salir del callejón sin salida en el cual se encuentra la sociedad peruana.
Desconfianza de las instituciones agrava la situación
Una exigencia de los manifestantes es la renuncia de la presidenta,Dina Boluarte, quien asumió este cargo después de la destitución de Pedro Castillo como presidente, acusado por intentar una especie de autogolpe contra el Congreso. Sin embargo, en el Congreso tampoco se encuentra la posibilidad alguna de solucionar el conflicto, ya que este ha contribuido sustancialmente a la inestabilidad institucional que marca al país sudamericano desde hace más de una década.
El consumo de liderazgos políticos en el Perú es vertiginoso, con el juego político perverso y destructivo de una élite política agotada, que es incapaz de encontrar consensos. Al mismo tiempo, está propiciando una fragmentación interna de todas las fuerzas políticas que profundizan la crisis actual. Los partidos políticos, degenerados en proyectos personalistas, han perdido credibilidad.
Además, no existe un árbitro reconocido por las partes, ya que el sistema judicial se ha convertido en un participante activo en los pleitos entre el Ejecutivo y el Poder Legislativo, de manera que no aparecen salidas institucionales de consenso, por ejemplo, para adelantar las elecciones a diciembre de 2023.
Ante la desconfianza mutua entre los poderes del Estado, por un lado, y de la población frente a ellos, por el otro, la sociedad peruana se enfrenta a la ausencia de interlocutores reconocidos en el Ejecutivo y en el Legislativo. En el país predomina la sospecha generalizada sobre la clase política por corrupción y tráfico de influencias para capitalizar ventajas personales y políticas.
Como la política se ha convertido en una batalla por la autoridad moral entre los poderes del Estado, hay un gran peligro de que la democracia peruana pueda terminar descarrilada, con una intervención militar, a fin de lograr que vuelva el sosiego en la población. Pero esta opción que adelantan ciertos grupos solamente podrá atizar más aún a una sociedad convulsa ante los actuales problemas de gobernabilidad.
La ausencia de soluciones viables a la crisis
Las peticiones que levantan unos, al exigir una asamblea constituyente y la disolución del Congreso, o por lo menos adelantar el proceso electoral, para otros termina siendo la destrucción del Estado. Hay congresistas que se oponen a ver recortado su mandato cuando se adelanten las elecciones, y, además, desean modificar el Jurado Nacional de Elecciones (JNE) y declarar inhabilitaciones para ciertas personalidades políticas.
Sin embargo, con este bagaje político ni será factible lograr elecciones todavía en 2023, ni el mismo adelanto de la fecha electoral va a poder aliviar la acumulación de factores sin resolver, como el centralismo y la exclusión social. Y también existen fuertes dudas de que una salida de carácter institucional logre desescalar la violencia y calmar la agitación que ha experimentado el país. Más bien debería poder instalarse un amplio diálogo nacional que incluya a distintos actores políticos, la sociedad civil, a movimientos sociales, gremios empresariales y demás organizaciones de índole étnico y regional. Lo que frena esta salida es el bloqueo entre las instituciones y la ausencia de liderazgos de confianza que sean capaces de llevar adelante tal proceso. Perú es un país que languidece por culpa de una clase política incompetente y sin voluntad de cambiar.