2. LOS INTERESES LOCALES Y LA INDEPENDENCIA
De la Independencia del Perú se ha escrito mucho. Por un lado, la historiografía tradicional se ha dedicado a exaltar el rol de los próceres y patriotas sin cuya acción la libertad nunca hubiera sido conseguida; por otro lado, “ha habido una historia revisionista que, en su deseo de desmitificar aquellas ideas, ha caído en el otro extremo llegando a hablar de una Independencia concedida” (Mazzeo 2003: 5). Para analizar los procesos que sucedieron en el Perú previo a la declaración de la Independencia no es necesario incluirse en una u otra postura; es importante, más bien, tener en cuenta los argumentos que los diversos autores presentan al respecto y, sobre todo, prestar mucha atención a los acontecimientos que envuelven a uno de los sucesos más importantes de la historia del país. El análisis siguiente, entonces, no tendría valor sin lo presentado en el primer capítulo.
2.1. El conflicto de intereses de la élite criolla limeña
Como se ha visto, dentro de la élite criolla limeña, se podían distinguir distintos grupos, según su condición de nobles, de comerciantes o de funcionarios dentro del sistema colonial. Asimismo, se vio cómo esta división se desdibuja con facilidad cuando se analizan las redes sociales establecidas entre las familias más importantes. Se puede hablar, entonces, de una virtual unión de la élite, la cual devenía en la fortaleza —por la ayuda y protección mutua— de esta frente al Estado colonial. Sin embargo, esta fortaleza, que se fundaba en la necesidad de defender los intereses comunes de la élite, no debe ser malentendida. Las acciones de cada grupo, que a fin de cuentas son las que deciden el derrotero de la sociedad, no se fundamentaban solamente en aquello que todo el conjunto anhelaba; sino que, sobre todo, se veían influidas por los intereses particulares de cada grupo. La peculiar configuración de la élite criolla limeña fue el motivo de las diversas y aparentemente contradictorias respuestas a los acontecimientos posteriores de las reformas borbónicas. La división de John Fisher entre nobles, comerciantes y funcionarios ayuda, en ese sentido, a analizar el papel de las élites con mayor profundidad. Si bien el fin del presente trabajo es analizar, dentro del grupo de los funcionarios —sector amplio que incluye a los funcionarios de las oficinas financieras, del ejército y de la iglesia—, el rol de la burocracia de la Audiencia de Lima, en las líneas siguientes, se analizará, primero, la situación de Lima frente al contexto general, y luego, los conflictos de intereses existentes y las actuaciones de grupos representativos de la sociedad limeña.
2.1.1. La Ciudad de los Reyes ante la crisis colonial
Lima, hasta 1821, era conocida oficialmente como la Ciudad de los Reyes (Flores Galindo 1991: 173). La importancia de esta ciudad frente a las otras capitales del imperio español siempre fue grande, tanto por el hecho de que ahí se encontraba el número más grande de nobles[3], como por la importancia económica que tenía para la Corona, entre otros factores. Sin embargo, la hegemonía limeña decayó desde las últimas décadas del siglo XVIII debido a, entre muchos otros elementos influyentes, el creciente contrabando inglés y las reformas territoriales y económicas borbónicas ya mencionadas. En primer lugar, se analizará el impacto del contrabando inglés.
La conquista de vastos territorios americanos le permitió a España imponerse como potencia frente a los otros países europeos. Los tributos, impuestos y transacciones comerciales entre las colonias y la Corona española significaron para esta última una oportunidad de desarrollo que no supo aprovechar. El carácter rentista del imperio español, el cual se limitaba a ser el intermediario entre los países europeos y sus colonias, no le permitió industrializarse, como lo hicieron otras potencias (Manrique 1995: 12). Inglaterra fue uno de estos países cuya importancia en el mercado mundial iba en ascenso a costa de la hegemonía española. La progresiva industrialización inglesa requería un mercado más grande en donde colocar sus productos y América, junto con Asia, era el lugar propicio para ello, pero, al existir el monopolio comercial entre el puerto del Callao y el puerto de Cádiz, el contrabando se convirtió en la única alternativa viable para el desarrollo inglés. Heraclio Bonilla señala, además, la incapacidad de España para proteger su monopolio, pues no contaba con el poder naval necesario. La Corona no podía, por otra parte, “absorber la producción colonial ni satisfacer la demanda del mercado colonial” (2001: 22-23), lo cual significaba que no era solo el capital inglés el interesado en establecer relaciones comerciales con las colonias americanas, sino que estas también deseaban el comercio con la nueva potencia inglesa. Las regiones con acceso al litoral atlántico fueron las más favorecidas, debido a las rutas establecidas, mucho más directas y baratas que las establecidas para el puerto del Callao (Manrique 1995: 14-15).
De este modo, Lima se veía afectada. El contrabando inglés “permitió la emergencia de grupos nuevos con un poder semi-monopólico” que redujeron “los márgenes de beneficio de los comerciantes monopolistas” (Bonilla 2001: 23). Estos nuevos grupos eran cada vez más representativos. Lo llegaron a ser a tal punto que las reformas establecidas por la dinastía Borbón se preocuparon por este aspecto e introdujeron las reformas territoriales y económicas. Las primeras consistieron en la creación de los virreinatos de Nueva Granada y de Río de la Plata, con las consecuencias negativas ya mencionadas para el Perú. Las segundas se resumen en la eliminación del monopolio comercial, permitiéndose que comerciasen todos los puertos españoles y americanos, cuyas consecuencias también han sido brevemente señaladas. Las reformas no pudieron controlar el comercio ilegal, pero de alguna manera legitimaron el crecimiento de otras ciudades sobre Lima, pues fueron la respuesta a procesos de desarrollo que se venían dando por muchos años y que la Corona no podía obviar. Los nuevos grupos de poder en América, además, jugaron un papel muy importante en la lucha contra las fuerzas reales. A continuación, se esboza la relación entre la emergencia de burguesías comerciales impulsadas por el contrabando inglés en el litoral atlántico y el proceso de Independencia hispanoamericana:
¿Será demasiado audaz proponer una relación causal entre este hecho y el de que los ejércitos libertadores de San Martín y Bolívar provinieran justamente de estos dos focos atlánticos de poder anticolonial, a cuyas elites dominantes no les bastaban ya las concesiones que la corona española les ofreció tardíamente para frenar sus proyectos separatistas, con las reformas borbónicas de 1776, al abolir el monopolio comercial, desmembrar el virreinato peruano, entregándoles como espacios de dominio propios los territorios de las actuales repúblicas de Argentina, Paraguay, Uruguay, Bolivia y Chile (al virreinato del Río de la Plata), y Panamá, Venezuela, Colombia y Ecuador (al virreinato de Nueva Granada)? (Manrique 1995: 15).
Audaz o no, no es difícil notar que la relación propuesta tiene fuertes fundamentos en la realidad. Las cada vez más importantes burguesías tenían sus intereses económicos puestos en potencias como Inglaterra y el orden colonial español era solo un impedimento para seguir creciendo. Es por ello que no sorprende que las dos fuerzas militares más importantes en la Independencia de América hayan nacido de sociedades que, no sólo no se beneficiaban de la relación de la Península, sino que esta restringía sus posibilidades de desarrollo. Por ello, la idea de la separación definitiva de España no resultaba extraña, sino que era la mejor alternativa para asegurar el futuro. Esta situación era contraria a la de Lima, en donde, a pesar del gran golpe causado por las reformas borbónicas, la relación con la Corona todavía era preferible a la idea perder la relativa estabilidad que esta le brindaba al dominio de la élites sobre las grandes mayorías.
Las situaciones de la Ciudad de los Reyes y la de las otras ciudades después de las reformas borbónicas eran diferentes en la medida en que estas últimas también fueron aplicadas y asimiladas de modos diferentes en cada caso. Si bien los objetivos generales de las reformas fueron los mismos para todo el imperio (Fisher 1981: 15), llevarlos a cabo implicó acciones distintas. Así, una lectura de estos eventos puede ser la siguiente: hasta cierto punto, las reformas borbónicas favorecen a las élites crecientes del litoral atlántico, en especial a lo que hoy son Argentina y Venezuela, para cumplir uno de sus objetivos: defender los territorios americanos de las potencias extranjeras. La creación de los nuevos virreinatos, uno de ellos con una rica mina de plata, Potosí, y la eliminación del monopolio fueron los intentos de la Corona por recuperar estos territorios que cada vez se relacionaban más con Inglaterra. Mientras que, de manera general, las reformas borbónicas iban en contra del consenso colonial para centralizar el poder, en Buenos Aires y Caracas, la Corona hacía concesiones. Pero las reformas, o bien habían llegado demasiado tarde, o bien no eran suficientes para impedir que de esas dos ciudades se gestaran las fuerzas que acabaron con el dominio español. Para Bonilla, mientras que en Argentina y Venezuela vieron la ruptura con el estado colonial como la única forma de seguir avanzando, en Perú y México, la ruptura fue la manera de retener aquello que la metrópoli no garantizaba más (2001: 37). Esta postura confirma el análisis anterior: mientras que las nuevas burguesías comerciales del litoral atlántico buscaron romper con España para que esta no obstaculizase su desarrollo, Perú —y, según Bonilla, también México— buscaba romper con España porque la situación posterior a las reformas, especialmente las reformas administrativas vistas en el primer capítulo, ya no le convenía más. Fue por ello también que los primeros fueron en busca de esta ruptura, mientras que los últimos atravesaran un proceso mucho más largo. Proceso también contradictorio, pues fue la Ciudad de los Reyes, Lima, la ciudad que más apoyo brindó a la Corona al momento de combatir los movimientos separatistas del resto de América.
