Por Luis Ignacio López periodista
El 11 de septiembre de 1973, tres años y siete días después del triunfo electoral de la Unidad Popular, el presidente chileno Salvador Allende, sitiado en el Palacio de La Moneda por los carros de combate del Ejército sublevado, recibía un ultimátum para abandonar el poder. “Defenderé con mi vida la autoridad que el pueblo me entregó”, respondió el presidente, y pocas horas después su cadáver yacía envuelto en una bandera chilena entre las ruinas de La Moneda. Con su derrocamiento y muerte culminaba una conspiración fraguada el mismo día de su triunfo electoral y se iniciaba una feroz represión que constaría la vida a miles de chilenos.
El triunfo de la Unidad Popular El 4 de septiembre de 1970, las antenas de la diplomacia y el espionaje internacional se concentraban en un remonto punto del planeta, un país perdido en el continente austral de geografía desgarrada e historia sorprendente. Chile era entonces, junto con Uruguay, la democracia más antigua y sólida de la siempre agitada América del Sur y proporcionaba al mundo una sorpresa política de escasos precedentes: el triunfo en la urnas de un candidato presidencial que se proclamaba marxista y que reunía, en la coalición de la Unidad Popular, a comunistas, socialdemócratas, cristianos, masones y revolucionarios de extrema izquierda.
Salvador Allende, viejo lobo de la institucionalizada izquierda chilena, prometía, aquella noche de la victoria, la consigna clave de su campaña: una revolución dentro de la ley. Diez días después del triunfo de Allende, el 14 de septiembre, el entonces presidente norteamericano Richard Nixon y su “cerebro gris” de la política exterior, Henry Kissinger, se reunían en la Casa Blanca con el llamado “comité de los cuarenta”, el Consejo Nacional de Seguridad, para determinar en secreto la política que cabía seguir ante la “subversión” legal que habían hecho estallar las urnas.
chilenas con el triunfo de la Unidad Popular. Las decisiones de ese comité fueron conocidas años después, por filtraciones y denuncias y, más aún, por los trágicos hechos que pusieron fin a la “experiencia chilena” el 11 de septiembre de 1973. El primer objetivo era impedir, durante el interregno de la transmisión de mando -fijada por la ley chilena el 4 de noviembre, sesenta días después de las elecciones-, que Allende candidato triunfante, pero con sólo un 36,30 por ciento de los votos, se convirtiese en el primer presidente marxista elegido democráticamente en América Latina. El segundo, en caso de fracasar el anterior, frustrar mediante presiones económicas su gestión de gobierno y la aplicación de su programa de nacionalizaciones y reformas sociales. Y tercero, apoyar, por todos los medios, a los sectores civiles y militares opuestos en Chile a la política de la Unidad Popular. La estrategia del miedo Los sesenta días transcurridos entre las elecciones y la transmisión oficial del poder (4 de septiembre a 4 de noviembre) fueron cruciales. La burguesía alta y media que había votado al anciano candidato derechista Jorge Alessandri (34,98 por ciento de votos) hacía cola ante bancos e instituciones de ahorro para retirar sus fondos; las agencias de viajes -escasas en Santiago- estaban abarrotadas. Un clima de miedo irracional se respiraba en la pequeña city de las calles Bandera y Ahumada. El gobierno democristiano en funciones guardaba un calculado silencio. El ministro de Hacienda, Andrés Zaldívar, “hombre fuerte” del gabinete del presidente Eduardo Frei y del ala derechista de la democracia cristiana, lo rompió una semana después con un discurso alarmista, lleno de cifras que sólo aumentaban el artificio del miedo financiero. Antes aun de llegar Salvador Allende a La Moneda, el país ya estaba, según el catastrofista mensaje del ministro, al borde del caos y la bancarrota. Gran parte de la derecha chilena sufría entonces – y lo padeció después – el histórico corsé de una legalidad que tradicionalmente le había favorecido, pero que ahora, por paradojas del desarrollo cívico, atentaba contra sus intereses. Desde Washington, el problema se comprendía parcialmente, aunque informes de agentes de la compañía multinacional ITT, trabados entonces en una acción conjunta con
