Tenía ya 54 años cuando conquistó el reino inca de Perú, pero no gozaría mucho de ese triunfo. A los 63, mientras disfrutaba de sus títulos y de su inmenso patrimonio, Pizarro fue asesinado en su casa de Lima por un grupo de conspiradores
En 1539, antes de partir de vuelta a la Península, Hernando Pizarro advirtió a su hermano Francisco: «Mire vuestra Señoría que yo me voy a España y que el remedio de todos nosotros está, después de Dios, en la vida de vuestra Señoría […] no consienta vuestra Señoría que estos de Chile se junten diez juntos en cincuenta leguas alrededor de adonde vuestra Señoría estuviera, porque si los deja juntar le han de matar […] y de vuestra Señoría no quedará memoria». El temor de Hernando se cumplió dos años después: el 26 de junio de 1541, «los de Chile» asaltaron al conquistador de Perú en Lima, en su propia casa, y acabaron con su vida a golpes de espada y cuchillo.
Para entender cómo se llegó a este trágico desenlace hay que rememorar las tormentosas relaciones que mantuvieron Francisco Pizarro y Diego de Almagro, el cabecilla de la facción que en el texto anterior Hernando Pizarro llamaba «los de Chile». Almagro era un veterano soldado curtido en diversos frentes. Arribó a Panamá en 1515 y allí conoció a Pizarro. En 1524, ambos formaron la Compañía de Levante con el fin de explorar y conquistar las tierras del Perú. Pequeño, fuerte y malencarado, Almagro era tuerto de un ojo, que le había reventado una flecha y que a menudo se tapaba con un parche. Sociable, pero de carácter explosivo, tenía notables dotes organizativas y fue el hombre de la retaguardia en las tres expediciones al Perú (1524, 1526 y 1531). Si Pizarro era el líder de la hueste, el que sabía enfrentar los peligros sobre el terreno, Almagro era quien reclutaba a los soldados, se encargaba del abastecimiento y se ocupaba de que los barcos se construyeran en el tiempo y la forma precisos.
CONQUISTADORES MAL AVENIDOS
La amistad fraguada entre Pizarro y Almagro comenzó a resquebrajarse a raíz de las Capitulaciones de Toledo de 1529, el documento por el que Carlos V otorgaba permiso para conquistar las tierras del Perú y concedía a Pizarro toda clase de títulos –adelantado, capitán general y gobernador–, mientras relegaba a su socio Almagro a un segundo plano. Indignado, éste estuvo a punto de abandonar la empresa y tan sólo aceptó seguir a cambio de obtener una gobernación propia en las tierras conquistadas. Además, Almagro chocó entonces con el hermano de Francisco Pizarro, Hernando, que lo veía como un grotesco campesino sin hidalguía ni nobleza. Entre ambos surgió una animadversión mutua que tendría consecuencias fatídicas.
La conquista del inmenso Imperio inca, culminada en 1533 con la captura del Inca Atahualpa en Cajamarca, hizo que la relación entre Francisco y Diego se recompusiera. El reparto del enorme botín, de las tierras y de los indios entre los españoles de la hueste conquistadora, muy por encima de las expectativas de todos, apaciguó los ánimos y dio paso a un espíritu de colaboración. Pero lo que nunca pudo superarse fue la inquina entre Hernando y Diego, que se transformó en un odio latente.
En la primavera de 1535 estalló una nueva disputa a propósito de los límites de la gobernación que Almagro había logrado al sur de las tierras conquistadas por Pizarro, y que incluía la ciudad de Cuzco. Tras diversos tiras y aflojas, Almagro y Francisco Pizarro llegaron a un acuerdo: el primero renunciaría a la ciudad a cambio de una fuerte suma, de 200.000 castellanos de oro, para financiar su gran empresa de conquista de Chile. Pero esta expedición no dio los resultados apetecidos y en 1537 Almagro decidió precipitar su regreso al saber que en Perú había estallado una gran rebelión indígena capitaneada por Manco Cápac, quien arrasó y asedió numerosos enclaves españoles y finalmente puso sitio a Cuzco, ciudad que defendía Hernando Pizarro. Almagro entró en Cuzco, se apoderó de la ciudad y encarceló a Hernando, tras lo que Manco Cápac levantó el asedio y se escondió en las montañas de Vilcabamba.