2.1.2. La resistencia realista de Lima
Lima fue el foco de resistencia del régimen colonial más importante durante las guerras de Independencia americanas. Lo fue, no porque toda la población limeña estuviese conforme con el gobierno colonial —como se verá, esta no fue de ninguna manera la situación—, sino porque el conflicto de intereses de las élites criollas, que eran las que decidían la dirección de toda la ciudad, influía en sus acciones de maneras diversas. Para poder evaluar la influencia de los intereses de los grupos de poder locales en la Independencia, y, posteriormente, analizar la relación de estos con las reformas administrativas borbónicas, es necesario conocer, por lo menos de manera general, cómo fue que Lima llegó a convertirse en el bastión de las fuerzas realistas. Para ello, se analizarán dos procesos relevantes.
2.1.2.1. El miedo criollo a las clases bajas
El establecimiento de la república de indios y la república de españoles dividió a la población colonial en dos grandes grupos desde un principio. El plan de la Corona era evitar las mezclas entre ambos grupos; pero, por el mismo carácter de la conquista, una empresa compuesta de varones solamente, este plan fue inviable desde el principio. Este mestizaje, sumado a las continuas migraciones de, no solo europeos, sino también de negros, resultó en la compleja composición social del virreinato peruano. Scarlett O’Phelan Godoy ubica el surgimiento del término “plebe” en el siglo XVIII, término usado para referirse a las clases más bajas de la sociedad, compuesta por los indios, los negros y las castas —o las distintas mezclas raciales categorizadas en pinturas—. La plebe era vista por las clases más altas, que podían ostentar la “pureza de sangre” tan importante para la cultura española, como “alteradores del orden público; individuos de escasos recursos, con trabajos eventuales o desocupados y, por lo tanto, proclives al ocio, al robo, a la violencia a la insubordinación” (2005: 124). Sin embargo, no se trataba de un simple desprecio, sino que, en cuanto las clases altas concebían también la posibilidad de que la plebe actuara en contra de ella, también le temía.
El miedo a la plebe se incrementó con las rebeliones producidas entre 1730 y 1783 (O’Phelan Godoy 2005: 124-125). En estos últimos años se dio la revolución de Túpac Amaru, que, por su naturaleza y magnitud, difundió un miedo incluso mayor al ya existente, por todas partes. El inicio de esta revolución sorprendió al Estado colonial, a pesar de que, como señala O’Phelan Godoy, las rebeliones se venían dando desde muchas décadas atrás, sobre todo en la parte sur del virreinato (Walker 2004: 55). Es por ello, y porque el levantamiento de Túpac Amaru fue después duramente reprimido, que se le señala como “la culminación o punto más alto de un prolongado ciclo de rebeliones”. Sin embargo, Alberto Flores Galindo señala que esta no fue sólo la culminación de un ciclo de rebeliones, pues, para comenzar, no fue una rebelión, sino una revolución. Las rebeliones son motines pequeños y espontáneos; el levantamiento de Túpac Amaru no se inscribe en esta descripción, pues “su composición social, objetivos y efectos conseguidos en la estructura colonial” trascendieron grandemente a todoa las rebeliones anteriores. Además, no se puede decir que fue espontáneo ni imprevisto, pues contó desde el principio con una organización, con dirigentes y con un programa que consistía en tres puntos primordiales: la expulsión de los españoles o chapetones, lo cual implicaba romper los lazos de dependencia con el monarca; la restitución del imperio incaico; y, la libertad de comercio, junto con la supresión de la mita, las haciendas, las aduanas y alcabalas. Este programa incluía también la formación de “un nuevo cuerpo político en el que convivieran armónicamente criollos mestizos, negros e indios” (1988: 121-124).
La relación entre la plebe y las clases altas, además, había estado marcada por la violencia cotidiana como mecanismo de dominio (Flores Galindo 1991:180). Es por este factor, junto con otros, que era natural que los levantamientos como el de Túpac Amaru estuviesen cargados de violencia. De hecho, muchos autores señalan que la violencia fue uno de los rasgos distintivos de esta revolución. Además de ello, el rumor (O’Phelan Godoy 2005: 127-129) y las exageraciones de los sucesos que realmente ocurrían, especialmente por parte de las mismas fuerzas realistas —para apresurar los refuerzos y para engrandecer sus méritos—, propagaron un gran temor en todo el virreinato sobre el gran poder de la revolución de Túpac Amaru (Flores Galindo 1988: 140-142). Las noticias sobre las acciones de los rebeldes, que por sí mismas podían causar un gran impacto, eran difundidas con exageraciones en su magnitud. Así, tuvieron mucha relevancia no sólo los acontecimientos por sí mismos, sino la forma en que se daban. Se difundía sobre todo la dimensión cualitativa de la violencia, es decir, no importaba saber sólo cuántos murieron, sino cómo murieron (Flores Galindo 1988: 142). Si la violencia de la revolución sorprendía por su magnitud, la exageración de ésta al difundirse por el virreinato causó un temor aún más grande.
El programa de Túpac Amaru requería la expulsión de los españoles, por lo que estos se convirtieron en el blanco principal de los rebeldes. El problema fue determinar quiénes eran los españoles para ellos. La violencia cotidiana que durante toda la colonia se había ejercido contra las clases bajas, como se mencionó, fue un factor que influyó en el grado de violencia que ejercieron estas contra sus opresores en el periodo de la revolución. Para Flores Galindo, otra justificación de la violencia tupamarista se halla en la visión del mundo propia del grupo: “los españoles podían ser muertos de la manera en que lo fueron, porque no eran buenos cristianos, no cumplían con las normas que ellos predicaban, eran herejes: el discurso de la conquista invertido” (1988: 147).[4] Esta violencia se manifestó mediante saqueos, matanzas, destrucciones e incendios de todo aquello que se relacionara con los españoles. Así, atacaron no solo a los españoles propiamente dichos, sino que también fueron en contra de los de tez blanca, de los que se vestían a la usanza europea o de los que tenían propiedades. Túpac Amaru no podía dirigir todas las acciones de las masas rebeldes, que terminaron actuando casi por cuenta propia. Para los españoles, la única solución viable era el exterminio de todos los rebeldes (Flores Galindo 1988: 151).
Si bien el movimiento se desarrolló en el sur del país, el recuerdo de los estragos para las clases altas de la rebelión afectó a todo el virreinato. Túpac Amaru no encontró en Lima corrientes compatibles política o intelectualmente con su proyecto, ni mucho menos apoyo para su movimiento anticolonial de base indígena (Walker 2004: 74), pero, después de su revolución, la falta de apoyo a los proyectos anticoloniales fue mayor aún. Si bien hay disenso sobre el carácter reformista o separatista de Túpac Amaru —autores como Flores Galindo o Charles Walker señalan su carácter separatista, mientras que otros, como Timothy Anna, señalan su carácter reformista—, el resultado de cualquier manera no fue un factor que favoreció a la posterior lucha por la Independencia. Los criollos de todo el país temían que las luchas por la Independencia gestasen una nueva revolución. Por ello, muchos preferían “defender un orden que, aunque no los beneficiaba”, sobre todo después de las reformas borbónicas impuestas, “les otorgaba algunas mínimas prerrogativas” (Flores Galindo 1988: 145). John Fisher señala que estos grupos se sentían amenazados por dos factores que influyeron en el apoyo brindado a las fuerzas realistas:
El respaldo activo que los criollos limeños extendieron a las autoridades peninsulares en la supresión de estos prematuros intentos independentistas se debió, en parte, a que se habían dado cuenta de que la participación indígena en ellos constituía una amenaza para la estructura social del Perú, así como a la conciencia de que representaban un desafío regional a la identidad de Lima como capital de todo el territorio (2000: 191).
Ambas amenazas inquietaban a la élite, pero si se debe resaltar una sobre la otra, era la primera, el peligro por la desestructuración social, la más grave. La amenaza a la hegemonía limeña afectaría, evidentemente, a las clases más altas de esta ciudad, que verían sus privilegios limitados; pero la amenaza al orden social significaría, no solo una pérdida de privilegios, sino el fin de las élites. Un buen grupo de las clases altas decidió, entonces, apoyar a la Corona, por lo menos en un inicio, para proteger la relativa estabilidad que le otorgaba esta a su clase privilegiada frene a la plebe. Lo cierto fue que la Corona no se encontraba en posición de mantener la estabilidad ni siquiera dentro de su propia península. Para Flores Galindo, el sector más perjudicado fue la aristocracia mercantil, pero el descontento producido por las reformas no generó acciones concretas en tanto el miedo a una rebelión campesina, o a un levantamiento de esclavos, era más fuerte (1991: 179). La aristocracia mercantil de Flores Galindo se agrupaba principalmente en el Tribunal del Consulado de Lima y fue este, efectivamente, el órgano que más apoyo prestó a las fuerzas realistas, como se verá a continuación.
2.1.2.2. El apoyo del Tribunal del Consulado
La fidelidad de los comerciantes del Tribunal del Consulado se manifestó no solo en el decisivo momento de las guerras de Independencia, sino que este brindaba su apoyo a España desde mucho antes. Conscientes del predominio inglés en el mundo, que, dicho sea de paso, comerciaba ilegalmente con las colonias del litoral atlántico de América, los comerciantes hicieron significativos donativos a la Corona para que esta pudiera financiar sus guerras en Europa (Flores Galindo 1991: 165). Los intereses de este grupo, relacionado con los grupos de poder más importantes —al ser este mismo uno de ellos—, se encontraban en el desarrollo comercial. La hegemonía del puerto del Callao los convirtió durante muchos años en el sector comercial más importante de América y, en este sentido, la llegada de las reformas borbónicas cambió su suerte. La eliminación del monopolio comercial y el aumento de los impuestos fueron los cambios que más afectaron a los ricos comerciantes limeños, pero también influyó la creación de los dos virreinatos que permitieron el surgimiento de nuevas ciudades con la capacidad de competir contra Lima, como ya se vio en líneas anteriores.