la CIA, llamaban la atención sobre esta peculiaridad de la República de Chile. En teoría y en contra de la tradición institucional, la ley permitía, por ejemplo, que el Congreso Nacional no ratificara la victoria electoral de Allende y diera en cambio, mediante una vergonzante alianza de la derecha (Partido Nacional y Democracia Radical) con la democracia cristiana, la banda presidencial al candidato Jorge Alessandri. El mejor testimonio de este interregno lo constituyen los llamados “papeles de la ITT”, un paquete de memorandums enviado a Washington por los agentes Hendrix y Berréeles, que narran los contactos establecidos con todo tipo de sectores contrarios a Allende, desde los más legalistas hasta aquellos grupos ultraderechistas que habían surgido en plena campaña electoral bajo los sugestivos nombres de “No entregamos a Chile” (NECH), Grupo de acción anticomunista (Graco) o el más fuerte y mejor financiado de todos, Patria y Libertad. En los “papeles de la ITT” quedaban reflejadas las dudas de Eduardo Frei para apoyar una “maniobra legal” que cerrase el paso de Allende a la presidencia, las omisiones de Alessandri, viejo líder derechista apegado a la ley, y las agresivas inquietudes de sectores menos escrupulosos, como los de Sergio Onofre Jarpa (líder del Partido Nacional y después, en 1982, ministro de Pinochet) y la ultraderecha radical que acariciaba el golpismo y el terrorismo como única alternativa a la Unidad Popular. El asesinato de un general La opción terrorista jugó sus por entonces últimos ases el día 22 de octubre. Un comando ultraderechista, con el que tenía relación un general del Ejército, Roberto Viaux, condenado en 1969 por un abortado intento golpista, dio muerte al comandante en jefe del Ejército, general René Schneider, militar respetuoso de la Constitución y de las tradiciones legalistas de las Fuerzas Armadas chilenas. El atentado conmocionó al país y puso de relieve la profundidad del complot en las filas de la derecha y la ultraderecha. Aunque el Gobierno de Frei, aún en ejercicio, taparon gran parte de las implicaciones de la conspiración, los servicios montados
improvisadamente por los partidos de izquierda pudieron detectar contactos que llegaban hasta los escaños de la derecha en el Congreso y hasta la comandancia militar de Santiago. La muerte de Schneider, sin embargo, sobresaltó a la democracia cristiana y sus líderes abandonaron definitivamente cualquier tentación de cerrar el paso a Allende. El partido en el poder abrió entonces conversaciones con la coalición de Allende y exigió algo también insólito en la tradición institucional, pero que fue acogido por la Unidad Popular en vista del dramatismo que había alcanzado el interregno de la transmisión del Gobierno. Ello fue un cuidadoso estatuto de garantías que apuntaba fundamentalmente a mantener la actual correlación de fuerzas, beneficiosa a la derecha, en los medios de comunicación, en algunas instituciones estatales y, especialmente, a no alterar la composición de las Fuerzas Armadas ni crear organismos paralelos de poder o de milicia. Aceptado el estatuto, Salvador Allende juró el 4 de noviembre como nuevo presidente de Chile, en presencia del enviado especial norteamericano, el secretario de Estado adjunto Charles Meyer, que manifestó en un voluminoso memorándum que ese día envió Washington su sorpresa ante el aparente peso de la institucionalidad chilena. El primer impulso de la Unidad Popular La primera mitad del año 1971 fue la primavera de la Unidad Popular. El Gobierno definió de inmediato una nueva política exterior, abrió relaciones con el prohibido mundo del Este y en especial con Cuba, el tabú de la diplomacia latinoamericana desde 1962. Un sector de la democracia cristiana no ocultaba sus simpatías con el nuevo Gobierno y otro, encabezado por Bernardo Leighton, no despreciaba la posibilidad de un entendimiento mínimo que permitiese mantener el juego político tradicional en Chile por encima de cualquier diferencia. Las primeras medidas de carácter populista y la imagen de cambio social que aseguraba Allende dieron su fruto en las elecciones municipales de abril de 1971; la Unidad Popular logró en ellas aumentar del 36,9 al 50,9 por ciento su representación. La euforia de la UP parecía incontrarrestable: en abril era nacionalizado el hierro; antes lo había sido el carbón, y finalmente, el 11 de julio, mediante un voto unánime arrancado a la oposición, la riqueza clave, el cobre.