Cuando unos meses después llegó una resolución real que otorgaba definitivamente Cuzco a Francisco Pizarro, éste decidió enviar a su hermano Hernando –que entretanto había sido liberado por Almagro– con un destacamento de 800 hombres para tomar el control de la ciudad. En la batalla que tuvo lugar el 3 de abril de 1538 en Las Salinas, una llanura cercana a la antigua capital inca, los almagristas fueron totalmente derrotados.
Diego de Almagro, que no participó en el combate por hallarse enfermo, fue capturado y sometido a un proceso sumario a instancias de su gran enemigo, Hernando Pizarro. Francisco dejó hacer a su hermano, y la sentencia fue inexorable a pesar de que había ofrecido garantías al hijo de Almagro, Diego Almagro el Mozo, de que la vida de su padre sería respetada. El 8 de julio, tras testar a favor de su hijo, Diego fue muerto por garrote en prisión. Posteriormente fue decapitado y su cabeza permaneció expuesta unos días en la plaza mayor de Cuzco. Los frailes mercedarios le dieron sepultura de limosna en la iglesia de la Merced.
Desde aquel día, los almagristas, reunidos en torno al hijo mestizo de Almagro, de apenas 18 años, juraron venganza. Derrotados, empobrecidos y apartados de cualquier cargo, prebenda o reparto de tierras, mantuvieron siempre una inquina latente que finalmente desembocó en la conspiración que acabaría con la vida del gobernador de Perú.
EN LA CIUDAD DE LOS REYES
Francisco Pizarro, por su parte, se dedicaba a vivir todo lo plácidamente que podía en la Ciudad de los Reyes, la actual Lima, ciudad que fundó y en la que pasó los últimos y más felices años de su vida. Se había amancebado con la bella y joven ñusta, o princesa inca, doña Angelina, hija de Huayna Cápac, que desde 1538 fue su más fiel compañera y madre de sus dos últimos hijos: Francisco, nacido en Cuzco en 1539, y Juan, nacido en Lima en 1540. A sus 63 años, el marqués, como lo llamaban todos por el título que le había concedido Carlos V, disfrutaba de largos paseos por la ciudad, viendo cómo se materializaba la construcción de la futura catedral y cómo poco a poco el damero de calles que había trazado sobre un plano cobraba el aspecto de una villa castellana.
El domingo 26 de junio de 1541, Pizarro se levantó como de costumbre a las 5.30 de la mañana, antes de que el alba rasgara el plomizo cielo de Lima. Las crónicas de sus contemporáneos cuentan que la noche «se pasó en aguas» y que al alba, una densa niebla, habitual en la ciudad, cubría las calles y los edificios empapados. Desde hacía días circulaban rumores sobre los planes de «los de Chile» de matar al gobernador del Perú, e incluso se decía que pensaban hacerlo ese domingo, cuando fuera a misa. Advertido, Pizarro se fingió enfermo y no fue a la iglesia.
Los rumores no eran infundados. Un grupo de partidarios de Almagro, liderado por Juan de Rada, un veterano conquistador, habían estado esperando cerca de la iglesia la llegada de Pizarro, y al constatar que no acudía y temiendo que su conjura se descubriese decidieron marchar en tropel a casa del gobernador. Éste había invitado a comer a unos quince amigos, entre ellos Juan Blázquez, su hermano Francisco Martín de Alcántara, el capitán Francisco de Chávez y su capellán Garcí-Díaz. Tras el almuerzo, estando de tertulia, un criado apellidado Tordoya entró gritando: «¡Arma, arma, que todos los de Chile vienen para matar al marqués, mi señor!». Veinte hombres, con Juan de Rada a la cabeza, irrumpieron en el zaguán de la casa del gobernador espadas en mano. Quizá contaron con ayuda de alguien del interior, pues la puerta principal estaba abierta.