El reformismo borbónico cerró, pues, muchos canales tradicionales de enriquecimiento, que debieron generar en los comerciantes limeños un gran descontento —como el generado en los funcionarios de la Audiencia—. Sin embargo, la nueva situación también abrió nuevas oportunidades que este grupo no desaprovechó, como la reapertura en 1774 de las viejas rutas de comercio intercolonial con Centroamérica y Nueva España, las facilidades para la exportación de ciertas producciones locales y la liberación del tráfico de esclavos (Flores Guzmán 2001: 140).[5] Además, los gastos constantes de la Corona, en los que tenía mucha importancia a expansión del endeudamiento público desde 1777 —coincidentemente fue el mismo año en que Areche llegó al Perú— le dieron al Tribunal del Consulado una gran influencia en el gobierno colonial. Las grandes fortunas de los inversionistas privados estaban albergadas en esta institución, que pronto se convirtió en la única alternativa del Estado para solventar sus gastos públicos. De esta manera, el Consulado se comprometió a “subvencionar al Estado con préstamos y donativos provenientes de sus arcas, a condición de administrar algunos impuestos sobre el comercio” (Flores Guzmán 2001: 153). Se puede hablar, entonces, de la formación de un nuevo consenso colonial entre el Tribunal del Consulado y la Corona, la negociación de ciertos impuestos a favor de los comerciantes era retribuida con significativos préstamos y donaciones que, a su vez, eran amortizados con los beneficios recibidos de los impuestos. De esta manera, los comerciantes limeños, a pesar de verse muy perjudicados con la implantación de las reformas borbónicas, pudieron adaptarse a la nueva situación. Sus privilegios no eran, de todas formas, los mismos que antes, pero las circunstancias no eran lo suficientemente graves como para pensar en romper el vínculo con España.
Por los motivos vistos, no debe de sorprender demasiado que el Tribunal del Consulado apoyara a la Corona a mantener el orden colonial en los durante la mayor parte de las guerra de Independencia. Flores Galindo calcula que, entre, 1777 y 1814, los comerciantes limeños donaron más de cinco millones de pesos a la Corona (1991: 165); tal cantidad de dinero muestra la gran solvencia económica de este grupo, en la cual descansó el poder peninsular, pues utilizaban los fondos tanto para financiar los conflictos bélicos españoles con países europeos, como para sostener a las fuerzas realistas en los territorios americanos. Los cuantiosos préstamos y donaciones incluso aumentaron a partir de 1810 (Flores Galindo 1991: 165-166), debido a la crisis que se vivía en España desde 1808 y a las respuestas americanas a esta situación. El Tribunal del Consulado se debilitó poco a poco debido a todas estas erogaciones que no les proporcionaban ningún beneficio a cambio, salvo la idea de que, protegiendo al poder real, se protegían a sí mismos. Pero tal era la capacidad financiera de este sector que su apoyo económico a la Corono prosiguió por muchos años más. Incluso, en 1815, además de las constantes contribuciones económicas, los comerciantes limeños pusieron sus navíos a disposición de las autoridades para que estas pudieran “prevenir cualquier incursión patriota en la Mar del Sur”. De este modo, la flota mercante limeña se convirtió en una improvisada armada de guerra realista (Flores Galindo 1991: 166).
Sin embargo, la solvencia del Tribunal del Consulado no podía ser eterna. Para 1816, cuando el título de virrey pasó de José Fernando de Abascal y del Fierro a Joaquín de la Pezuela, el virreinato se encontraba en una situación caótica. La deuda estatal era enorme, lo recolectado en impuestos era cada vez menor por la crisis económica general y los comerciantes limeños “se mostraban cada vez más reacios a sacrificar sus intereses económicos en aras de la Madre Patria (Flores Guzmán 2001: 163). Los préstamos y donaciones continuaron a pesar de todo, pero la presión de la Corona para que estos se realizaran tenía que ser cada vez mayor, hasta que finalmente, en 1919, el Tribunal del Consulado dejó de pagar sus cuotas (Flores Guzmán 2001: 167), con lo cual el Estado colonial, que para este momento dependía del sector comerciante, entró en crisis, situación aprovechada por los ejércitos libertadores. A pesar de que las grandes donaciones y préstamos cesaron, el Tribunal todavía creía que, para defenderse, necesitaba defender la estabilidad relativa que la Corona les brindaba. Es ilustrativo el hecho de que, en octubre de 1820, ofrecieron cien pesos a los soldados patriotas que desertasen con armas y sesenta a quienes lo hiciesen sin ellas (Flores Galindo 1991: 169). Con la llegada de la Independencia, este sector se dio cuenta de que había invertido en el lado equivocado. El fin del gobierno español en América significó también el fin de este grupo antes tan importante en la sociedad.
2.1.3. El aporte de las clases intelectuales
Los dos puntos vistos anteriormente, especialmente el miedo criollo a las clases bajas, ayudan a comprender cómo, en el Perú, el papel de las clases intelectuales, si bien es importante y su análisis, relevante, fue sólo un factor más que se unió a otros para la Independencia del país, y no fue tan determinante como la historiografía tradicional tiende a señalar. La influencia de la Ilustración en el Perú ha sido estudiada por muchos autores, por lo que no se profundizará en este tema. John Lynch dice con respecto a la Ilustración, que esta “se podía invocar para garantizar mayor libertad dentro de una marco hispánico y justificar un imperialismo reformado”, pero que sólo una minoría de pensadores ilustrados fue atraída por la idea de la Independencia, minoría que utilizó a la Ilustración como una fuente para legitimar sus acciones (2001: 159-162). Timothy Anna también considera que sólo una pequeña minoría de pensadores liberales “creyó que la Independencia resolvería los problemas que consideraban eran los problemas del Perú. La mayoría buscó la reforma dentro del sistema imperial, igualdad para los criollos y autonomía para el Perú” (2003: 61). Es por ello que se analizará brevemente, primero, las características de la gran mayoría reformista y, después, la minoría separatista.
Jorge Basadre considera que el movimiento representativo de la nobleza peruana es el que encarnó don José Baquíjano y Carrillo, conde de Vista Florida. Esta postura frente a la Emancipación se encuentra dentro de lo que la terminología moderna califica como “centrismo” (2002: 60-61), pues ni quería la Independencia, ni quería que el orden colonial permaneciera igual. La importancia de José Baquíjano y Carrillo se le atribuye a dos hechos principales: en primer lugar, el participar como el primer presidente de la Sociedad de Amantes del País en el periódico peruano que alcanzó relevancia internacional, el Mercurio Peruano; en segundo lugar, el discurso que dio en 1780 para recibir al virrey don Agustín de Jáuregui, el famoso “Elogio a Jáuregui”, en el que expresó de manera magistral sus críticas acerca del gobierno español (Basadre 2002: 60). Este discurso, dado después de la implantación de las reformas borbónicas, representa el descontento y la inconformidad de la sociedad con la nueva situación, y el mérito de Baquíjano fue trasmitirlo abiertamente, en una ceremonia tan significativa como el recibimiento del virrey, persona que representaba al poder español que se criticaba. Dado que Baquíjano era también oidor de la Audiencia de Lima —además de asesor del Consulado y del Ayuntamiento de Lima y protector general interino de naturales— (Rey de Castro Arena 2008: 79), pudo ser testigo directo de las medidas administrativas tomadas por la Corona para retomar el control de este órgano en desmedro de los criollos. Es por todo ello que Baquíjano es considerado el máximo representante del reformismo liberal fiel. Su postura “centrista” representa la postura de casi toda la élite criolla limeña de la época, que, por el descontento con la Corona, exigía cambios, pero no se atrevía a proponer la separación absoluta.
Por otro lado, a pesar de que su influencia en la sociedad colonial fue mínima, estaba la postura separatista, que apuntaba a la ruptura total del vínculo con España. A fines del siglo XVIII y como respuesta directa los daños provocados por las reformas borbónicas, el jesuita arequipeño Juan Pablo Viscardo y Guzmán expresó en dos documentos, la carta escrita al cónsul inglés en Livorno John Udny el 30 de setiembre de 1781, y la famosa “Carta a los españoles americanos” escrita diez años después, la necesidad de la revolución americana para independizarse de España. En el primer documento, Viscardo mostró su profundo resentimiento hacia España, que no debe de sorprender pues las reformas borbónicas expulsaron del país a la orden jesuita de la cual el formaba parte. Además, expuso dos motivos principales que justificaban su propuesta a los criollos de librarse del dominio español: el primero era la propia expulsión de los jesuitas, y el segundo era la sustitución de criollos por europeos inexpertos en los empleos burocráticos. Ambos motivos fueron consecuencias directas del reformismo borbónico. En el segundo documento, Viscardo, además de justificar política y económicamente el derecho de los americanos de independizarse, interpretó y representó la mentalidad de los criollos disconformes con el gobierno español y los exhortó a rebelarse contra la Corona (Rey de Castro Arena 2008: 71-78). El pensamiento de Juan Pablo Viscardo y Guzmán, que fue seguido por intelectuales como José de la Riva-Agüero y el conde de la Vega del Ren, tuvo mucha importancia durante el periodo de las guerras por la Independencia. A pesar de que solo una minoría no representativa de la sociedad coincidía con lo planteado por el jesuita, la sola existencia de su pensamiento proveyó a los criollos de un plan alternativo y, por supuesto, radical, en comparación a la postura reformista. La crisis española y los complejos procesos que se vivieron en sus colonias llevaron a los criollos a volver su mirada sobre este plan, pero la manera en que esta situación se creó y se desarrolló será vista más adelante.