El Congreso estaba entonces dominado por la oposición formada por el mayoritario Partido Demócrata Cristiano y el Partido Nacional, más algunos diputados de grupúsculos derechistas. Ninguno se había atrevido a oponerse a la nacionalización del cobre, pero su tenaz resistencia a todo tipo de intervención de empresas había empujado al Gobierno a operar a través de los decretos, en medio de un clima creciente de fintas legales que convertían el momento político en una tensa y apasionante partida. La oposición controlaba aún, además del Congreso, otros poderes del sofisticado aparato institucional chileno y apelaría a la Contraloría General de la República, una especie de cuarto poder en el complejo tramado del Estado, para frenar las iniciativas de la Unidad Popular.
Un asesinato oportuno El propio Allende recordaba en sus discursos a mediados de 1971 que “tenemos el Gobierno pero no el poder”, en un llamamiento especialmente dirigido a las bases más radicalizadas de la UP y al Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) para recordar las posibilidades y limitaciones del momento. Hasta junio de 1971 el Gobierno parecía apresurarse en cumplir lo más posible de su programa, acudiendo a los referidos resquicios legales para esquivar la oposición del Congreso. En las filas de la DC se producía entonces un doble proceso: por una parte, las bases más progresistas se acercaban a la Unidad Popular a través de un partido, el MAPU, que se había escindido de la democracia cristiana antes de las elecciones; por la otra, la cúpula se radicalizaba más a la derecha y robustecía sus contactos con el ultra conservador Partido Nacional y, mediante vías menos abiertas, con los diversos servicios de espionaje norteamericanos que operaban en Chile.
La primavera de la UP tuvo su fin brusco el 9 de junio de 1971, cuando ya en las propias filas de la izquierda se percibía la sensación de que la ley o el proceso dentro de la ley “había tocado techo”. En ese momento crucial, en que el Gobierno tenía ante sí el camino de la alianza con parte de la oposición u otra estrategia de corte más radical, un asesinato imprevisto alteró las piezas del delicado juego de ajedrez. Un grupo ultra izquierdista, el más marginal y despolitizado de todos, asesinaba a un ex ministro de Eduardo Frei, Edmundo Pérez Zujovic, responsable en 1969 de una matanza policial en la ciudad sureña de Puerto Montt y hombre clave de la DC en sus relaciones con la oligarquía criolla encuadrada en el Partido Nacional. El asesinato tomaba por sorpresa a todos y la izquierda necesitó varios meses para descubrir detrás de la llamada Vanguardia Organizada del Pueblo, autora del atentado, a los agentes panameños de la CIA que operaban en Chile desde hacía dos años como falsos delegados de un supuesto movimiento revolucionario centroamericano. La muerte de Pérez Zujovic precipitó el fin de la primavera de la UP. Al mes siguiente, la DC y el Partido Nacional se aliaban, por primera vez, para presentar un candidato conjunto en una elección parcial en Valparaíso, y triunfaban. El impulso inicial de la experiencia chilena se había agotado; pronto se notaría el alcance del plan a medio plazo aprobado en noviembre de 1970 por el
Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos; de momento, los principales órganos de la derecha chilena, especialmente El Mercurio, contaban con ayudas financieras que nunca habían soñado. La derecha comenzaba a reponerse del susto y a preparar los entretejidos de una conspiración contra el Gobierno. La marcha de las cacerolas Durante los últimos meses de 1971 y todo el año de 1972 pudo apreciarse lo que cabría llamar la “vía chilena de la sedición”, en oposición a la “vía chilena al socialismo” elaborada por Salvador Allende y la Unidad Popular. En el tablero podían distinguirse varias áreas de jugadas de un ajedrez múltiple que abarcaba desde los poderes del Estado hasta los medios de comunicación, el amplio e incontrolable campo de la actividad económica, las Fuerzas Armadas, el terrorismo y los frentes de masas. En julio de 1971, el ex presidente Eduardo Frei volvía de una gira privada por Estados Unidos y rompía un silencio de varios meses para proclamar con voz grave que “la Unidad Popular camina hacia el totalitarismo”.
