A poco más de un mes de la destitución del presidente, las persistentes manifestaciones y el aumento de víctimas mortales exacerban una decepción generalizada con el sistema político.
Julie Turkewitz, jefa de la corresponsalía de los Andes, y el fotógrafo Federico Rios viajaron por el Perú rural para reportar desde Juliaca, un centro de manifestaciones.
Carreteras bloqueadas con piedras enormes y vidrios rotos. Ciudades enteras cerradas a causa de las protestas masivas. Cincuenta familias dolientes llorando a sus muertos. Llamados para instalar un nuevo presidente, una nueva constitución, un sistema de gobierno completamente nuevo. Promesas de llevar la lucha a Lima, la capital. Autoridades que advierten que el país va hacia la anarquía.
Un himno de protesta se grita en las calles: “Esta democracia ya no es democracia”.
Más que desvanecerse, las protestas que empezaron hace más de un mes en las zonas rurales de Perú debido a la destitución del expresidente solo han aumentado en tamaño y en la amplitud de exigencias por parte de los manifestantes, paralizan a franjas enteras del país y amenazan los esfuerzos de la nueva presidenta, Dina Boluarte, para afianzar el control.
El malestar ahora es más amplio que el enojo por quién gobierna el país. Más bien, representa una profunda frustración con la joven democracia peruana, que según los manifestantes no ha atendido la brecha entre los ricos y los pobres y entre Lima y las zonas rurales del país.
La democracia, aseguran, ha ayudado a acumular poder y riqueza en su mayoría a una pequeña élite —la clase política, los adinerados, los ejecutivos de las corporaciones— y ha brindado pocos beneficios a muchos otros peruanos.
De manera más amplia, la crisis en Perú refleja el desgaste de la confianza en las democracias en toda América Latina, impulsada por Estados que “violan los derechos de los ciudadanos, fracasan al brindar seguridad y servicios públicos de calidad y son presa de intereses poderosos”, según un nuevo ensayo en el Journal of Democracy.
En Perú, el expresidente Pedro Castillo, un líder de izquierda, había prometido atender los rezagos de la pobreza y la desigualdad, pero fue destituido y arrestado en diciembre luego de que intentó disolver el Congreso y gobernar por decreto.
Sus seguidores, la mayoría de ellos en las regiones pobres y rurales del país, organizaron protestas y en ocasiones quemaron edificios públicos, bloquearon carreteras clave y ocuparon aeropuertos. El gobierno peruano pronto declaró un estado de emergencia y mandó a las fuerzas de seguridad a las calles.
Boluarte, oriunda de la región de Apurímac, una zona rural ubicada en el centro sur del país, se postuló el año pasado como compañera de fórmula de Castillo y fue electa vicepresidenta. Pero rechazó el intento de su antiguo aliado de gobernar por decreto y lo calificó de abuso de poder autoritario. Luego sustituyó a Castillo y desde entonces ha llamado a la unidad y, en respuesta a las exigencias de los manifestantes, pidió a los legisladores que adelantaran las elecciones.
El Congreso, donde muchos integrantes están renuentes a ceder el poder, ha mostrado lentitud al momento de apoyar esa iniciativa y sus críticos ahora la tildan de presidenta débil que trabaja a pedido de una legislatura egoísta y desactualizada.
Al principio, los manifestantes principalmente buscaban que Castillo volviera al poder, o que se organizaran nuevas elecciones tan pronto como fuera posible. Ahora piden algo mucho más grande: una nueva constitución e incluso, como decía un afiche: “refundar una patria nueva”.
Desde que se retiró a Castillo del cargo, al menos 50 personas han muerto, 49 de ellas civiles. Algunas recibieron impactos de bala en el pecho, la espalda y la cabeza, lo que ha llevado a que grupos de derechos humanos acusen al ejército y a la policía de uso excesivo de la fuerza y de disparar indiscriminadamente contra los manifestantes.
Dichos fallecimientos han impactado especialmente a la ciudad sureña de Juliaca, adonde se llega por un camino lleno de arbustos, montañas coronadas de nieve y vicuñas. Para visitar esta localidad hay que emprender un viaje de dos días en auto desde la capital.
A casi 4000 metros sobre el nivel del mar, solo el 40 por ciento de la población de Juliaca cuenta con agua corriente, muchos caminos están sin pavimentar y la malnutrición es el principal problema del único hospital público.
La semana pasada, 19 personas murieron como resultado de una sola manifestación, en la jornada más mortífera de enfrentamientos entre civiles y actores armados en Perú en al menos dos décadas. Dieciocho de los fallecidos eran civiles que recibieron disparos, según un fiscal local. Un suboficial de policía fue hallado muerto dentro de un vehículo oficial al que se le prendió fuego.
El ministro del Interior del país comentó que los agentes habían respondido de forma lícita cuando miles de manifestantes intentaron ocupar el aeropuerto local, algunos de ellos portando armas improvisadas y explosivos.
El menor de los fallecidos fue Brayan Apaza, de 15 años, cuya madre, Asunta Jumpiri, de 38, lo describió como un “niño inocente”, muerto luego de que salió a comprar comida. Su velorio se celebró la semana pasada, del otro lado de un bloqueo carretero donde se quemaban llantas, los simpatizantes sostenían banderas negras en el pecho como quien se aferra a un arma de batalla y prometían luchar hasta que Boluarte renuncie.
“Nosotros nos declaramos en insurgencia”, dijo Orlando Sanga, un líder de las protestas que estaba afuera de un local sindical que se usaba para la vigilia.