Cabe resaltar, para terminar, que ambas posturas —la reformista, con José Baquíjano y Carrillo como su máximo representante, y la separatista, con Juan Pablo Viscardo y Guzmán como su promotor primordial— a pesar de ser distintas por los fines que perseguían, representaban el descontento general del mismo grupo. Los criollos, inconformes con la situación posterior a las reformas, adoptaron la primera o la segunda postura en distintas medidas porque necesitaban cambios en la organización estatal. La estabilidad que el gobierno español le brindaba a los grupos de poder ya no les bastaba para mantenerse fieles, por lo menos durante los últimos años de las guerras de Independencia.
2.2. El rol de la élite criolla limeña en la consolidación de la Independencia
En el cierre del primer capítulo se señala cómo el disenso, la inconformidad, el resentimiento y el descontento general no son suficientes para empezar una revolución, sino que hace falta de una coyuntura favorable que impulse a la población a generar los cambios necesarios. La coyuntura para los hispanoamericanos llegó con la crisis española, cuyos orígenes profundos se pueden hallar en el fracaso del proyecto político de los Borbones, pero cuya expresión inmediata fue la invasión de parte de España por Napoleón Bonaparte en 1808 y el inicio de la guerra de Independencia española (Fontana 2007: 8-9). La crisis en la Metrópoli generó también una crisis en sus colonias (Mazzeo 2003: 51). Las reacciones en América fueron muy distintas, pero, como ya se vio, fue la ciudad de Lima la que se constituyó como el bastión de poder realista al ayudar a las fuerzas de la Corona a luchar contra los intentos independentistas que se gestaban en el resto de América y, en menor magnitud, en el interior del país. La mirada general que se ha dado a ciertos factores relevantes acerca de la Independencia del Perú, para el desarrollo del presente trabajo, permitirá, pues, comprender cómo es que la élite criolla de Lima respondió a la coyuntura favorable que se le presentó; y para esto tendrá especial importancia el análisis del conjunto de intereses de este grupo. Timothy Anna señala lo siguiente:
Los estudiosos no pueden utilizar la ideología expresada para determinar las causas históricas en el movimiento de la Independencia peruana, porque la estridente propaganda producida por los realistas o los rebeldes se hace invariablemente insignificante por la amarga lucha por la supervivencia económica entre individuos y entre movimientos. Cada facción ideológica era un grupo de interés de una forma u otra. Los peruanos que abogaron por la Independencia actuaron por sus propios intereses, tal como lo hicieron los que se opusieron a ella (2003: 53).
Siguiendo la línea de pensamiento de Timothy Anna, se puede decir que las ideologías que se gestaron, como las posturas de los reformistas y de los separatistas, por sí mismas, no pueden ser consideradas como los factores determinantes de la Independencia del Perú. Lo que primó en las guerras de Independencia fueron los intereses de los distintos grupos. Así, como dice John Lynch, “las revoluciones hispanoamericanas respondieron primero a intereses, y éstos invocaron ideas” (2001: 152); no sucedió al revés. De aquí en adelante se analizará el papel que jugaron los intereses del sector burocrático ligado con la Audiencia de Lima dentro de la élite criolla limeña en el proceso de Independencia.
2.2.1. La ruptura inicial con la Corona: los reclamos criollos
En el año 1793, José Baquíjano y Carrillo viajó a la Corte de Madrid representando al Cabildo de Lima y a la universidad de San Marcos para proponer ciertos cambios en la administración real en América. Entre ellos estuvieron la concesión a los peruanos de un tercio de los cargos en las Audiencia del Virreinato, aunque fuesen nativos de las sedes de ellas. Baquíjano explicó también el problema de la discriminación que sufrían los criollos frente a los peninsulares al momento de nombrar a los oidores de la Audiencia de Lima, pero no logró ninguna respuesta de la Corona (Basadre 1973: 77-78). Así como esta, las quejas y reclamos de las élites criollas afectadas por las reformas borbónicas se gestaron desde la aplicación de aquellas. Todos los grupos sociales, como los comerciantes, los funcionarios públicos o el mismo clero —recuérdese el caso de Juan Pablo Viscardo y Guzmán—, demandaron contrarreformas que regresaran a la sociedad al estado que se encontraba antes. La Corona, como era de esperarse, no prestó atención a las quejas de sus súbditos, que, por cierto, no tenían un carácter amenazador. El descontento era grande, pero la presión ejercida sobre la Península por las élites americanas no era significativa, a pesar de que todavía conservaban mucho poder en sus manos —como el gran poder económico del Tribunal del Consulado—. Esto puede hacer creer erróneamente que las demandas de los grupos locales no tenían mucha importancia para ellos mismos, en tanto no hacían mucho para lograrlas; pero la aparente inacción se debía, como ya se vio, a un conjunto de factores históricos que devenían en la idea de que “frente a las amenazas de armonía social, económica, política y cultural del país, el mantenimiento del régimen colonial aparecía como la única garantía verdadera del orden establecido” (Quiroz Chueca 2009: 222). En otras palabras, si bien las élites habían perdido mucho poder con las reformas, la perspectiva de perder el poder que todavía tenían en sus manos era mucho peor.
Pero esta situación no se mantuvo eternamente. Una de las consecuencias de la crisis que España atravesaba a partir de 1808 fue que los criollos limeños, en especial los ligados a la burocracia, tuvieron un espacio en donde presentar los reclamos que arrastraban desde varias décadas atrás. La formación de las Cortes de Cádiz en España, que convocaron no solo a representantes peninsulares, sino también a representantes americanos, dio la oportunidad a los criollos limeños de volver a demandar aquello que les era más apremiante. En diciembre de 1810, por ejemplo, presentaron, junto con otros diputados americanos, una lista de once demandas que requerían los gobiernos americanos, de las cuales resaltan tres: “[…] (8) derechos iguales a los americanos para acceder a empleos en el gobierno; (9) distribución de los puestos en cada territorio a nativos de este territorio; (10) creación de comités asesores en América para seleccionar a los criollos que recibirían esos cargos […]” (Anna 2003: 78-79). Estas tres demandas apuntaban a contar con mayor representación criolla en los órganos estatales, como lo habían hecho antes de la aplicación de las reformas. Para los limeños, estas peticiones eran especialmente importantes. Desde 1777, no se había nombrado a ningún criollo en la Audiencia, y los criollos que todavía conservaban su puesto adquirido antes de las reformas parecían estar “al borde de la tumba” (Burkholder y Chandler 1984: 167-168). El que antes fuera el órgano colonial de mayor grado de compromiso burocrático, en donde los criollos nativos de su jurisdicción tenían la mayoría de los puestos, para 1803, sólo contaba con dos criollos. Uno de ellos era el célebre limeño José Baquíjano y Carrillo (Anna 2003: 58).
La discriminación sistemática de la Corona en perjuicio de los criollos tuvo una consecuencia en estos en un plano subjetivo: el desarrollo en las élites criollas de una consciencia de sí mismas como diferentes a los españoles. Es cierto que, por el mismo carácter de los criollos, que, por sangre, eran españoles, e inclusive legalmente pertenecían a la república de españoles, fuera difícil formar una consciencia que los diferenciara de la Península de donde provenían. Pero hay autores, uno de ellos es John Lynch, que señalan que los americanos tenían una consciencia de su identidad e intereses distintos a los de los españoles (2001: 135). Al respecto se puede decir que, sin generalizar, sí existía una consciencia de la diferencia entre los criollos y españoles. Esto fue así por motivos que ya han sido desarrollados. La Corona fue la primera en establecer marcadas diferencias, en la práctica, no legalmente, entre los criollos y peninsulares, al ofrecer más privilegios a unos que a otros. Este es el caso de los funcionarios burocráticos de la Audiencia de Lima, en donde la Corona aplicó medidas para volver a tener el control que fueron tan evidentemente discriminatorias —la Corona había favorecido a los peninsulares desde un inicio por el ideal de funcionario público que tenía, pero nunca se había dado una discriminación sistemática tan marcada como con las reformas borbónicas— que no se puede decir que pasaron desapercibidas por los criollos. Lo mismo tal vez no se puede decir de todos los grupos dentro de la élite limeña; pero, por lo menos respecto a este, sí se puede justificar la existencia de una consciencia como criollos en oposición a los peninsulares. Esta consciencia, si bien no los impulsó a actuar en contra del orden colonial, sí estuvo presente en el proceso de Independencia, y negar su influencia, por lo menos en cierto grado, afectaría al análisis de este complejo proceso.