El mismo Frei daba entonces la orden de partida: “sustituir por la vía legal a la UP”. En otras palabras, estaba dando la luz verde para la sedición legal y ello coincidía con la alianza electoral en Valparaíso entre la DC y el Partido Nacional, que poco antes había sido su enemigo acérrimo debido a la reforma agraria del gobierno democristiano. El alcance del nuevo clima pudo advertirse el 2 de diciembre de 1971. Durante semanas, la oposición, ya unida en torno a la única consigna de atacar al Gobierno, había lanzado a través de los medios de comunicación que controlaba -superiores en distribución a los del Gobierno- consignas de agitación contra un nuevo problema que había comenzado a suscitarse sin que el Gobierno hubiera tomado alguna medida al respecto. La cuestión tenía relación con el abastecimiento de bienes de consumo.
Misteriosamente habían comenzado a escasear productos como el azúcar, los fósforos, el papel higiénico, el aceite y otros no fundamentales pero singularmente incómodos para la vida cotidiana. En esa fecha no había motivo económico alguno para explicar tan misteriosa escasez. Los grandes centros de distribución estaban controlados por sectores de la burguesía comercial, claramente adscritos al Partido Nacional, y en absoluto amenazados, ni por el programa de la UP, ni por la política económica que aplicaba el Gobierno, dirigida exclusivamente contra grandes monopolios industriales. El abastecimiento fue sin embargo el estandarte que aprovechó la oposición para organizar una espectacular marcha de “cacerolas vacías”. El 2 de diciembre, mientras permanecía en el país Fidel Castro, en una larga visita al Chile de Allende, miles de mujeres del barrio alto de Santiago marcharon desde sus chalets hacia el centro de la capital, con cacerolas y banderas chilenas y escoltadas por jóvenes militantes de Patria y Libertad, provistos de camisas azules, cascos, cadenas y armas ligeras. La manifestación culminó en un enfrentamiento abierto con fuerzas de orden público, sin muertos ni heridos graves como sucedía a menudo en gobiernos anteriores.
Pero el tornillo de la oposición apretó aún más. Días después, y por vez primera, la democracia cristiana accedió a apoyar una acusación constitucional contra un ministro, táctica que había empleado sin éxito y desde enero de 1971 el Partido Nacional. La víctima elegida fue el titular del Interior, José Tohá, hombre dialogante y moderado que no suscitaba odios en ningún sector y que tampoco había dedicado a la política sus intereses personales. Su brillante defensa de hombre de letras, más que de luchas políticas, no sirvió de nada en el Congreso. Tohá fue destituido de su cargo y, mediante un desafiante enroque del presidente Allende, trasladado a la cartera de Defensa. Después del golpe de 1973 fue una víctima del sadismo militar y murió ahorcado, en el hospital castrense de Santiago, tras varios meses de prisión. La versión militar fue “suicidio”. La escalada de la sedición La derecha chilena puso en acción su dispositivo sedicioso después de la “marcha de las cacerolas”.
