El Boletín de los Científicos Atómicos tenía un reloj simbólico del fin del mundo -por causa de una guerra nuclear- y lo fijaron en 7 minutos para la medianoche.
A los niños en las escuelas se les decía qué hacer en caso de un ataque atómico y Estados Unidos estaba convencido de que estaba perdiendo la carrera espacial, mientras el mandatario soviético Nikita Kruschev estaba construyendo el muro de Berlín.
A fines de septiembre de 1961, Henry Kissinger, quien ocuparía el cargo de secretario de Estado de Estados Unidos entre 1973 y 1977, y algunos otros estrategas estadounidenses estaban reunidos no muy lejos del Pentágono, cuando recibieron una llamada desde Berlín Occidental.
Varios tanques soviéticos estaban en movimiento. Se habían anexado un suburbio de la ciudad y las fuerzas estadounidenses locales habían respondido.
Había mucho en juego: si los estadounidenses retrocedían, estarían concediendo el control de Berlín Occidental, si los soviéticos retrocedían demostrarían que habían sido intimidados y quedaba en evidencia que su acción había sido un error.
Y si ninguna de las partes retrocedía…
Digamos que Kissinger y sus colegas no durmieron tan bien durante las 48 horas siguientes, a medida que llegaba una llamada telefónica tras otra.
Pero había un rayo de esperanza: las llamadas no provenían de Berlín Occidental, venían de la habitación de al lado.
Todo era un juego de guerra, un ejercicio que había sido diseñado por uno de los estrategas más influyentes del siglo XX, el economista Thomas Schelling.
Para comprender qué hacía un economista organizando juegos de guerra para Henry Kissinger, hace falta retroceder hasta la Segunda Guerra Mundial.