La situación para los criollos limeños, que por la discriminación sistemática de la Corona habían perdido representatividad en la Audiencia, fue aún peor en los inicios del siglo XIX que en el último cuarto del siglo XVIII. Mientras la mayoría reformista de Lima seguía pidiendo a la Corona los cambios que consideraban justos, varias colonias americanas de España aprovecharon la crisis de la Corona para buscar una salida separatista. Josep Fontana considera que la primera etapa de las revoluciones americanas se dio entre 1810 y 1814, pero también se puede considerar que abarca todo el periodo de la guerra de Independencia española, de 1808 a 1814. El destronamiento de Fernando VII en España gestó la creación de las Juntas de Gobierno en la Metrópoli —que posteriormente crearían la Junta Central, que a su vez crearía las Cortez de Cádiz—. En América, el vacío del poder que se vivió durante estos años creó una situación un tanto contradictoria: con el pretexto de defender los derechos del rey destronado, Fernando VII, los hispanoamericanos de varias ciudades crean Juntas de Gobierno, siguiendo el modelo de la Madre Patria. Bajo el falso juramento de fidelidad a Fernando VII, las ciudades americanas que formaron Juntas desconocieron la autoridad de las autoridades españolas y tomaron el control del gobierno (Fontana 2007: 107). En Lima no se creó una Junta de Gobierno, por el contrario, con el apoyo económico del Tribunal del Consulado, el virrey Abascal combatió a las Juntas de Gobierno de América.
La revolución que se gestó en los territorios americanos era coherente en tanto la situación a la que la Corona los expuso no era viable por más tiempo. John Lynch explica, para comprender esta situación, lo siguiente: “Según la clásica teoría de De Tocqueville, no es cuando las condiciones se están deteriorando, sino cuando están mejorando que una sociedad cae en revolución. Hispanoamérica demuestra una verdad diferente: es más probable que una sociedad acepte la ausencia de derechos que nunca ha experimentado que la pérdida de derechos que ya había disfrutado” (2001: 136). Sin embargo, se debe tener cuidado en no generalizar la situación de todas las colonias americanas. En el caso peruano, y también en el mexicano, eran los derechos y privilegios perdidos en las reformas borbónicas los que querían ser recuperados; por otro lado, en casos como los dos nuevos virreinatos de Nueva Granada y Río de la Plata sí se podría aplicar la teoría de De Tocqueville, puesto que el miedo a que su progreso fuese interrumpido ocasionó la revolución. En cualquiera de los casos, el descontento y resentimiento contra la Madre Patria, y la coyuntura que permitía tomar la iniciativa —la crisis española que dejó un vacío de poder en las colonias— coincidieron favorablemente para los hispanoamericanos en el “interregno liberal”, de 1808 a 1814. Las condiciones para la Independencia se construyeron y muchas de las colonias las aprovecharon; mientras, las élites del Perú, por las características vistas, todavía no veían con buenos ojos la separación definitiva de la Corona española.
La ruptura con la Corona no fue, como se puede ver, un suceso simple. Incluso cuando se centra el análisis en un solo sector de la élite criolla limeña, el sector ligado a la burocracia de la Real Audiencia de Lima, se debe de tener cuidado en no generalizar y simplificar el proceso más de lo debido. El miedo a una posible revolución de las clases bajas impedían, pues, que el descontento y resentimiento contra la Corona devinieran en acciones enérgicas y eficaces. Sin embargo, el periodo de crisis española no dejó sin huella a este grupo. Cuando, en 1814, el gobierno absolutista retomó el control de España, era claro que las quejas por la discriminación frente a los peninsulares y la falta de representatividad en la Audiencia, junto con las demandas propuestas, no iban a ser escuchadas. El retorno al absolutismo tuvo un efecto positivo y uno negativo para las colonias de España. El negativo fue el fortalecimiento del poder militar español, que permitió a la Corona retomar el control temporalmente sobre los territorios liberados, salvo Río de la Plata. Por otro lado, el positivo fue que, debido a la dura política del despotismo reaccionario, la distancia entre realistas y patriotas se hizo más grande, lo que favoreció a la causa emancipadora a largo plazo (Rey de Castro Arena 2008: 205). La distancia también se hizo más grande para el sector limeño referido, pues la vuelta del absolutismo pudo recordar a muchos la instauración de las reformas borbónicas años atrás. Además, durante el periodo del “interregno liberal”, estos limeños habían contado con un medio para transmitir al gobierno central todos sus reclamos. La vuelta al orden absolutista significó que esos reclamos no fueron escuchados. El Consejo de Indias, recién en el año 1818, concluye que no debía de tomarse una acción específica con respecto a las demandas presentadas en los años del liberalismo español (Anna 2003: 81).
El temor a la desestructuración del orden colonial de la élite pudo soportar el disenso causado por las reformas borbónicas; pero, esta razón que, al principio, fundamentaba la defensa total de la Corona, con el tiempo, apenas justificaba el no actuar en contra de ella. Los reclamos no escuchados respecto a la Audiencia de Lima constituyeron el punto de quiebre para el grupo interesado. La discriminación y la falta de representación en el órgano que antes gobernaban a su antojo se hicieron insoportables con la vuelta del absolutismo; puede que la situación no haya variado sustantivamente, pero, la negativa a escuchar los reclamos de esta élite, sobre todo después del periodo liberal que dio la ilusión de mejorar las cosas, fue tomada como un nuevo agravio a los derechos del grupo. La Corona perdió, así, el apoyo de uno de los sectores más importantes de la sociedad colonial. Si bien este sector no fue al extremo contrario de atacar directamente al poder central, sí lo dejó a su suerte ante las fuerzas emancipadoras extranjeras; y, como se verá a continuación, sí se llegó a unir en contra de este apenas llegó el momento de decidir por qué bando apostar.
2.2.2. La adhesión final a la causa separatista: le fait accompli
Heraclio Bonilla y Karen Spalding son los representantes más conocidos de la historiografía revisionista —aquella que contraría a la tradicional— sobre la Independencia del Perú. Si bien su análisis es valioso en muchos aspectos, es necesario comprender hasta qué punto se puede aceptar la tesis de la “Independencia concedida”. Para ello, es necesario conocer lo que esta tesis propone. En líneas generales, para estos autores,
la elite peruana no luchó por la Independencia. Se conformó y se acomodó ante le fait accompli. Quienes trajeron la Independencia, por otra parte, fueron los militares convencidos de la necesidad de derrotar a los ejércitos realistas en el Perú como condición indispensable para consolidar la liberación de las otras regiones de Hispanoamérica. […] La Independencia, precisamente, llegó al Perú en una etapa en que su elite no había clarificado ni desarrollado la conciencia de sí misma como un grupo distinto y opuesto a España. […] En todo caso, en estas condiciones el Perú de la Independencia no fue sino la inmensa escena de enfrentamiento de los ejércitos patriotas y realistas, donde su elite y sus clases populares no hicieron sino asistir a sus destinos; la primera, con miedo, las últimas, en silencio (Bonilla y Spalding 2001: 73-75).
La referencia de Bonilla y Spalding al fait accompli, o hecho consumado, si se le traduce al español, es relevante, pues sugiere, como se explica a lo largo de su texto, que las élites coloniales no pudieron hacer nada respecto al hecho de la Independencia inminente. Es innegable, pues, que los dos ejércitos responsables de la Independencia peruana provinieron del extranjero —como ya se mencionó, existe una relación entre este hecho y el auge de dichos virreinatos por el comercio ilegal con Inglaterra—; tampoco se puede negar el miedo de las élites ni el silencio de las clases populares. Pero al ser el proceso de la Independencia tan complejo, no se puede generalizar el actuar de un grupo como la representación de la totalidad. Se suele utilizar el papel que jugó el Tribunal del Consulado en la Independencia para demostrar el carácter realista de toda la élite; pero, al encontrarse dentro de la élite criolla limeña sectores con distintos intereses, generalizar las acciones de uno de ellos sería más que incorrecto.
Una postura que sigue la línea del trabajo de Bonilla y Spalding es la presentada por Timothy Anna acerca de la Declaración de Independencia peruana. Anna señala que este documento, firmado en Cabildo abierto por más de tres mil miembros de la sociedad limeña, no puede probar la unanimidad en el apoyo a la Independencia (1975: 222, 248). Dada la heterogeneidad de intereses entre los limeños, la unanimidad frente a una situación tan importante como el rompimiento del vínculo con España parece imposible. De hecho, hubo más disenso que consenso. Es más, la tendencia fue —a grandes rasgos— que los criollos aceptaran la separación y que los peninsulares no; sin embargo, hubieron casos de criollos que no estuvieron de acuerdo con el nuevo régimen republicano y se marcharon a España; así como también hubieron casos de peninsulares que optaron por la separación y “decidieron adoptar al Perú como segunda patria” (Gálvez Montero 1990: 39). La afirmación de Anna, por ello, es válida; y recuerda, también, que los actos son impulsados por los intereses de cada grupo más que por otra cosa.
El advenimiento de la llegada de San Martín a Lima provocó una serie de reacciones diferentes en la sociedad. El desembarque de su ejército argentino-chileno en Pisco dejó sentir un gran temor a los pobladores limeños, y puesto que sabían que vivían en “la ciudad más apetecida (y apetecible) del virreinato peruano, 72 de los vecinos más notables presentaron al virrey [Joaquín] de la Pezuela, en diciembre de dicho 1820, una petición para que negociara con San Martín” (Rizo-Patrón Boylan 2009: 207). Como bien lo mencionan Bonilla y Spalding, hasta ese punto, el sector criollo limeño referido se había limitado a observar el desarrollo de los acontecimientos, buscando la manera de no salir perjudicados. Esto se debió a la predominancia de actuar siempre protegiendo los intereses propios y que no era característica sólo de este grupo, sino de toda la sociedad colonial —y, si existiese un análisis al respecto, probablemente de toda sociedad en general—. Sin embargo, esta posición no se pudo mantener por mucho tiempo. El golpe militar del virrey José de la Serna e Hinojosa a Joaquín de la Pezuela impactó tanto a civiles como a eclesiásticos. La tensión se agravó, “se hizo claro que Lima estaba en peligro, y desde ese momento en adelante cada cual luchó por su vida” (Anna 2003: 230). Era el momento, pues, de decidir qué postura tomar: apoyar a las fuerzas realistas o aceptar las propuestas de los ejércitos separatistas. Francisco Quiroz Chueca señala que, dentro de la élite limeña “económica”, conformada por comerciantes, terratenientes y funcionarios fueron, generalmente, “más flexibles en su actitud hacia la separación. En cambio, la elite comercial limeña buscó mantener el vínculo colonial para beneficiarse de mercedes especiales y monopolios” (2009: 223). Este factor, sumado a la ruptura entre el sector burocrático y la Corona, ya analizada, explica por qué la decisión de este grupo no fue brindarle apoyo a las fuerzas realistas, sino buscar proteger sus intereses apostando por las fuerzas patriotas.