El 6 de marzo de 1972, un almuerzo campestre reunía en una hacienda de las afueras de la capital a los representantes más conspicuos de las patronales de la industria, el comercio y la agricultura, al presidente del Senado, el democristiano Patricio Aylwin, al de la Corte Suprema, el conservador Enrique Urrutia, a dirigentes del Partido Nacional como Jaime Guzmán, vinculado con el grupo Patria y Libertad y posteriormente asesor clave del régimen del general Pinochet, al sacerdote del Opus Dei José Miguel Ibáñez, animador del círculo estudiantil anticomunista Fiducia, al subdirector del diario El Mercurio y a otros destacados personajes de la derecha chilena incluyendo a dirigentes del ala conservadora de la DC como Andrés Zandívar y Rafael Moreno. El “almuerzo campestre” culminó en un documento público que convocaba a “las fuerzas vivas de la nación” a afrontar “los peligros con que el marxismo amenaza nuestra convivencia democrática” y daba algunas pautas de la estrategia general acordada por la derecha finalmente unida. Tales pautas pasaban por la formación de frentes vecinales de “resistencia” y de agrupaciones gremiales que debían ponerse en pie de guerra contra el Gobierno.
El caballo de batalla institucional lo constituían, según lo expresaba el documento, el Congreso dominado por la oposición y el Poder Judicial, fundamentalmente conservador. El ala más radical de la sedición tomaba entre tanto sus medidas prácticas. El poderoso industrial y senador nacional Pedro Ibáñez, financiero y solapado inspirador de Patria y Libertad, tomaba contacto con la llamada Liga de Acción Anticomunista, dirigida por el brasileño Aristóteles Drummond, para conseguir un ayuda que el diario norteamericano Washington Post valoró posteriormente en ocho millones de dólares. Miles de armas entraron a Chile en el primer semestre de 1972, camufladas en envíos de maquinaria brasileña a las industrias del grupo de Pedro Ibáñez, y varios centenares de jóvenes de Patria y Libertad viajaron a Brasil para entrenarse con los comandos paramilitares de Drummond, más conocidos como los siniestramente famosos “escuadrones de la muerte”.
Otro empresario brasileño, Glycon de Payva, jugó un importante papel en la “conexión carioca” de la subversión contra el Gobierno de Allende. De Payva se entrevistó en julio de 1972 con el presidente de la patronal chilena, Orlando Saenz, para aconsejar, según reconoció más tarde al Washington Post, “cómo debían actuar los civiles para preparar las condiciones para el golpe militar. La receta existe y se puede hornear la torta cuando se quiera”. La “receta para civiles” -aplicada en Brasil en 1964 y en Indonesia en 1965 – fue aplicada paso a paso. A través de la democracia cristiana (pese a las vacilaciones de algunos de sus sectores) y del Partido Nacional se estructuró entre abril y agosto de 1972 un frente de Juntas de Vecinos que constituyó la primera plataforma de masas de la clase media que se alejaba a paso rápido de la influencia del Gobierno. Patria y Libertad supo infiltrarse en esta estructura -con la ayuda del Partido Nacional – y promovió un organismo de Protección de la Comunidad (Proteco), estructurado con disciplina paramilitar como un verdadero poder vecinal armado. Su propaganda y guía de instrucciones comenzaba con la frase “en caso de asalto de hordas marxistas…”.
