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El gobierno de Dina Balearte, por Indira Huilca

“Si se creía que la indiscriminada violencia y el uso antirreglamentario de armas de fuego eran condenables excesos de la fuerza pública habilitados por el estado de emergencia, luego del mensaje de ayer sábado ha quedado claro que el gobierno las entiende como prácticas legítimas”.

El fallido golpe de Pedro Castillo produjo por un muy breve lapso un vacío de poder que, con la apariencia de una sucesión constitucional, ha derivado ya en un contragolpe. En diez días de masivas movilizaciones y bloqueos de carretera, con al menos 17 muertes ocurridas en incidentes directamente relacionados a la brutal represión ejercida por la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas, la ahora presidenta Dina Boluarte es el rostro de un naciente régimen cívico-militar.

Los términos en los que Boluarte se ha dirigido al país la mañana del 17 de diciembre —calma, paz, cordialidad, diálogo sincero, etcétera— quedaron como palabrería pura apenas cedió el lugar principal de su conferencia de prensa a dos militares: el jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, Manuel Gómez, y el jefe de la División de Inteligencia del Estado Mayor, Rubén Castañeda. Entre ambos presentaron un balance del estado de emergencia que confirma la nueva división de tareas entre militares y civiles: los primeros lideran la gestión de la crisis política, reducida en su discurso y práctica a una conspiración de “malos peruanos” contra la patria; los segundos, forman parte del decorado de una democracia que agoniza.

Si se creía que la indiscriminada violencia y el uso antirreglamentario de armas de fuego eran condenables excesos de la fuerza pública habilitados por el estado de emergencia, luego del mensaje de ayer sábado ha quedado claro que el gobierno las entiende como prácticas legítimas, avaladas por un discurso de Estado (y de Estado Mayor) en el que el calificativo de “acción violentista” ha abierto paso al de “acción terrorista”. Para el gobierno, la protesta social es una “amenaza a la seguridad nacional”. Y al señalar esto aquí no estamos negando aspectos críticos a los que debe responder la autoridad —la protección de la infraestructura de comunicaciones, la integridad de comisarías y de edificaciones de entidades públicas—. Por el contrario, denunciamos que ese mandato está siendo peligrosamente tergiversado al ser usado como pretexto para imponer a sangre y fuego un gobierno incapaz de lograr legitimidad por la vía política. Tal como leí en una pancarta estos días, es el gobierno de Dina Balearte.

Y es que desde el día 1 de la “sucesión constitucional”, no se quiso reconocer lo más elemental: que la gente tiene razones de sobra para protestar, desde la caída de Pedro Castillo, la permanencia de un Congreso repudiado y la negativa a convocar elecciones generales, hasta la absurda muerte de 17 personas, entre ellas dos escolares. La salida estaba en la mesa y fue menospreciada. El profundo y a estas alturas irreparable agravio es evidente para todo el país, menos para las pandillas congresales, el gabinete Angulo y un puñado de televisoras de alcance nacional que ante la imposibilidad de “pasar la página”, han decidido acomodarse a este nuevo momento de “mano dura”.

El ciclo que se abrió con la elección de Kuczynski contra Fujimori, y que se tradujo en un interminable conflicto entre los poderes Ejecutivo y Legislativo, llegó a su fin en el momento en que Castillo abandonó el poder soñando con disolver el Congreso. Estamos en otro escenario. Las histriónicas exigencias que hace Boluarte a los parlamentarios son pura inercia. Si no se decide de inmediato el adelanto de elecciones generales por la vía congresal, queda la renuncia de Boluarte como paso necesario para una instancia de transición que las convoque. Es la decisión que aguardamos junto a un pueblo que hoy llora a sus muertos, y que sin olvidar la carga histórica de esa violencia, no agacha la cabeza frente a un poder mafioso, racista y excluyente.

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