En los últimos años se ha hablado mucho del “boom” de la gastronomía peruana. Sendos premios internacionales refrendan este bien ganado prestigio que incluyen a Perú como el “Mejor destino gastronómico del mundo” y a Lima como la capital gastronómica de América. Incluso, en el último tiempo un restaurante peruano ha sido consagrado con una estrella Michelin en Londres y cinco libros peruanos han obtenido el Gourmand World Cookbook Awards, entre otros. Para muchos Gastón Acurio, el reputado chef, es el responsable de esta revolución. Para mí es más bien la punta de lanza. Para entender esto tenemos que irnos varios siglos atrás.
Vamos a comenzar con un dato sorprendente: a todos nos es común ver una película acompañados de una buena porción de pop-corn, pochoclos (como se le dice en Argentina) o canchita (como se le conoce en Perú). Sin embargo, este snack ya era popular 4.700 años antes de Cristo en tierras incas. De alguna manera esa preferencia hoy continúa: una parada obligatoria para quienes hayan visitado Machu Picchu es la estación ferroviaria de Ollantaytambo en la cual unas amables lugareñas ofrecen choclo o maíz gigante hervido con queso y cremas.
Cuando llegaron los españoles a América se toparon con una inmensa variedad de plantas y animales que contribuyeron a enriquecer su dieta y a sacar de la hambruna al Viejo Continente. Recordemos a la humilde papa o patata cuyo origen está científicamente localizado en los alrededores del lago Titicaca.
Pero los conquistadores venían con otros gustos en cuanto a la comida. Las sobras de pollo o gallina eran dadas a los esclavos. Ellos no desperdiciaban nada: separaban los pocos restos de carne que a la larga combinarían con otros elementos dando como resultado una especie de guiso llamado ají de gallina y los huesos eran hervidos junto a fideos creándose entonces el caldo de gallina. Ambos son platillos muy populares en Perú hoy en día.
La fusión con otras culturas también jugó un papel muy importante. En 1849 llegaron los primeros inmigrantes chinos a Perú, supuestamente con contratos legales de trabajo, pero una vez en el Callao descubrieron que prácticamente habían sido vendidos como esclavos. Como la mayoría era pobre y se encontraba en tierras extrañas a algunos no les quedó otra salida que trabajar como peones en las haciendas azucareras, allí en pequeños espacios comenzaron a cultivar su grano preferido: el arroz. Eventualmente, los chinos o culíes que tuvieron más suerte optaron por labores independientes como el servicio doméstico, sastrería, negocios de abarrotes y restaurantes. Precisamente en este último se generaría una combinación de culturas sin parangón en la historia de la humanidad: los chinos no tenían cómo atraer a la clientela así que muchos de ellos salían a las calles a invitar a la gente a pasar a sus negocios, como no sabían nada de español lo único que les quedaba era el lenguaje de los gestos y una única palabra que lo cambiaría todo para siempre: “chifán” que en cantonés quiere decir “Ven a comer arroz” lo que a la larga derivó en “Pasa a comer”. En todas partes del mundo a la comida china se la llama tal cual o por el término Comida Oriental, sólo en Perú se la conoce como Chifa, vocablo que además es utilizado para referirse a los locales donde venden este tipo de viandas que ya es parte natural del menú nacional.
En el 2010 me invitaron a un taller para periodistas en Taiwán y durante un almuerzo nos dijeron que nos iban a traer un plato muy especial, el arroz chaufan lang. Mi sorpresa fue mayúscula al abrir la caja amarilla en el que venía: era el arroz chaufa, un plato conocidísimo en Perú que consiste en una mezcla de huevo y algunas verduras con trozos de carne o pollo. Allí estaba frente a mí más de 100 años después y a varios miles de kilómetros de distancia.
Como estas, hay cientos de historias que en los últimos veinte años han sido investigadas y felizmente recuperadas por iniciativas individuales y junto con ellas las recetas primigenias de la cocina peruana.