Una de las instituciones que ha representado los intereses criollos por muchísimos años ha sido el Cabildo. Además de eso, existía una fuerte conexión entre los intereses de este y, más específicamente, los del sector burocrático de la Audiencia. Por ejemplo, el Cabildo apoyó firmemente las demandas hechas en el periodo de interregno liberal que favorecían a los funcionarios miembros o aspirantes a la Audiencia de Lima (Anna 2003: 80). Así también, cuando el ejército de San Martín amenazaba Lima, el Cabildo envió al virrey José de la Serna e Hinojosa “un emotivo pedido de paz”, escrito por Manuel Pérez de Tudela —criollo originario de Arica que después se convertiría en fiscal de la nueva Alta Cámara de Justicia de Lima (Gálvez Montero 1990: 116)—, en el que se le urgía a que “buscara activamente” un acuerdo de paz con el general argentino (Anna 2003: 232). Tampoco se pueden olvidar los lazos establecidos entre las élites de la sociedad colonial, que en este caso eran especialmente fuertes, debido a que hubo quienes, al no poder acceder a la Audiencia de Lima por las reformas impuestas, accedieron al Cabildo (Sánchez 1999: 47), como una manera de obtener alguna cuota de representación y poder. Así, se puede considerar que el Cabildo representaba los intereses del grupo ligado a la burocracia de la Audiencia que ya no tenía representación directa en esta. Entonces, frente a las demandas de provisiones de dinero de La Serna, el Cabildo se resistió cada vez más abiertamente a colaborar. Cuando el Virrey demandó una contribución pública para la guerra, el Cabildo respondió con sus propias demandas “proponiendo que se emitiera moneda de papel o cobre”. A pesar de que La Serna hizo que el Cabildo se hiciese responsable de reunir una contribución forzosa de los habitantes, sólo se reunieron 16.000 pesos de los 70.000 exigidos (Anna 2003: 230-231). Es ilustrativo comparar estas acciones con las del Tribunal del Consulado, para comprender cuán determinante era el apoyo o el abandono de la sociedad civil al Estado colonial.
Por otro lado, es ilustrativo el análisis de tres generaciones de una familia perteneciente a la élite burocrática ligada estrechamente con la Audiencia: los Tagle. La primera generación ocupó puestos muy importantes en la Audiencia de Lima. Por ejemplo, José Tagle Bracho ocupó el cargo de oidor, mientras que los cargos de alcaldes del crimen fueron ocupados por el hermano de este, Pedro, y el cuñado de ambos, Alfonso Carrión y Morcillo (Sánchez 1999: 37-38). Ellos representan, ciertamente, el máximo grado de compromiso burocrático vivido antes de las reformas borbónicas. La segunda generación, en cambio, no pudo ejercer de la misma manera los altos cargos burocráticos debido al programa borbónico; para trabajar dentro de la Audiencia se tuvieron que conformar con ejercer la abogacía libre. Pero la disminución de la presencia de esta familia en la Audiencia significó una mayor presencia en el Cabildo del Lima y en los cargos edilicios (Sánchez 1999: 47). Lo anterior es un ejemplo de cómo el Cabildo de Lima se volvió, poco a poco, en el nuevo medio de representación del sector ligado a la Audiencia. En el contraste de estas dos generaciones se puede apreciar el impacto de las reformas borbónicas sobre esta élite criolla limeña. La segunda generación, a pesar de las restricciones, luchó por mantener su presencia dentro de la élite colonial, insertándose a otras instituciones de poder como el Cabildo, el clero o las milicias. La tercera generación de criollos de esta familia surgió en este contexto; esta fue la generación contemporánea a la Independencia peruana. Para ellos, “la Independencia significó la posibilidad de recapturar el poder y la autoridad, que disfrutaron sus antecesores, los criollos de primera generación a mediados de siglo XVIII” (Sánchez 1999: 60).
Pero el significado de la Independencia para esta élite, que Susy Sánchez analiza a través de las tres generaciones de la familia Tagle, no se queda en pensamientos, sino que tiene una influencia en el derrotero de la Independencia misma. José Bernardo de Tagle, más conocido como el Marqués de Torre Tagle, Intendente de Trujillo en el momento en que las fuerzas de San Martín arribaron a las costas peruanas, se adhirió a la causa separatista inmediatamente y prácticamente le entregó a San Martín, con la Declaración de Independencia que dirigió al Cabildo de Trujillo, el 29 de diciembre de 1820, todo el norte del Virreinato (Sánchez 1999: 54-55; Basadre 1973: 71). A pesar de que estos eventos no ocurrieron en Lima, el papel desempeñado por el Marqués de Torre Tagle, al ser parte de una familia tan arraigada en la burocracia de la Audiencia limeña, sí merece ser estudiado dentro de este trabajo. Por acciones como esta y las vistas anteriormente es posible decir, respecto al debate de Bonilla y Spalding, que la Independencia sí puede ser catalogada, hasta cierto punto —esto es sumamente importante— como un hecho consumado, le fait accompli, como los autores lo llaman, pero que no puede ser catalogada solamente —se enfatiza esta palabra— de esta forma. Las razones de por qué sí no se necesitan profundizar en este trabajo, ya que esta tesis es buenamente fundamentada en el trabajo de ambos historiadores. Por ello, más bien, se ha tratado de fundamentar la postura contraria: por qué no se puede decir, en su totalidad —de nuevo, de enfatiza esto último—, que la Independencia fue como un hecho consumado, ante el cual los criollos no pudieron hacer nada.
2.2.3. El desenlace: la Alta Cámara de Justicia
Las Audiencias del Imperio español del siglo XIX no eran las mismas que las de los siglos anteriores. El gobierno Borbón había cumplido con su objetivo de restringir el acceso a criollos, especialmente a los nacidos o radicados en su jurisdicción. Sin embargo, esta exclusión no era absoluta. Con la crisis española de 1808 y el periodo de interregno liberal, la política española con respecto al nombramiento de funcionarios en la Audiencia de Lima dio un pequeño giro. Desde la formación de la Junta Central, hasta 1821, España trató de ganarse la simpatía de los americanos “fieles” designando a más criollos, incluso a los nacidos en la misma jurisdicción de la Audiencia, aunque con una frecuencia mínima (Burkholder y Chandler 1984: 195). La magistraturas judiciales parecían estar otra vez en venta, pero no se pedía a cambio dinero, sino “una comprobada lealtad política” (Burkholder y Chandler 1984: 197). Se puede asumir que esta política se aplicó no solo a las Audiencias, sino, de manera general, a los cargos estatales que implicaban poder. Se puede explicar, así, el alto cargo del Marqués de Torre Tagle como Intendente de Trujillo. Que la Corona no pudiera adivinar quiénes eran realmente “fieles” o quiénes, como el Marqués de Torre Tagle y los magistrados que se presentarán en líneas siguientes, no lo eran, ya es otra cuestión.
Así también se puede explicar la presencia de algunos criollos en la Audiencia de Lima para el año de la Declaración de la Independencia del Perú, aunque, por supuesto, su pequeño número y su prometida fidelidad a la Corona no los convertían en representantes de los intereses criollos como lo habían sido sus antecesores en la época del consenso colonial. A pesar de esto, los miembros de la Audiencia también hicieron sus respectivas peticiones y reclamos al virrey de turno frente al peligro de la guerra independentista. Cuando La Serna, después de un par de infructuosas reuniones con San Martín para llegar a un acuerdo —por el pedido, principalmente, de la sociedad civil—, decidió evacuar Lima, la Audiencia protestó, “acusándolo de dejar a los ciudadanos a merced de los invasores y pidiéndole que no se retirara hasta que fuera absolutamente esencial para salvar al ejército” (Anna 2003: 233-234). La Serna no hizo caso a esta protesta, y se limitó a responder que dejaba armamento “suficiente para asegurar la paz de la ciudad, pero no suficiente para hacer posible que se diesen acciones hostiles en contra de los rebeldes, evitando así un baño de sangre” (Anna 2003: 234). Lo que quería la Audiencia era, entonces, que el ejército realista se mantuviera en la ciudad para prevenir un ataque del ejército separatista. Los miembros de la Audiencia de ese momento parecían, pues, apostar por el régimen colonial; sin embargo, esta sería una lectura equivocada de los hechos si es que no se toma en cuenta las acciones posteriores. Con la entrada de San Martín a Lima, cuando La Serna hubo ya abandonado la ciudad, los magistrados de la Audiencia se pronunciaron sobre sus decisiones respecto al nuevo régimen:
El 21 de ese mes —una semana antes de la proclamación de la Independencia— el Regente de la Audiencia cursó una comunicación, por la cual ponía en su conocimiento que siete magistrados habían manifestado hallarse expeditos para continuar el despacho del tribunal; a saber, tres americanos —Moreno, Aldunate e Irigoyen— y cuatro peninsulares —Valle, Palomeque, Osma e Iglesia—. […] Otros siete solicitaron que se les exonerara de sus funciones y se les facilitara pasaportes para trasladarse a España: seis peninsulares —el propio regente Ansótegui, Villota, Bazo, Rodríguez, Caspe y Berriozabal— y un criollo —Bravo de Rivero y Zavala— (Gálvez Montero 1990: 77-78).
