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Cultura

Biden está subestimando a la democracia

Es profesor de política en Princeton y autor de libros sobre populismo y democracia.

Sabes que organizaste una buena fiesta cuando quienes no estuvieron invitados la critican.

La Cumbre de la Democracia del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, que ha reunido a más de 100 países en un foro virtual de dos días que inició el jueves, ha sido calificada por funcionarios chinos como una “broma” y como un caso siniestro de imperialismo. El embajador de Rusia se unió a su contraparte de China para criticar a Washington por su nueva “mentalidad de Guerra Fría”. Sin embargo, el verdadero problema con la cumbre es más trivial. Radica en plantear la disputa entre democracia y autocracia como una lucha por ver cuál de las dos puede cumplir las metas de crecimiento y estabilidad.

Ese enfoque promueve excusar a líderes de extrema derecha favorables a las empresas, como el primer ministro de India, Narendra Modi, y le sigue el juego a los líderes con aspiraciones autoritarias en las democracias occidentales, como Donald Trump en Estados Unidos y Silvio Berlusconi en Italia, quienes creen que un Estado se debe dirigir como un negocio. Lo más importante es que subestima a la democracia, un ideal basado en la libertad y la igualdad.

La cumbre se ha planteado una serie de objetivos, entre ellas combatir la corrupción y promover los derechos humanos. Se trata de metas honorables, claro. No obstante, también debería intentar hacer algo más simple pero indispensable en la competencia con los sistemas autocráticos: defender los valores fundamentales de la democracia, entendida como un sistema sólido en el que todos reciben el mismo nivel de respeto y consciente de la incertidumbre de la participación masiva.

La democracia no es solo valiosa instrumentalmente (si ese fuera el caso, podríamos optar por otros sistemas que nos ofrezcan más cosas). Es valiosa en sí misma.

¿Desesperadamente ingenua? Bueno, parece que esa discusión ya se zanjó. Incluso los detractores de la cumbre no critican a la democracia en abstracto; los autócratas simplemente la relativizan al insistir que ningún modelo se puede ajustar a todos. Los intelectuales en varios lugares, desde Budapest a Pekín, están listos para adornar esas aseveraciones interesadas con eufemismos sofisticados para referirse a la falsa democracia, términos como “democracia iliberal” y “democracia popular de todo el proceso”.

Es verdad, los conceptos centrales de la experiencia política moderna están sujetos a discusiones intensas. Sin embargo, los juicios sobre la democracia no son simplemente subjetivos. Como mínimo, según el politólogo nacido en Polonia Adam Przeworski, la democracia es “un sistema en el que, si los mandatarios pierden las elecciones, dejan el poder”.

Los autócratas hacen todo lo posible para evitar cualquier de esos dos destinos. Manipulan con cuidado las elecciones para que no haya dudas sobre los resultados y, si su poder está amenazado, parecen dispuestos a cambiar los procedimientos. Hoy, los aspirantes a autoritarios dentro de las democracias tradicionales siguen la misma estrategia, como muestra la maniobra —conocida como gerrymandering— del Partido Republicano estadounidense en la manipulación de la circunspección electoral de partidarios para subvertir los resultados electorales que no les gustan.

En la definición sucinta de Przeworski se deja ver algo más. Apunta, en primera instancia, a la certeza. Para que los mandatarios pierdan y dejen el cargo, es necesario que haya una aceptación común de los procedimientos democráticos, como las leyes de elecciones justas, que respalden todo el proceso. Pero también significa aceptar la incertidumbre. El candidato que ganó la última vez podría perder ahora: la imprevisibilidad es una característica, no un error.

En sí misma, la incertidumbre no es un valor: después de casi dos años de pandemia, se nos podría perdonar anhelar que el futuro fuera más estable. Sin embargo, la incertidumbre en la democracia es, en el fondo, el resultado de la libertad de los ciudadanos. No sabemos qué pasará, porque la gente puede cambiar de opinión o pensar en algo completamente nuevo.

Detrás de esto hay algo intrínseco a la democracia: la fe en los conciudadanos. Uno no deja de creer en las personas que considera sus pares políticos. Por supuesto, primero debes reconocerlas como tales. Entre otras cosas, muchos partidarios de Trump tienden a negar las derrotas electorales porque no consideran a las personas negras y morenas como parte de una mayoría legítima. Pero la señal de una democracia saludable no es que todo el mundo sea amable, porque los conflictos pueden ser caóticos. La señal es que no se hace distinción entre ciudadanos de primera y segunda clase, o entre la “gente real” amada por los populistas de derecha y el resto de las personas.

El matrimonio entre la certeza y la incertidumbre le confiere a la democracia su carácter distintivo. Alexis de Tocqueville señaló la peculiar coexistencia en las democracias del caos y la conmoción en la superficie, y una confianza de fondo que los ciudadanos tienen unos en otros y en su sistema político. No hay garantías, naturalmente. Una ilusión compartida por muchos occidentales después de la Guerra Fría era que las democracias siempre se iban a autocorregir y renovar. No solo no fue así, sino que también hemos aprendido por las malas que los líderes autoritarios pueden aprender de sus errores.

Lo que no pueden hacer es asegurarles a los ciudadanos un estatus político igualitario. Podrían generar prosperidad, pero no la sensación de un futuro abierto: la “estabilidad social” promovida por los intelectuales que apoyan al Partido Comunista Chino es una en la que el pueblo nunca podrá disfrutar de verdad de sus libertades porque los poderosos podrían volverse contra ellos de manera repentina. Las figuras autoritarias que fueron invitadas a la cumbre —como Modi y el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro— deben ser criticadas sobre todo por incitar al odio contra sectores de las poblaciones que lideran. A menos de que se declaren dictaduras, es difícil volverse más antidemocrático que eso.

Las democracias más longevas deben ser autocríticas no porque carezcan de estabilidad o padezcan de un “exceso de democracia”, como dicen los funcionarios chinos. Deberían preocuparse precisamente por lo contrario: que sus sistemas puedan cambiar muy poco y que algunos no gocen de igualdad política. En su país, Biden tiene mucho trabajo por hacer. Estados Unidos sigue amenazado por el populismo plutocrático, una combinación tóxica de guerra cultural en la base y, en la cima, unos ciudadanos ultrarricos que intentan cooptar el sistema político.

Ansioso con la posibilidad de que la cumbre no se convierta en solo una sesión fotográfica y tres minutos de sermones de 100 líderes, Biden les ha pedido a sus invitados que definan compromisos específicos que puedan ser examinados en una reunión del próximo año. Incluso si es difícil imaginar que Irak, Angola o, incluso, Polonia tomen medidas para incrementar la incertidumbre de los gobernantes de turno, Estados Unidos debería liderar el camino mediante el fortalecimiento del derecho al voto y haciendo que el poder político dependa menos del dinero.

Estas reformas concretas serían especialmente poderosas si se combinan con respaldo a las virtudes de la democracia que vaya más allá de una charla predecible de buena voluntad. Sí, es posible que la democracia no siempre entregue resultados inmediatos. Pero es el único sistema que puede asegurar una posición política igualitaria para todos, así como las contiendas políticas que no siempre ganen los mismos. Realmente no se puede poner precio a eso.

Tomado: del New York Times

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