La huelga de los camiones Después de varias semanas de presiones y manifestaciones de violencia, el aparato subversivo de la burguesía chilena se dispuso en el mes de octubre de 1972 a librar una batalla decisiva. El día 6 de octubre, el presidente del Senado, Patricio Aylwin, en nombre de la institución y de su partido, el Demócrata Cristiano, proclamaba que “Allende ha violado todos los compromisos contraídos”, al mismo tiempo que la Cámara Alta calificaba al Gobierno como “fuera de la ley”. El ambiente estaba suficientemente caldeado en las calles con una larga huelga de los estudiantes secundarios controlados por la democracia cristiana y con las consignas subversivas lanzadas desde las emisoras de radio y la prensa, mayoritariamente en manos de la derecha, que predicaban la “desobediencia
civil”. Cada noche sonaban cacerolas en los barrios altos de Santiago, santuario de la alta y media burguesía, mientras se sucedían las provocaciones a las Fuerzas Armadas, invitándolas a intervenir contra el Gobierno. La situación económica se había deteriorado entretanto hasta extremos insostenibles para el funcionamiento del país. Desde hacía varios meses desaparecían de los mercados y almacenes diversas mercaderías básicas que reaparecían en puestos clandestinos de venta a precios donde se centuplicaba su valor oficial. Las Juntas de Abastecimiento (JAP) promovidas por el Gobierno no lograban resolver el problema; la distribución, como la mayor parte de la producción, continuaba, pese a las intervenciones de industrias, en manos de propietarios que actuaban abiertamente en el dispositivo sedicioso de la oposición.
Desde el exterior, los bancos norteamericanos bloqueaban créditos indispensables para la compra de recambios y ello acentuaba la parálisis productiva, el mismo tiempo que la especulación del mercado negro disparaba la inflación. El 8 de octubre, un tribunal de París decretaba el embargo de una carga de cobre chileno, en virtud del proceso iniciado por la compañía Kennecott contra el Gobierno de Chile por la nacionalización de sus yacimientos cupríferos. Dos días después, la red de gremios patronales, estructurada desde marzo de 1972, ordenó un paro total e indefinido del transporte y del comercio. El país quedó paralizado. La huelga de camioneros, financiada desde Estados Unidos, duró hasta fines de octubre y provocó pérdidas de alrededor de un millón de dólares.
La respuesta del Gobierno y de los partidos de izquierda se apoyó en una movilización masiva de sus bases para mantener, dentro de lo posible, el abastecimiento mínimo en las ciudades. Gran parte de las provincias fueron declaradas en estado de emergencia y puestas bajo control de las autoridades militares, que intervenían por primera vez en el proceso, paradójicamente a favor del régimen constitucional. La huelga no logró derrumbar al Gobierno de Allende y robusteció en cambio la capacidad de acción de los partidos de izquierda, que reforzaron sus dispositivos de seguridad y sus precarios aparatos paramilitares. Un número importante de industrias fueron ocupadas por sus trabajadores de forma espontánea y éstos organizaron “cordones industriales” en las barriadas obreras, dando así origen a nuevos organismos de masas no previstos en el esquema inicial del programa de la Unidad Popular.
A fines de octubre, la oposición advirtió que había llegado hasta el techo de sus posibilidades en esa brutal prueba de fuerza y abrió, una vez más, la posibilidad del diálogo a través de los sectores más moderados y democráticos de la DC. Allende puso punto final a la crisis con una medida audaz. El 2 de noviembre, nombró ministro del Interior al comandante en jefe del Ejército, el general Carlos Prats, un militar decididamente institucional que se comprometía a “asegurar la paz social del país y garantizar las elecciones que debían celebrarse en marzo de 1973 para renovar a los miembros del Congreso.
Las últimas elecciones Las elecciones parlamentarias de marzo de 1973 no rompieron el peligroso empate político que dividía al país en dos fracciones enconadas y cada vez más dispuestos a buscar una salida violenta. La Unidad Popular, aunque subió su porcentaje electoral, en relación a las presidenciales de 1970, de 36,30 a 43,40 por ciento, no logró la mayoría indispensable para empujar sus proyectos de ley y la reforma constitucional con que pretendía acelerar los cambios estructurales anunciados en su programa. La oposición, a su vez, reunida en una Confederación para a Democracia, estructurada en base a democristianos y conservadores, obtuvo un 54,70 por ciento que le permitía bloquear leyes, pero no exigir un plebiscito o acusar constitucionalmente al presidente de la República, para lo que según la ley se precisaba un quórum de dos tercios del Congreso.