Pizarro mandó a Chávez cerrar el portón de sus aposentos mientras él se armaba. Pero Chávez, confiado, intentó parlamentar sin trancar la puerta, lo que aprovecharon los asaltantes para atravesarlo de una estocada. Cuando Pizarro regresó al comedor para organizar la defensa, criados e invitados habían desaparecido; unos huyeron descolgándose por las ventanas hasta la huerta y otros se hallaban escondidos en los armarios y bajo las camas de estancias adyacentes. Sólo le acompañaban su hermano de madre Martín de Alcántara, su amigo Gómez de Luna y dos valientes pajes, el citado Tordoya y Vargas. Atrincherados en la alcoba del gobernador, apenas pudieron ajustarse las coracinas y desenfundar sus espadas.
ESTOCADA MORTAL
Al encuentro de los asesinos salió Martín, quien los frenó en la puerta y los hizo retroceder, mientras a Francisco terminaban de abrocharle la armadura. Entre gritos de «¡Muerte al traidor!» y toda clase de imprecaciones e insultos, durante unos minutos los defensores aguantaron las embestidas de los asaltantes sin dejarles entrar en la habitación. Pero los atacantes eran demasiados y una certera estocada atravesó el pecho de Martín. Poco después fueron Tordoya y Vargas los heridos de muerte.
A pesar de su desventaja, Gómez de Luna y Pizarro aguantaron desde el umbral hasta que, rodeado de contrincantes, Pizarro se quedó solo y fue empujado hacia su cuarto. Pudo herir a dos de sus enemigos, pero un anillo de espadas lo acorraló sin dejarle escapatoria posible. De las numerosas cuchilladas que recibió, dos fueron mortales: una le atravesó el pulmón y la tráquea, y la otra, la garganta. Postrado y sintiendo próxima la llegada de la muerte, Francisco Pizarro mojó sus dedos en la sangre que salía a borbotones de su cuello, dibujó una cruz en el suelo, la besó, balbuceó el nombre de Cristo y pidió confesión. Como respuesta, uno de los traidores tomó un enorme cántaro lleno de agua y lo estrelló con fuerza en su cabeza.
La catedral de Lima. Pizarro dedicó la catedral de Lima, inaugurada en 1540, a la Virgen de la Asunción. Durante unas obras de remodelación, en 1977, se descubrieron los restos del conquistador en la cripta de la catedral.
iStockMuerto el gobernador, el pánico y el caos se adueñaron de Lima. Varios almagristas quisieron profanar y sacar en público escarnio los cuerpos de los dos hermanos Pizarro, pero la valentía de dos mujeres, Inés Muñoz, viuda de Martín de Alcántara, y María Lezcano, esposa del fiel soldado Juan de Barbarán, también asesinado por los almagristas, impidieron este último ultraje. Ellas recogieron los cadáveres y los amortajaron. A Francisco Pizarro lo vistieron con el hábito de Santiago, se le colocó en las manos un bracamante (una espada curva típica de la época) y unas espuelas, y lo escondieron para velarlo en el convento de la Merced. Fue enterrado a la mañana siguiente en una fosa improvisada en una nave de la inacabada catedral, acompañado por un triste y menguado cortejo.
Tras la muerte del gobernador, una ola de venganzas y delaciones se desató por todo Perú. En el enfrentamiento decisivo, cerca de Huamanga, los almagristas fueron aniquilados por el nuevo gobernador, Cristóbal Vaca de Castro. Almagro el Mozo fue ejecutado en la misma plaza de Cuzco que su padre y enterrado junto a él en la iglesia de la Merced. También allí, curiosamente, sería enterrado cuatro años más tarde, en 1548, Gonzalo Pizarro, hermano menor del conquistador, ejecutado por rebelión contra la Corona.