De los siete magistrados que se quedaron, tres fueron americanos y cuatro fueron peninsulares; y, de los sietes que se fueron, uno fue americano mientras que seis fueron peninsulares. De los catorce funcionarios en total que se mencionan, solo cuatro son criollos, mientras que la mayoría sigue siendo peninsular. Esto ratifica, en primer lugar, que la presencia criolla en la Audiencia, efectivamente, había disminuido muchísimo, sobre todo en comparación con años como 1750, en donde eran quince criollos frente a tres peninsulares, o 1760, en donde eran catorce criollos y solo dos peninsulares (Burkholder y Chandler 1984: 215-217). En segundo lugar, se debe de tomar en cuenta que esos cuatro criollos no necesariamente eran originarios del Perú. Francisco Xavier, Moreno y Días de Escandón, el primero mencionado, era de Nueva Granada; José Santiago Aldunate y Guerrero, el segundo, era de Santiago de Chile; y, José de Irigoyen y Gonzales de Rivero, el tercero, era el único peruano, pero no era limeño, sino arequipeño (Gálvez Montero 1990: 117-128). No se tienen los datos del criollo que pidió partir a España, Bravo de Rivero y Zavala. La representación directa en la Audiencia de Lima era casi nula, pues, en los hechos, no había ningún limeño en este órgano. Sin embargo, la decisión de estos siete magistrados, que deciden quedarse en Lima y apoyar trabajar bajo el nuevo orden de San Martín, también es muestra de lo que ocurría con el grupo social afectado por las restricciones borbónicas en la Audiencia. Estos magistrados criollos superaron estas restricciones y lograron su nombramiento, a diferencia de los miembros de muchas familias que debían de buscar otros medios de representación, pero frente al proceso de Independencia, todos ellos, incluidos los magistrados peninsulares, debía de luchar por proteger su posición, o, en todo caso, buscar mejorarla.
En agosto de 1821 se creó en Trujillo la Cámara de Apelaciones, que funcionaba de manera paralela a la Real Audiencia de Lima. Este organismo cesó sus funciones para darle paso a la Alta Cámara de Justicia de Lima, que se instaló oficialmente el 7 de octubre del mismo año. Este nuevo organismo, que reemplazó a la Real Audiencia de Lima estaba constituido por once miembros: un presidente, ocho vocales y dos fiscales (Gálvez Montero 1990: 105-112). Los siete magistrados que decidieron apoyar al nuevo régimen político fueron nombrados presidente —Fancisco Xavier, Moreno y Días de Escandón— y vocales de la Alta Cámara de Justicia. Uno de ellos, Gaspar Antonio de Osma y Tricio, renunció a pocos meses de su nombramiento. Cabe mencionar que Osma estaba casado con Josefa Ramirez de Arellano, de la familia del Conde de Vista Florida, José de Baquíjano y Carrillo (Gálvez y Montero 1990: 127), lo cual es indicador de que los lazos establecidos entre familias, a pesar de haberse maltratado duramente en la lucha por la supervivencia, todavía seguían vivos. Los otros puestos fueron llenados por dos criollos americanos y tres peruanos. A pesar de que la presencia foránea era todavía mayor a la local, la representación en el nuevo órgano judicial fue mucho mayor a la existente —o inexistente— en la época de los borbones, especialmente si se considera que, debido a los lazos establecidos, la presencia de un magistrado criollo significaba acceso al poder para todo un grupo. El mérito de todos estos funcionarios para ser nombrados, tanto los criollos como los peninsulares, tanto los antiguos magistrados de la Audiencia de Lima, como los nuevos —Manuel Pérez de Tudela, por ejemplo, logró ser nombrado fiscal después de haber sido quien abogara por un acuerdo con San Martín en nombre del Cabildo de Lima—, fue la identificación con la causa patriota. Timothy Anna señala que “desde el punto de vista histórico […] no sorprende que los aspirantes a cargos fuesen los principales partidarios de la Independencia” (2003: 251). Esta afirmación prueba su verdad en los acontecimientos narrados. Para repetirlo una última vez: el sector criollo limeño ligado a la burocracia de la Audiencia de Lima, posteriormente la Alta Cámara de Justicia, apostó por el bando ganador y ganó también.
De todas formas, la inacción inicial de este grupo deja una huella muy grande en la historia peruana. Es un desafío analizar el papel de las élites criollas limeñas sin dejar que un aire crítico —no en el sentido positivo— se inmiscuya en el desarrollo de la investigación. Sin embargo, al no ser el estudio de la historia un juicio en el cual los actores sociales analizados deben de resultar héroes o villanos, se plantea que, por todos los escenarios, procesos y, por supuesto, grupos sociales analizados en las páginas anteriores, el papel que jugó la élite criolla limeña afectada por las restricciones borbónicas en el acceso a cargos en la Audiencia de Lima sí fue relevante en el curso de la Independencia peruana. Y para salvar a los actores sociales protagonistas de esta investigación de un juicio al que constantemente son sometidos, se cita lo siguiente:
Las ataduras que una porción de la población limeña (y de otras regiones del virreinato) tuvo con el régimen español, por convicción, tradición, conveniencia o por mera irresolución y temor a los desconocido, la hizo debatirse en actuaciones ambiguas o ambivalentes, como las llama con dureza Lynch, sin considerar que en aquel entonces no se tuvo el beneficio de la perspectiva histórica de que gozamos hoy en día (Rizo-Patrón Boylan 2009: 207).
El beneficio de la perspectiva histórica con el que cuentan quienes miran atrás, no debe de convertirse en un obstáculo para investigar la historia, por el contrario, debe de permitir analizar todos aquellos factores que afectaban las decisiones de este grupo. El análisis de la Independencia del Perú abarca muchos temas que pueden dar origen a nuevas investigaciones. Por evidentes motivos, ahora se han tratado solo los aspectos que se relacionan directamente con lo que este trabajo pretende demostrar, e, incluso, hay muchos otros aspectos más que, tal vez en un proyecto más ambicioso, se podrían incluir también.
CONCLUSIONES
Sí fue significativa la relación entre las restricciones borbónicas en la Audiencia de Lima y la participación del grupo criollo afectado en el proceso de Independencia. Las élites criollas limeñas anteriores a la introducción de las reformas borbónicas contaban con una gran autonomía frente al poder peninsular. Su posición privilegiada en la sociedad colonial, altamente estamental, se traducía en un gran poder para mediatizar las órdenes de la Corona en América, especialmente en la Audiencia de Lima, que era el órgano estatal de mayor compromiso burocrático. Las reformas borbónicas rompieron con todo esto. A pesar de existir una fuerte tradición de las élites peruanas de defensa de la Corona, el descontento generado por los Borbones, que fue atizado por los distintos acontecimientos coyunturales que ocurrieron en los primeros años del siglo XIX, llegó a tal punto que fue imposible evitar la ruptura entre los criollos afectados por las reformas que restringían el acceso a la Audiencia de Lima y la Corona. Es por ello que, cuando los primeros, quienes no concibieron la separación de la Corona sino hasta el último momento, se ven obligados a escoger un bando, escogen el bando separatista. Haber apostado por el bando ganador les aseguró, finalmente, un buen papel en la naciente República, a diferencia de grupos como los comerciantes del Tribunal del Consulado que apostaron por el bando perdedor. La relación entre las reformas administrativas borbónicas y la Independencia se hace aun más clara cuando se imagina el supuesto contrario: si la Corona española no hubiese privado a los grupos locales de poder de sus privilegios, especialmente aquellos relacionados con el acceso a los cargos de la Audiencia, este grupo no hubiese dudado en apoyar arduamente a la Corona a combatir a los separatistas, pues defender los intereses reales hubiese sido sinónimo de defender sus propios intereses.
Las reformas borbónicas lograron, a corto plazo, los objetivos trazados, pero, al romper el compromiso entre las élites y la burocracia, causaron un daño aun más grande para la Corona. El consenso o compromiso colonial en la burocracia era usualmente visto como un punto débil del Imperio español, pero era, en verdad, la base del dominio peninsular, pues las élites no tenían motivos significativos para desear un nuevo orden político o social. Sin amenazas por parte de los grupos locales de poder, que también ayudaban a mantener a los sectores menos privilegiados dominados, la Corona podía mantener bajo control —un control relativo, por supuesto— tan vastos territorios. Sin embargo, el descontento de las élites al ver sus privilegios restringidos, por sí solo, no significaba mucho, puesto que estas no se atrevían a actuar en contra de la Corona ante la perspectiva de que sin ella su situación podía empeorar aún más. Fue por ello que los efectos de las reformas borbónicas, a pesar de ser estructuralmente grandes, no tuvieron una repercusión en el orden colonial inmediatamente; por lo menos no en las élites, como sí lo tuvo en la llamada plebe que se levantó con Túpac Amaru. El descontento no se traduce en acciones hasta el siglo XIX, pero las bases que permitirían el curso que ya se conoce se establecieron en el último cuarto del siglo XVIII. Este fue el verdadero impacto de las reformas, cambiar la visión del orden colonial desde sus bases, cuestionar a las élites sobre su condición de súbditos de un Rey que, como lo mostraron las reformas borbónicas, no les otorgaba nada a cambio de su sumisión.