La imposibilidad de un “derrocamiento legal” del Gobierno -como pretendía el líder de la DC, Eduardo Frei- dio pie a reforzar el peso de la ultraderecha en las filas de la oposición. Desde ese momento, la radicalización del proceso -tanto en la izquierda como en la derecha- era inevitable. Las revelaciones posteriores al golpe de Estado de 1973 pusieron de manifiesto que precisamente en marzo se habían iniciado los contactos entre los sectores progolpistas de la oposición y círculos de las Fuerzas Armadas, entre los que contaba el general Pinochet, entonces segundo hombre del Ejército y supuestamente leal al régimen constitucional. El llamamiento a las Fuerzas Armadas era cada vez más público por parte de la derecha, especialmente el ala “dura” del Partido Nacional y Patria y Libertad, que proclamaba la necesidad de “acabar con el ‘Estado liberal'”.
El empate social acentuaba también las diferencias en las filas de la Unidad Popular y de toda la izquierda. Dentro de la coalición del Gobierno, sectores del PS, del partido MAPU y de la Izquierda Cristiana coincidían con el MIR en la necesidad de “avanzar” rápidamente en el proceso para decantar definitivamente la situación a favor de un cambio revolucionario radical. Allende, otro sector del PS, radicales y el poderoso PC defendían en cambio la cautela de “consolidar” lo logrado y establecer cuanto antes un acuerdo con los sectores moderados de la DC, tal como se había intentado sin éxito en 1971 y en 1972. El Gobierno, sin embargo, era consciente de que aún faltaba por entrar en el juego el factor decisivo de cualquier enfrentamiento definitivo: las Fuerzas Armadas.
La propaganda creciente de la derecha en los cuarteles no pasaba inadvertida. El ensayo del golpe El 29 de junio, el factor militar tuvo su primera entrada en el juego. A las ocho de la mañana, un grupo de ocho tanques del regimiento de Blindados Número 2, de Santiago, irrumpía en el Barrio Cívico y cercaba el Palacio de La Moneda. El autor del audaz golpe era el comandante Souper, estrechamente vinculado a Patria y Libertad. Su acción duró sin embargo pocas horas y se rindió, después de un activo intercambio de disparos, al general Prats que acudió personalmente a desautorizar la rebelión. De todos modos, las cartas militares ya estaban echadas con el “tanquetazo” de junio.
Pese a las presiones de las bases de la UP, que exigían una “limpieza” de las Fuerzas Armadas, el Gobierno reaccionó con cautela y mantuvo abiertas las puertas del diálogo, al mismo tiempo que nombraba un nuevo gabinete de corte claramente moderado. Durante varias semanas, el diálogo con la DC mantuvo en suspense a los grupos protagonistas de la verdadera guerra civil política que vivía el país. Finalmente, el 27 de julio, la DC rompía la baraja -pese a los esfuerzos de su ala moderada – y exigía a Allende la formación de un Gobierno Militar. El mismo día, Patria y Libertad llamó a través de los micrófonos de Radio Agricultura, a “la unidad de Chile para derrocar a Allende”. El camino del golpe estaba abierto.
El golpe de Estado Los acontecimientos se precipitaron en las semanas siguientes. Nuevamente los “gremios” controlados por la derecha y asistidos militarmente por las “centurias” armadas de Patria y Libertad decretaron una huelga. Los trabajadores de la mina de El Teniente mantenían a su vez una larga huelga que había polarizado la actividad de masas de la oposición, en combinación con las federaciones estudiantiles controladas por la DC o el Partido Nacional. Las calles de la capital se convirtieron en escenario cotidiano de enfrentamientos entre Patria y Libertad, MIR y la Policía, al mismo tiempo que la organización de Pablo Rodríguez realizaba atentados contra instalaciones eléctricas que dejaron a oscuras a varias ciudades. La decantación del Ejército ya era visible desde los primeros días de agosto.