Cerca de ahí, Evangelina Mendoza, ataviada con una pollera y un suéter típicos de las mujeres de la región, dijo refiriéndose a Boluarte que “si en caso no renuncia, todo sur correrá sangre”.
Pero, en este siglo, pocas investigaciones sobre disturbios civiles y protestas en Perú han producido condenas, y una nueva ley que eliminó el requisito de que la policía actúe proporcionalmente en su respuesta a los civiles hace que la perspectiva de un enjuiciamiento exitoso sea aún más difícil, dijo Carlos Rivera, del Instituto de Defensa Legal, un grupo peruano sin fines de lucro.
Perú, un país de 33 millones de habitantes y el quinto más poblado de América Latina, volvió a ser una democracia apenas hace dos décadas, luego del gobierno autoritario del presidente Alberto Fujimori.
Pero el actual sistema del país, basado en una constitución de la época del fujimorato, está plagado de corrupción, impunidad y malos manejos e incluso quienes están en el gobierno denuncian la falta de supervisión y una cultura de prebendas.
Al mismo tiempo, la mitad de la población no cuenta con acceso regular a una nutrición suficiente, según las Naciones Unidas y el país sigue sufriendo a causa de la pandemia, que en el Perú ocasionó la mayor tasa de muertes per cápita del mundo
La intensa concentración de medios —que, basados en su mayoría en Lima o ignoran las protestas o destacan las acusaciones de que los manifestantes son terroristas— solo ha exacerbado la sensación de que la élite urbana se ha coludido contra los pobres de las zonas rurales.
En toda América Latina la confianza en la democracia se ha desplomado en las últimas dos décadas, según el Barómetro de las Américas, una encuesta regional realizada por la Universidad Vanderbilt. Pero hay pocos lugares en donde el asunto sea más agudo que en Perú, donde solo el 21 por ciento de la población dice estar satisfecha con la democracia, una caída del 52 por ciento de hace una década. Solo Haití presenta números peores.
Otros países con niveles particularmente bajos de satisfacción son Colombia y Chile, y ambos han sido escenario de grandes protestas gubernamentales en años recientes, así como Brasil, en donde los manifestantes que dicen que las elecciones presidenciales del año pasado estuvieron amañadas invadieron la capital este mes.
Lo que está salvando a muchas democracias latinoamericanas de una “franca muerte”, dijo Steve Levistky, destacado experto en democracias en la Universidad de Harvard, es que aún no ha surgido una alternativa viable, como fue el socialismo autoritario de Hugo Chávez en Venezuela.
En Juliaca, decenas de personas resultaron heridas la semana pasada durante la confrontación con la policía y el hospital público de la ciudad está lleno de personas que se recuperan de sus heridas. Dentro, a los pies de muchas de las camas, hay cajitas de cartón que hacen colectas para ayudar con los gastos médicos.
“Pulmón perforado” dice una caja. “Impacto de bala en la columna”, dice otra.
Algunas de las personas heridas parecían temerosas de decir que habían estado protestando y una decena de hombres con heridas de bala dijeron que habían pasado frente a la protesta cuando les dispararon.
Ninguno de los heridos dijo haber recibido copia de su parte médico, lo cual ayudaría a comprender la causa y el tratamiento apropiado de sus lesiones. Según la ley peruana, el acceso a esta información es un derecho, pero varias personas dijeron que creían que estaban siendo castigadas por participar en las protestas.
En una de las camas yacía Saúl Soncco, de 22 años, quien recibió disparos en la espalda cuando caminaba a casa desde su trabajo como carpintero.
Su hermano logró sacar una fotografía de unos rayos X que mostraban una bala alojada cerca de su columna vertebral. Sin embargo, dijo la familia, los funcionarios del hospital les dijeron que debía irse a casa.
El director del hospital, Victor Candia, indicó que a los pacientes se les daba el cuidado necesario.
En un mensaje a la nación el viernes, Boluarte ofreció su pésame a las familias de los muertos y describió a los manifestantes como peones inadvertidos que fueron acarreados a las marchas por manipuladores que buscan derrocarla.
“Algunas voces que salen de los violentistas, de los radicales, piden mi renuncia” dijo, “azuzando a la población al caos, al desorden y los destrozos. A ello les digo de manera responsable: no voy a renunciar”.
Brayan, el muchacho de 15 años, murió a causa de un disparo en la cabeza, según la autopsia. En su funeral, cientos de personas se reunieron en el cementerio a orillas de la ciudad, donde César Huasaca, un líder de las protestas, gritó una arenga sobre la justicia que dirigía su enojo hacia Boluarte.
“¿Y creen ustedes que nos han bajado la moral?”, tronó. “¡No! Nosotros estamos más fuertes que nunca”.
“Somos 33 millones”, prosiguió. “¿Qué vamos a hacer? Que respeten nuestros derechos como tal, ni izquierdas ni derechas, ¡lo que queremos es atención!”.
Luego de una misa celebrada por un sacerdote vestido sencillamente de blanco, una banda siguió al cuerpo hasta una parcela de tierra. Ahí, Jumpiri, la madre de Brayan, dio unas últimas palabras antes de que lo sepultaran.
“¡Dina!”, gritó refiriéndose a la presidenta, aferrada al ataúd de Brayan, el rostro contorsionado de dolor. “Estoy dispuesta a morir por mi hijo, voy a luchar, quiero justicia!”.
Y luego planteó un desafío: “‘¡Dina, mátame!”.
Mitra Taj colaboró con la reportería desde Lima, Perú
Fuente: The New York Times