¿Por qué Guatemala sí y Venezuela y Nicaragua no?
Las democracias liberales de Occidente han dado un trato de ‘shock’ a los intentos de arrebatar la victoria a Arévalo. Una dictadura díscola en Guatemala fácilmente triplica la diáspora nicaragüense y abre el riesgo de consolidar la presencia china y rusa en la región
En el otoño de 2022 sostuve extensas reuniones en Washington con miembros del Capitolio y funcionarios de la Casa Blanca y del Departamento de Estado responsables de la política centroamericana. Los encontré azorados. A punto de cumplir la mitad de su mandato, estaban lejos de poder lidiar con el pequeño y problemático vecindario pobre del sur.
En la postpandemia, la migración irregular se desbordó por la caída del empleo y los ingresos en los hogares, mientras el régimen político atravesaba la peor regresión en más de tres décadas. Daniel Ortega había sacado el cobre de dictador. Nayib Bukele capturaba todos los poderes públicos en medio de un baño de masas que ya lleva cinco años. Y en Guatemala, una dictadura corporativa para nada encubierta lanzó su persecución feroz contra los disidentes. El esfuerzo fiscal para enfrentar la grave emergencia sanitaria se tradujo, en todos los países del istmo sin excepción, en el desvergonzado festín de corruptelas de los gobernantes. Juan Orlando Hernández, entonces presidente de Honduras y luego extraditado a Estados Unidos, no solo cometió fraude electoral para reelegirse, también estafó a su pueblo con la provisión de hospitales tan onerosos como inútiles.
En enero de 2021, el equipo del presidente Joe Biden había arrancado a tambor batiente un ambicioso plan de reformas migratorias, identificando la “causa-raíz” del problema, en clara discordancia con la hostil política de Donald Trump, obsesionado con amurallar completamente la frontera con México, a la vez que azuzaba la cacería indiscriminada de migrantes desesperados. Pero las buenas intenciones de los demócratas rápidamente quedaron ahogadas por la fuerza irresistible de crecientes mareas de venezolanos, haitianos, cubanos, nicaragüenses, ecuatorianos y africanos escapando de la miseria y la violencia y de regímenes autoritarios.
En ese cuadro desolador, Guatemala, el país más poblado de la zona, era la primera frontera no asegurada y sus elites corruptas ya no eran dóciles ante las presiones del imperio. El presidente Alejandro Giammattei no solo desafiaba en público a los emisarios de Biden sino que levantaba el teléfono para acusarlos directamente de golpistas. Entre líneas les estaba diciendo: para controlar la migración, ustedes me necesitan y les puedo colaborar, con la condición de que no me pregunten por la probidad de mi Gobierno ni el respeto del estado de derecho. Las tímidas sanciones individuales que Washington aplicaba para disuadir al Pacto de Corruptos eran presumidas como “medallas al mérito”.
“Entre tolerar esas insolencias y lanzar una bomba de megatones, tenemos un rango de opciones de política”, me dijo un funcionario de Biden durante ese otoño. Pero no estaba clara la hoja de ruta. Todavia a mediados de 2023, en visperas de las elecciones generales, Washington parecía resignado a tolerar el escamoteo que venían orquestando las elites, pues continuaba suscribiendo acuerdos migratorios que para Giammattei en realidad eran compromisos sobre papel mojado. Pero en la madrugada del 26 de junio, el escenario se alteró de manera inesperada. Los guatemaltecos decidieron cobrarse en las urnas los agravios del régimen y lo ratificaron el 20 de agosto concediéndole una holgada victoria a Bernardo Arévalo. En la medida en que el Pacto de Corruptos pretendía -mediante las triquiñuelas más inverosímiles- arrebatarle ese triunfo al pueblo, las autoridades ancestrales indígenas daban pasos firmes en defensa de la democracia, sosteniendo durante más de cien días las movilizaciones callejeras y fijando campamentos que sitian la sede principal del Ministerio Público de Consuelo Porras, encarnación de todos los oprobios.
Así, Estados Unidos encontró la mesa servida para hacer valer la Carta Democrática Interamericana a través de la OEA, y la UE no se quedó atrás. El Parlamento Europeo fue enfático al advertir que sus fronteras quedaban cerradas para los corruptos guatemaltecos, a la vez que se enunciaba un menú de sanciones individuales y comerciales. Súbitamente las capitales donde refugiaban sus dineros malhabidos y disfrutaban de ostentosos periodos vacacionales se han vuelto inhóspitas para esos políticos y oligarcas.
¿Por qué Guatemala sí tuvo un trato de shock oportuno por parte de las democracias liberales de Occidente, y no así Venezuela o Nicaragua? La lógica migratoria sigue presidiendo la política hacia Centroamérica. Una dictadura díscola en Guatemala fácilmente triplica la diáspora nicaragüense, a la vez que abre el riesgo de consolidar la presencia china y rusa en el contexto de unas elites que desatan sus inflamadas retóricas nacionalistas, cuando de proteger su privilegios e impunidad se trata.