En Punta Arenas, primero, y luego en Santiago y Concepción, los jefes militares de plaza ponían en vigor una ley de control de armas que solo fue efectiva para incautar los arsenales de los partidos de izquierda y de los sindicatos. Los sondeos que hacía discretamente el Gobierno revelaban ya que el número de generales leales al régimen estaba en minoría. Carlos Prats, comandante en jefe y cabeza visible del sector institucional, se convirtió en el blanco de ataques públicos de la oposición. Finalmente, una marcha de esposas de oficiales, que desfilaron ante su casa insultándole y pidiendo su dimisión, le obligó, el 23 de agosto, a dejar su cargo y pasar a retiro. El último obstáculo para el golpe había desaparecido. A la izquierda, desangrada en sus propias luchas intestinas, sólo le quedaba esperar el desenlace. Éste llegó la madrugada del 11 de septiembre. Tropas de Infantería de Marina, que realizaban maniobras con las naves norteamericanas del proyecto UNITAS, ocuparon a primeras horas el puerto de Valparaíso.
Al mismo tiempo, a las 4 de la madrugada, un regimiento de infantería se dirigía hacia la capital desde la vecina ciudad de los Andes, mientras un comando detenía en su domicilio al general Prats, ya retirado, pero aún con influencia suficiente en las Fuerzas Armadas. A las siete, el presidente Allende recibía información en su residencia de la calle Tomás Moro y una hora después salía con su escolta hacia el Palacio de La Moneda. A las ocho de la mañana, la casa de Gobierno estaba ya rodeada de tanques y se escucharon los primeros disparos. A través de la radio, los tres comandantes en jefe de Ejército, Marina y Aviación anunciaban que el Gobierno legal había sido derrocado.
A esa hora, las escasas fuerzas leales al Gobierno habían sido neutralizadas en los propios cuarteles; el presidente sólo disponía de su escolta y algunos miembros de la policía civil. A través de las emisoras que aún permanecían en manos de la izquierda leyó su último y dramático mensaje, anunciando inequívocamente que “no saldré de La Moneda, no renunciaré a mi cargo y defenderé con mi vida la autoridad que el pueblo me entregó”. Los generales conjurados replicaron con un ultimátum, mientras aviones Hawker-Hunter de la Fuerza Aérea realizaban amenazadores vuelos rasantes sobre el palacio. Por las ventanas del edificio, los jóvenes de la escolta presidencial asomaron las bocas de sus
metralletas y de dos ametralladoras punto cincuenta. Los tanques ya habían disparado sobre la enorme puerta colonial del palacio y se sucedían las ráfagas de fusiles automáticos. A las 11 y 3 minutos de la mañana, comenzó el bombardeo aéreo. En esos momentos, los golpistas controlaban todas las ciudades del país y se registraban sólo combates esporádicos en los “cordones industriales” de la capital y en puntos dispersos. La izquierda no disponía de hecho de ninguna fuerza armada suficiente para enfrentarse a un ejército profesional. A las trece horas, las paredes de La Moneda humeaban a través de los agujeros provocados por los cohetes de la Fuerza Aérea y los proyectiles de los tanques Sherman. Allende, protegido con un casco y armado con un fusil Kalachnikov que le había regalado Fidel Castro durante su visita a Chile en 1971, recorría el palacio en busca de municiones y armas y organizaba una defensa desesperada. Su asesor de prensa, Augusto Olivares, herido por una bala, había muerto debido a un segundo impacto. Sólo quedaban vivos algunos jóvenes de la escolta que fueron testigos del último combate del “compañero presidente”. Allende cayó herido mortalmente a las 14.15 horas. Quince minutos después, las tropas asaltantes encontraron su cuerpo en un sofá de su despacho, envuelto en la bandera chilena. A su lado estaba el fusil con que defendió hasta el último minuto el cargo que “el pueblo me ha dado”