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“Métele bala, weon”

Foto: La Lupa

Un momento viral esta semana fue el que protagonizaron en las calles de Lima un hombre de aparente clase media urbana, una mujer de procedencia y acento rurales y un tenso contingente de la policía. A pocos lectores de este medio se les habrá escapado. La mujer lanza ante los policías una elocuente, enérgica perorata de la cual, en los 19 segundos que dura el clip que circuló en redes, solo alcanzamos a oír una parte mínima: “Yo no tengo estudios pero me doy cuenta, personas que tienen estudios, personas que han comenzado las universidades, díganme…”. Los policías la contemplan con una cansada indiferencia. En eso, por la derecha del encuadre, caminando entre la mujer y los agentes, acompañado por un amigo y con una lata de cerveza en la mano, aparece el hombre. Su reacción ante la escena es rápida: gira el rostro hacia el grupo policial al tiempo que hace con la mano un gesto de desdén en dirección de la manifestante, y en tono casual, con familiaridad, sin detenerse, dice: “ya métele bala, weon”. Riendo, continúa su camino y sale del cuadro.

En el contexto de un ciclo de protestas políticas que se extienden por todo el país y que ya para entonces habían costado más de medio centenar de vidas, la mayor parte de ellas a manos de la policía y a causa de disparos directos con intención letal, sus palabras y su risa hielan la sangre. Son genuinamente espeluznantes, e indignan. Como era de esperarse en estos tiempos, esa indignación estalló de inmediato en redes sociales. El hombre fue identificado con prontitud y, bajo el asedio de sus detractores, se vio en la obligación de grabar y colgar un contrito video de disculpas apenas un día más tarde.

Su pedido de disculpas parece sincero y eso hace el asunto quizás aún más terrible. Al menos en virtud de la impresión superficial que dejan estas dos cortas grabaciones, no parece tratarse de un furioso militante de “La Resistencia”, un ultraderechista de combate o alguien muy politizado o siquiera comprometido con sus propias palabras. Es un tipo cualquiera; podría ser tu primo, tu promo, tu pata del barrio. Alguien normal. De hecho, es probable que si se hubiera materializado ahí mismo su fantasía, habría reaccionado con horror, como cualquier persona normal. Lo que parece haber entre su acto de habla y el evento que invoca es una profunda brecha cognitiva, una incapacidad de aprehender la importancia de lo que dice y calcular sus consecuencias.

Esa misma brecha cognitiva, azuzada por la prensa hegemónica, manipulada por los discursos oficiales y compartida por un vasto número de nuestros conciudadanos, es lo que sostiene los muchos reclamos de represión indiscriminada contra las movilizaciones populares que uno encuentra en las redes y en los espacios públicos peruanos en estos días. En última instancia, es lo que permite a tantos y tantas justificar para sí el asesinato extrajudicial de los movilizados, como dolorosamente ha ocurrido en estas semanas.

Quiero remarcar algo distinto, sin embargo. En el pedido de disculpas del hombre del video hay un giro verbal singular que me tienta llamar sintomático. Se disculpó, y lo dijo varias veces, por su “expresión fuera de lugar”; esa descripción es inexacta, más allá del significado común de la frase hecha. En una lectura superficial, quien está “fuera de lugar” no es él; quien no ocupa el sitio comúnmente asignado, quien desborda y altera el mapa social del Perú con su presencia y su voz, es más bien la mujer cuyo asesinato demanda. Pero esta lectura superficial se vuelve rápidamente insostenible. En realidad, lo que ocurre es que no hay tal lugar: desde el punto de vista del transeúnte que debe atravesar ese espacio sin participar, moviéndose literalmente entre los dos polos del enfrentamiento (de un lado, una mujer rural y su encendido ejercicio de habla ciudadana; del otro, el muro de silencio de la policía, sordo ícono del Estado), su cartografía es irreconocible. Aunque solo sea por el tiempo que dure la escena, el orden simbólico del Perú, su “dentro” y su “fuera”, ha sido desestructurado.

El encuentro es angustiante y produce pánico. Para contrarrestarlo, la respuesta del hombre está minuciosamente dirigida a restaurar el orden perdido. Quiere volver a poner las cosas en su sitio. Se inclina hacia la policía, generando un inmediato espacio de solidaridad y pertenencia, un in-group en el que la mujer no entra; a ella, sin mirarla nunca, a la vez la señala y la aleja con un gesto de la mano. Pero eso no basta. La mujer está hablando y debe silenciarla. No responderle, lo cual requeriría incorporarla al círculo de la comunicación, otorgándole reconocimiento a su súbita presencia en un lugar que antes no ocupaba. Debe silenciarla. Habiendo establecido un vínculo solidario con la policía —es decir, con el estado—, el hombre pide que se ejerza una violencia final contra la voz ajena. Hay que cerrarle el paso al pánico de la desestructuración. Ya, ya habló. Ahora mátala.

La respuesta de la mujer a esta brutal agresión es significativa: sigue hablando. No pierde el paso. No se calla. Pero, tras una brevísima, casi imperceptible pausa, cambia de interlocutor. Se dirige directamente a quien la ha agredido. Él, entre risas, continúa ignorándola, pero ella, tenaz, lo incorpora a su espacio comunicativo. El video viral nos permite también escuchar unos segundos de su reacción justa y enérgica: “Sinvergüenza, comes de la sierra, tragas de la sierra, y te gozas, qué vergüenza…”. La demanda es moral y social la vez: en clave regionalista, afirma su propio valor como sujeto productivo, y con ese mismo gesto conmina al otro a avergonzarse, un sentimiento que por un lado invierte las jerarquías históricas de la colonialidad interna y por el otro abre una posible vía para la redención, para el inicio del diálogo. Es una versión encapsulada, mínima pero efectiva, de lo que late en el trasfondo del estallido social de estos días.

Hasta aquí sería posible construir una pequeña épica de la protesta, celebrar la dignidad de esta mujer elocuente y fiera, recuperarla como estandarte y emblema. Junto a la denuncia de su agresor, es sin duda en ese espíritu con el que los 19 segundos de su imagen y su voz fueron compartidos tantas veces en el espacio virtual. Sin embargo, el colofón de esta historia es más ambiguo, y al menos a mí me termina dejando algo parecido a un mal sabor de boca.

A él se le identificó, se le escuchó nuevamente, se le supo sujeto de sus propias acciones. Se le hizo protagonista, aunque fuera para la condena (y para una mínima posibilidad de redención). De ella, en cambio, ya no escuchamos más. Para quienes seguimos los eventos en medios y en redes, permanece anónima. Su voz se ha acallado en nuestros espacios comunicativos. No conocemos sus demandas, no se ha abierto un espacio público que, incorporándonos a todos, le permita completar su arenga, y no nos está diciendo más que lo que dijo entonces: fragmentos de un llamado que apenas entreoímos, y que no cierra. Así han quedado las cosas. Es una pena.

No tengo ninguna duda de que sigue hablando y estoy seguro de que lo hace con el mismo carisma, la misma dignidad y la misma firmeza de aquel día. No puedo sino lamentar, como lamento los abismos que parten el país, los persistentes desencuentros que nos incomunican, no ser su audiencia.

Fuente: Noticias SER:PE

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