Carlos Prego
Van unas cuantas preguntas, para entrar en materia.
¿Tienes en tu empresa compañeros que remolonean, aprovechan la mínima de cambio para escaquearse o parecen directamente empeñados en hacer cuanto esté en sus manos para que su trabajo salga lento, mal y a deshora? Cuando tenéis reuniones de equipo, ¿te parecen insufribles, más centradas en cuestiones de detalle y superficiales que en los temas realmente importantes? ¿Prosperan los más incompetentes? ¿Es tu oficina un caos? ¿Parece que cuanto más trabajas, menos progresas? ¿Se eterniza cada decisión como si fuera aquello El proceso de Kafka?
Si es así, ojo. Quizás lleves años dando por supuesto que tus jefes son un desastre cuando la realidad es bien distinta y poco tiene que ver con su filosofía empresarial: tal vez el negocio esté siendo víctima de un boicot urdido por los servicios de inteligencia de una nación enemiga.
¿Suena a coña? Pues no lo es tanto.
O no lo era, al menos, en los agitados años 40 del siglo pasado, cuando el planeta convulsionaba inmerso en una segunda guerra de talla mundial en cuestión de unas cuantas décadas. Si entonces te tocaba trabajar en la Francia o Noruega ocupadas por los nazis o a la Alemania del Tercer Reich y tenías la impresión de que tu oficina era un auténtico caos, igual resulta que sí lo era. Y no por casualidad, sino bajo el auspicio de los servicios de inteligencia de EEUU, la actual CIA.
Boicot para dummies
En 1944, con la guerra ya avanzada y Alemania ocupando importantes territorios, en Washington decidieron apostar de forma decidida por una estrategia tan sorprendente como prometedora. ¿Por qué no boicotear desde dentro la productividad de los países enemigos u ocupados? Y no de una forma desorganizada, dejándolo a la iniciativa e improvisación de los simpatizantes de los Aliados. No. ¿Por qué no hacerlo de una forma bien calculada, organizada, planificada por expertos?
Partiendo de esa premisa a principios de 1944 la Oficina de Servicios Estratégicos de EEUU —la OSS, precursora de la actual CIA— publicó un pequeño librillo, de una treintena de páginas, que tituló ‘Simple Sabotage Field Manual’. Eso es: un manual de campo para un “sabotaje simple”.
La idea era que los agentes de la OSS utilizasen los panfletos para reclutar —y llegado el caso instruir— a posibles saboteadores extranjeros, ciudadanos de países del Eje descontentos con la orientación de sus gobiernos o incluso trabajadores de naciones aliadas ocupadas.
Quizás lo más sorprendente es que ‘Simple Sabotage Field Manual’ planteaba un escenario de boicots de lo más abierto. No se trataba de explicar a los voluntarios cómo elaborar explosivos caseros para deslizarlos luego en puntos estratégicos o asistir sobre el terreno a agentes infiltrados. Esos no eran los únicos objetivos, al menos. En sus páginas se planteaban misiones mucho más sencillas, discretas y “simples”, que no superficiales, como actuaciones encaminadas a “desestabilizar o reducir el progreso y productividad” del país sin violencia.
¿Cómo? Convirtiendo sus empresas en auténticos ejemplos de ineficiencia, dejando por los suelos sus niveles de producción. “El sabotaje varía desde los golpes de estado técnicos, que requieren una planificación detallada y el empleo de agentes especialmente entrenados, hasta innumerables actos simples que el ciudadano ordinario puede realizar. Este documento se ocupa principalmente de este último tipo”, arranca uno de los volúmenes del manual de la OSS antes de desgranar claves para un “sabotaje simple” que no requiere de herramientas, ni ningún equipo especializado.
En 2008, casi seis décadas y media después de su publicación y con la guerra ya muy atrás, la CIA decidió publicar el documento, que hoy puede descargarse de su web. El resultado es una auténtica oda a las prácticas empresariales ineficientes. El manual se divide en varias partes que se centran en cómo minar diferentes esferas de las corporaciones. Por ejemplo, hay pautas específicas para congresos y reuniones, para cargos directivos y otras pensadas para empleados.
Prioriza lo irrelevante
En el primer caso y con el propósito de que una reunión de trabajo acabe convirtiéndose en un batiburrillo exasperante, plantea tretas como sobrecargar las exposiciones con largas peroratas, repletas de anécdotas; sacar a colación cuestiones irrelevantes cada dos por tres o ser lo más impreciso posible al redactar comunicaciones. Por si eso fuera poco, el manual anima también a burocratizarlo todo al máximo, exigiendo que las decisiones tengan que pasar por cuantos más despachos mejor y esquivando cualquier posible atajo que ayude a agilizarlas.
Si ostentabas un cargo de responsabilidad la OSS te animaba a priorizar los trabajos más irrelevantes, asignar los encargos de importancia a los empleados menos eficientes, promocionar a los vagos, desmoralizar a los equipos, programar reuniones inoportunas cuando la oficina esté a mil, sobrecargada de trabajo y, por supuesto, alambicar al máximo los trámites para eternizarlos. Todo un ejemplo de cómo crispar el ánimo de la plantilla y lastrar la marcha de la oficina.
La precursora de la CIA no se olvidaba tampoco del escalafón más bajo de las empresas, el de los empleados sin cargos de dirección. ¿Que pertenecías a esa categoría y querías contribuir igualmente a que tu gobierno acabase defenestrado? No problemo. La OSS tenía consejos para ti: trabajar todo lo despacio que puedas, sin prisas e interrumpiéndote de forma constante.
Por supuesto, sus expertos te animaban a sacar lo peor de ti como empleado, desempeñándote de la peor de las formas posibles y culpando siempre del resultado final a factores ajenos a ti, como las herramientas, la maquinaria o la falta de tiempo, y no compartiendo tu experiencia con nadie.
Quizás no acabases convertido en el empleado del año —o sí, si tu manager estaba compinchado—, pero desde luego estarías siguiendo la receta de la OSS para acabar con la guerra.