En 1996, ambas potencias firmaron un acuerdo de paz en el que se declaraba lo siguiente: “Ninguna de las dos partes abrirá fuego”
¿Cómo establecer una frontera entre gigantes montañosos? ¿Cómo determinar la propiedad de un villorrio perdido, una explotación de ganado, una cabaña bajo la nieve y el hielo? En eso llevan China e India desde que en 1947 los británicos cedieran sus últimas posesiones al borde del río Galwan, en plena cordillera del Himalaya. Entonces, la provincia de Ladakh se dividió en dos, para satisfacer tanto a la recién independizada India de Nehru como a la siempre compleja China de Chiang Kai-Shek, ya sumida en una larga guerra civil y a la que le quedaban dos años de existencia como tal, antes de que el ejército rojo de Mao Zedong proclamara el comunismo como sistema y estableciera la República Popular.
Desde su llegada al poder, la gran obsesión de Mao fue el control sobre el Tibet. Los motivos políticos y religiosos son sobradamente conocidos y la represión que China ejerce sobre el paraíso budista no ha cejado desde entonces. Ahora bien, para tener un acceso directo a la región, China necesitaba controlar todo el norte de Ladakh. De ahí que, en 1950, por las bravas, se anexionara los terrenos correspondientes a India alrededor del Galwan sin demasiados problemas. Suficiente tenían en Nueva Dehli con la que se empezaba a montar en su frontera con Pakistán.
Ahora bien, conforme fue creciendo el sentimiento nacionalista en la India, la reivindicación del valle del Galwan empezó a convertirse en una prioridad. En 1962, el gobierno de un envejecido Nehru intentó una ofensiva para controlar los ambiguos territorios, pero fue repelido con contundencia por el ejército chino. Lo mismo pasó en los años setenta y en los ochenta. Así, hasta que en 1996, como muestra de buena voluntad, ambas potencias firmaron un acuerdo de paz en el que se declaraba lo siguiente: “Ninguna de las dos partes abrirá fuego, conducirá detonaciones ni organizará cazas con pistolas o explosivos en un margen de dos kilómetros respecto a la Linea de Control”, en referencia a la tierra de nadie que separa ambos países.
El acuerdo llegaba de nuevo en medio de las tensiones entre Pakistán e India y pretendía evitar un conflicto parecido en el norte. Se entendía que, si la cosa se dejaba en puños y armas rudimentarias, la escalada militar sería más difícil que si empezaban a aparecer muertos por bala. Durante 24 años, este acuerdo evitó que la tensión fronteriza fuera más allá de alguna escaramuza puntual. Todo cambió en mayo de 2020, cuando Xi Jinping cambió de idea e intentó algo más ambicioso en la zona.
El problema que tiene China con India es que es un potente aliado comercial. Ambos países forman parte de la alianza BRICS junto a Rusia, Brasil y Sudáfrica y los dos gobiernos tienen en su agenda el multilateralismo frente a la OTAN y Estados Unidos. Dicho esto, es difícil encontrar un gobernante chino con tanto afán territorialista como Xi Jinping. Su hambre de agrandar aún más China es insaciable, de ahí que lleve casi tres años enganchado con su socio en una absurda trifulca en una frontera casi imposible de determinar.
Las armas medievales
Comoquiera que ambos países son potencias nucleares -China, desde 1964; India, diez años después- y ambos se han comprometido ante sus ciudadanos a utilizar dicho armamento para defender su integridad como estados, el estricto cumplimiento del acuerdo de 1996 es imprescindible. De ahí que la “ofensiva” china se produjera a puñetazos, pedradas y palazos, destacando un arma medieval tan habitual en los museos de la época como es el bate con clavos. Uno se tomaría en broma estas cosas si no fuera porque en una de las escaramuzas murieron hasta veinte soldados indios.
Las imágenes de otro enfrentamiento, esta vez en 2021 y en la localidad de Arunachal Pradesh, responden al mismo patrón: filas y filas de soldados de uno y otro bando que se dedican a darse con los palos como si aquello fuera una reyerta entre bandas en lugar de un enfrentamiento entre dos de los ejércitos más potentes del mundo. En otras palabras, una manera de jugar a la guerra, pero sin ponerle ese nombre. Obviamente, los avances son imposibles.
Los riesgos innecesarios
Ahora bien, que indios y chinos se peleen a palazos en Ladakh, solo una parte de sus 3.380 kilómetros de frontera compartida, no quiere decir que detrás no haya una estructura bélica preparada “por si acaso”. En los últimos años, ambos países han mandado a la zona blindados, unidades de infantería correctamente armadas e incluso bombarderos y helicópteros de reconocimiento. Una mala decisión, una precipitación desafortunada… y la cosa se puede complicar. Los dos lados están más que preparados para reaccionar proporcionalmente si eso sucede.
Y en ese caso, se tendrán que preguntar qué hacer a continuación. No es una situación nueva, pero es un juego demasiado peligroso. Es de suponer que la India baraja escenarios semejantes a los de sus conflictos con Pakistán: saben que, por mucho que la cosa se vaya de manos, la Destrucción Mutua Asegurada evita cualquier escalada dramática, pero ¿qué pasaría en un conflicto similar con China? ¿Es necesario forzar la situación para comprobarlo? China siempre ha sido un país difícil de descifrar, pero con Xi Jinping al mando, cada vez lo es más.
[¿Está la India a punto de convertirse en una “dictadura hitleriana”?]
¿Cuál es su objetivo real? ¿Mantener relaciones comerciales provechosas con medio planeta y competir así con los Estados Unidos y la Unión Europea o ampliar sus fronteras y zanjar militarmente los conflictos abiertos con Taiwán, Japón y la India? El gigante dormido se está despertando de muy distintos humores y es complicado anticipar cuál prevalecerá. ¿Armas medievales para descargar adrenalina o invasiones a gran escala que provoquen conflictos sin vuelta atrás? ¿Aliados comerciales o enemigos territoriales? Tarde o temprano, Xi necesitará aclararse. Solo entonces, saldremos de dudas los demás.