La élite criolla limeña, al tener diversos intereses, reaccionó de diversas maneras frente a la tentativa de la independencia. En lo que corresponde al sector en el que se centra este trabajo, se puede concluir que su actuación en el proceso de independencia sí fue especialmente relevante en tanto el descontento por la discriminación sistemática y la falta de representación en un órgano que antes había sido dominado casi totalmente por limeños, bajo la coyuntura apropiada, se transformó en reclamos concretos que, a su vez, al no ser escuchados, lograron superar el miedo que las élites tenían de perder su posición en el virreinato ante un posible levantamiento plebeyo. Esta transición no fue nada sencilla y, por supuesto, tampoco se puede hablar de la totalidad del grupo, sino de una mayoría representativa, pero fue importante porque permitió que la idea de la independencia, que no era otra cosa que romper vínculos con la Madre Patria, fuera aceptada como una alternativa viable. Las ideas separatistas eran sostenidas por apenas unas cuantas personas en la colonia; eran las ideas reformistas las que abundaban en la mayoría de los sectores. Sin embargo, el proceso del grupo referido, al poner en evidencia que la Corona no tenía el menor interés en ceder ante las reformas, dejó a las ideas separatistas como el único medio de escape ante la situación imperante. Las élites, pues, querían mayores libertades, como las gozadas antes, pero no querían la separación de España; sin embargo, los reclamos burocráticos que se gestaron en el periodo del interregno liberal y que fueron desestimados con la vuelta del absolutismo dejaron en claro, ya no solamente para el grupo que presentó las demandas, sino para toda la élite, que la única manera de obtener las libertades que querían eran con una separación definitiva.
Entre otras conclusiones, se tiene la siguiente: las Audiencias eran órganos de gran poder dentro de la organización del Imperio español, puesto que sus atribuciones abarcaban el ámbito judicial, administrativo y ejecutivo. La Real Audiencia de Lima y la de México fueron, en este sentido, por su pasado histórico y la magnitud de su jurisdicción, los órganos estatales más importantes del Imperio español. Sin embargo, el grado de compromiso burocrático en la Audiencia de Lima fue muchísimo mayor que en el resto de Audiencias. Fundada en 1534, la presencia de funcionarios locales es evidente ya desde 1585, como no sucede con la Audiencia de México. Con la venta de cargos, el compromiso burocrático aumenta aun más y solo disminuye con la instauración de las reformas borbónicas. La presencia de un compromiso burocrático tan fuerte en uno de los órganos más importantes de América revela el alto grado de poder de la élites locales limeñas en ese periodo, lo cual es valioso para comprender el gran impacto que las reformas tuvieron en esta sociedad.
También es importante mencionar que esta élite criolla limeña tenía una configuración muy particular, pues, por un lado, estaba compuesta por distintos sectores con intereses en diferentes aspectos, por otro lado, las redes sociales establecidas entre las familias más importantes relacionaban íntimamente a todos estos grupos, lo cual significaba que sus intereses hallaban muchísimos puntos en común. Sin embargo, con las reformas borbónicas, las diferencias se hicieron más grandes que las similitudes, lo cual puede explicar las distintas posturas y acciones que se gestaron dentro de la sociedad limeña. A pesar de que la élite actuaba como un grupo unido y fuerte para defender sus privilegios en conjunto, la heterogeneidad de intereses llevó a cada sector dentro de esta élite a actuar buscando su propio bienestar.
Además, las reformas borbónicas fueron en contra de tres de las formas de compromiso burocrático dentro de la Audiencia de Lima: la venta de cargos públicos, el nombramiento de criollos en su región originaria y la marginalización de la ley. La venta de cargos públicos era uno de los medios para acceder a los puestos, pero no el único, y la marginalización de la ley podían considerarse como uno de los beneficios, aunque no exclusivos, de ostentar el cargo. De alguna manera, ir en contra de estas dos formas de compromiso burocrático no era más que exigir que se respetase la legalidad, aunque a los criollos les molestase. La segunda forma, en cambio, tuvo implicancias más profundas. Ir en contra del nombramiento de criollos en su región originaria no era simplemente un control más severo de la ley, sino que significó la clara distinción entre los españoles nacidos en España y en América, y dentro de esta misma se distinguieron entre los nacidos en una u otra jurisdicción. En otras palabras, la Corona institucionalizó —aun más— la discriminación, pero esta vez en perjuicio de grupos de poder importantes.
Es de lo anterior que se puede llegar a la idea de la formación de una consciencia criolla que los diferenciaba de los españoles. Diversos autores han opinado tanto a favor como en contra de esta aseveración. La postura que aquí se plantea se basa en el análisis de los criollos ligados a la Audiencia de Lima. Respecto a ellos, se puede afirmar que sí existió una consciencia criolla que les permitía diferenciarse de los españoles, como se expuso en el segundo capítulo; esto debido a un hecho muy concreto: la discriminación sistemática que la Corona aplicó con las reformas, para evitar que los criollos accedieran a puestos en la Audiencia por considerarlos inapropiados para representar sus intereses. Esta acción de la Corona, que respondía a una política institucional desde inicios del Imperio, se hizo demasiado evidente con las reformas y fue imposible que los criollos, principales perjudicados con esta política, la pasaran por alto. Así, los criollos solo siguieron el ejemplo de la Corona al diferenciar entre quienes habían nacido en territorios americanos y quienes habían nacido en la Península.
Otro punto importante es la comparación entre dos sectores de la élite limeña: el sector vinculado a la burocracia, del que se ha venido hablando, y el sector comerciante que se agrupaba alrededor del Tribunal de Consulado. A pesar de que ambos grupos estaban unidos por lazos de parentesco, amistad, clientela u otros, sus posturas frente a las guerras de independencia fueron totalmente opuestas. El miedo a que el orden social se desestructurara con la ausencia del dominio español era común para ambos, pero, mientras que en el grupo burocrático este miedo se tradujo en la neutralidad en el conflicto, en el grupo comerciante llevó a un apoyo desmedido a las fuerzas realistas. Luego, cuando a la Corona ya no le bastaban las donaciones que recibía voluntariamente y empezó a exigir directamente cantidades de dinero a los civiles, el Tribunal de Consulado pagó los montos hasta quedar virtualmente en quiebra, mientras que el Cabildo, órgano que representaba los intereses del grupo referido que ya no hallaba representación en la misma Audiencia, le hacía frente al virrey y pagaba apenas una parte de lo que se le pedía. Por último, cuando la victoria separatista en Lima ya estaba cerca, los comerciantes del Tribunal del Consulado, a pesar de haber quedado en quiebra, siguieron ofreciendo recompensas a los soldados que desertaran del ejército separatista, como una medida desesperada por revertir la situación, mientras que el otro grupo ya se encontraba alineado con el bando que fue el ganador. Una primera lectura de estos hechos sugiere que cada grupo apostó por un bando y que necesariamente uno tuvo que ganar y otro tuvo que perder. La clase comerciante apostó por el perdedor y quedó en una mala situación en el nuevo ordenamiento político. La clase burócrata, por otro lado, tuvo la oportunidad de acoplarse a la nueva República conservando y, muchas veces, ganando, privilegios.
El papel de este grupo no se limitó solo a la etapa previa a la Declaración de la Independencia, sino que también jugó un papel importante después, que permitió la consolidación de esta. La Independencia no fue una revolución social, sino política, en la cual sólo hubo una transferencia del poder de manos de los españoles a manos de los grupos más importantes de la colonia. En el caso peruano, fue este grupo el que ocupó el vacío de poder dejado por la Corona. Fueron ellos quienes ejercieron el poder, de forma directa o indirecta —con el apoyo de otros grupos importantes cuyo análisis no se realiza en este trabajo, como el sector militar— en los inicios de la República. Las nuevas instituciones republicanas, que en la mayoría de casos eran las mismas instituciones coloniales con nuevos nombres —como en el caso de la Audiencia de Lima que pasó a ser la Alta Cámara de Justicia—, fueron administradas por estos criollos, y si bien tuvieron que adaptarse a algunos cambios mínimos, la nueva República tenía más continuidades que rupturas con el antiguo régimen colonial.
Sin embargo, no se debe dejar de decir que muchos de los problemas que actualmente acechan al país pueden explicarse parcialmente con una mirada a la situación tan particular que fue la Independencia peruana. El hecho de que sólo este grupo asumiese el vacío de poder excluyendo a las grandes mayorías —acompañados, como se mencionó, de otros grupos igual de minoritarios, como los militares—, hizo más grande el abismo entre las clases dominantes y las clases dominadas, abismo que se mantiene hasta hoy. Se puede hablar, pues, de una consciencia criolla en oposición a los peninsulares, pero este reconocimiento de la diferencia no significaba necesariamente la existencia de una consciencia peruana. Los peruanos —entre comillas— de ese momento tenían en común solo el hecho de haber nacido en el mismo territorio; todo lo demás, desde la educación, hasta el color de la piel, era diferente. A pesar de los conflictos entre criollos y peninsulares, los primeros se sentían más cercanos a los segundos que, por ejemplo, a un indígena o a un negro; y, sin embargo, eran ellos con quienes las élites criollas debían de formar una Nación. Este conjunto de particularidades y contradicciones requiere, por supuesto, un estudio más amplio. Por lo pronto, el análisis realizado en las páginas anteriores, además de sumarse al conjunto de estudios existentes sobre los temas desarrollados, puede considerarse también un esfuerzo por comprender esta problemática social. No se debe de olvidar, pues, que para enfrentar un problema, el primer paso es comprenderlo.