El 26 de julio de 1529 la emperatriz Isabel de Portugal, en ausencia de su marido Carlos V (de viaje por Italia), rubricaba las Capitulaciones de Toledo, llamadas así por la ciudad donde se firmaron y que estipulaban las condiciones pactadas con Francisco Pizarro para emprender la conquista de un reino llamado Perú, en nombre de la Corona de Castilla.

Pizarro era nombrado gobernador y capitán general de las tierras que ganase (con una renta anual de 750.000 maravedíes), mientras que sus dos socios, Diego de Almagro y el clérigo Hernando de Luque, recibían respectivamente la intendencia de la fortaleza de Tumbez (con 100.000 maravedíes anuales) y el obispado de dicho lugar (además de ser protector de los indios, pagado con un millar de ducados). También había mercedes para el piloto Bartolomé Ruiz (que pasaba a ser almirante de la Mar del Sur) y los otros soldados fieles conocidos como los Trece de la Fama.

A cambio, Pizarro tenía seis meses para conseguir barcos y hombres con los que, en otros seis meses, ocupar y colonizar lo que ya se llamaba Nueva Castilla (por la cantidad de castillos de piedra que había descrito uno de esos trece, Pedro de Candía, tras un primer viaje que habían hecho para reconocer el país).

Pizarro expone su plan a Carlos V en un grabado decimonónico/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Porque lo cierto es que hacía ya bastante tiempo que se oía hablar de un reino muy rico al sur del continente. Concretamente desde que Vasco Núñez de Balboa lograra cruzar el istmo de Panamá y descubriera la Mar Pacífica, escuchando de boca de los nativos las historias que contaban al respecto. Francisco Becerra, Juan de Basurto y Gaspar Morales habían confirmado esos rumores pero sin concretar; además el gobernador, Pedrarias Ávila, no estaba del todo convencido y prefería centrarse en la conquista de Nicaragua, así que organizó una expedición que debía comprobarlos.

Al mando de ella puso a Pascual de Andagoya, un alavés de 27 años de edad que era visitador general de indios y que debía explorar y colonizar aquel territorio aún no dominado hasta donde le fuera posible. Andagoya, al que se describió como sencillo, honrado y muy religioso, «de honrada conversación é virtuosa persona», había llegado al Nuevo Mundo en busca de fortuna menos de una década antes, formando parte de la hueste de Pedrarias. En 1502 pasó a La Española con el comendador Nicolás de Ovando y desde 1509 se dedicaba a explorar Castilla del Oro, una región del llamado Reino de Tierra Firme que a partir de 1514 quedó segregada de Veragua, abarcando desde el golfo de Urabá (Colombia) hasta el río Belén (Panamá) y con capital en Santa María la Antigua del Darién primero y en Ciudad de Panamá después.

Andagoya zarpó de ésta en 1522, tomando dirección sur y bordeando el litoral colombiano hasta llegar a la comarca de Cochama, situada al sur del golfo de San Miguel. Allí encontró un pueblo cuyos habitantes apelaron a su cargo de visitador general de indios y le pidieron ayuda contra los bravos guerreros del Birú, que solían hacerles razias periódicamente apareciendo de improviso en canoas e imponiéndoles fuertes tributos. Se iba haciendo evidente que los medios con que contaba Andagoya resultarían insuficientes para emprender una conquista con garantías, así que despachó un bergantín a Panamá solicitando refuerzos y entretanto se dedicó a evangelizar y enseñar la lengua castellana, con vistas a facilitar la comunicación entre culturas tan diferentes.

Mapa de Castilla del Oro, por Americo Vespuccio | foto dominio público en Wikimedia Commons

Cuando llegó la ayuda solicitada, los españoles incorporaron un contingente nativo a su ejército y levaron anclas de nuevo para continuar navegando durante seis días, transcurridos los cuales avistaron la desembocadura de un gran río. Remontándolo dieron con una fortaleza de piedra. Sus defensores se rindieron y proporcionaron a Andagoya información más concreta sobre el imperio de los incas que, por las descripciones, prometía tener dimensiones similares en tamaño y en riqueza a las de aquel otro de Nueva España que acababa de dominar un tal Hernán Cortés. La expedición continuó avanzando y sometiendo diversos cacicazgos; las naves lo hicieron en cabotaje mientras Andagoya en persona se subía a una canoa para marcar las zonas con escollos y medir las profundidades.

En esa tarea estaba cuando una fuerte ola volcó la embarcación, arrojándole la turbulenta marea contra las rocas una y otra vez. Aunque salvó la vida, gracias a que el cacique que le acompañaba logró subirle a bordo de nuevo, quedó tan maltrecho por los golpes y la espera de ayuda bajo el sol implacable (desde los barcos no habían visto el accidente) que comprendió que ya no estaba en condiciones de seguir, así que ordenó el regreso en 1523. En Panamá escribió una relación narrando su viaje que dejaba claro que el Birú, ya convertido fonéticamente en Perú, debía ser encontrado y ganado para la Corona.

Retrato de Pizarro | foto dominio público en Wikimedia Commons

El problema era que, con la baja de Andagoya, Pedrarias perdía al más cualificado para ello y encima el sucesor designado a tal efecto, Juan de Basurto, también falleció. Sólo quedaba disponible un hombre, un veterano de 45 años que había demostrado fidelidad y buen hacer: el extremeño Francisco Pizarro, ya mayor pero que sabría por dónde pisaba, pues conocía el terreno por haber sido uno de los que integraron la expedición de Andagoya.

De hecho, Pizarro le invitó a unirse financieramente al consorcio que había hecho con los citados Almagro y Luque pero el vasco rechazó la oferta por considerar que la empresa resultaría demasiado onerosa para su economía. Ni imaginaba que esa decisión le costaría quedar al margen de los fabulosos beneficios que supuso el rescate de Atahualpa, por ejemplo, además de caer en un olvido parcial como precursor de la conquista del Perú.

No obstante, Andagoya aún escribió alguna página importante en aquella epopeya, como salir indemne de una serie de acusaciones por invasión de jurisdicciones -prácticamente ningún conquistador se libró de pasar por un trance así, a causa de lo indeterminado de las fronteras-, ser nombrado en 1539 Adelantado y Gobernador de San Juan y fundar esta ciudad más la vecina Antioquía. Seguramente su buen carácter le sirvió para superar esos contratiempos, aunque quizá también debió experimentar cierta amargura al visitar Cuzco, la maravillosa capital inca, que pudo haber sido suya. Allí murió en 1548.