Pekín se mantiene reticente hacia la milicia pese a que aprovecha la criticada retirada estadounidense para amedrentar a sus aliados en la zona, como Taiwán
El “tío Sam”, la caricatura de un hombre con barba gris y chistera con los colores de su bandera que representa a Estados Unidos, mira la televisión y se conmueve ante el futuro que espera a las mujeres afganas. En la escena siguiente, se indigna y se pregunta “¿Por qué tenemos que aceptar inmigrantes afganos?”.
La viñeta bajo el título “Hipocresía sobre los refugiados” se publicaba este jueves en el periódico oficial chino Global Times, propiedad del Partido Comunista. Es una de las muchas aparecidas en la prensa china en la última semana para regodearse de la nefasta retirada de Estados Unidos de Afganistán. Todas ellas con una idea común: que Washington no es un aliado fiable, sino una potencia decadente que deja tirados a sus socios cuando ya no les necesita. Un mensaje con el que no solo quiere regocijar al público de la China continental. También busca amedrentar a Taiwán, que Pekín considera parte de su territorio. Alineada con Estados Unidos, la isla depende de Washington para su defensa.
Pero, tras el sarcasmo en torno a las tribulaciones de Washington, y pese a sus recientes contactos con los talibanes —con los que comparte la antipatía hacia EE UU y los “valores universales”—, en Pekín subyace una enorme preocupación por lo que pueda ocurrir en la nación vecina con esa milicia en el poder. Una semana después de la toma de Kabul, aún es incierto qué tipo de gobierno se formará en Afganistán: si los talibanes acabarán creando, como prometen, algún tipo de gabinete de unidad nacional o si optarán por gestionar el país en solitario. O si estallará una nueva guerra civil.
El ministro de Exteriores chino, Wang Yi, ha mantenido una intensa agenda de contactos desde la caída de Kabul hace ocho días, en una demostración de la importancia que Pekín concede a la situación afgana. Ha hablado, entre otros, con el secretario de Estado estadounidense, Antony Blinken; su homólogo paquistaní, Shah Mahmud Qureshi; y el ruso, Serguéi Lavrov. En cada reunión, ha llamado a “establecer una estructura política abierta e incluyente de acuerdo con las condiciones del país, buscar políticas moderadas y evitar provocar nuevos conflictos”.
Para Pekín, hay tres tipos de intereses en juego. Además del golpe a la reputación de su rival Estados Unidos, le importan las oportunidades económicas que puedan abrirse en Afganistán. Pero, por encima de todas las cosas, “China mira a Afganistán desde el prisma de la seguridad”, insiste Ana Ballesteros, del centro de pensamiento CIDOB en Barcelona. “No creo que vea a Afganistán tanto como una oportunidad —ya está teniendo sus problemas con Pakistán, que es infinitamente más estable que Afganistán, a la hora de desarrollar proyectos en la región—. Les preocupa la estabilidad, por un lado, y por otro la fiabilidad de los talibanes en un futuro Gobierno”.
La preocupación sobre la seguridad es múltiple. Por un lado, teme que lo que ocurra en Afganistán pueda desestabilizar otros países de la región con los que también mantiene frontera y/o importantes lazos económicos y energéticos en Asia Central, como Tayikistán o Uzbekistán. O incluso su gran aliado y patrón de los talibanes, Pakistán.
“Unos talibanes en auge y extremistas inspirados por ellos en Pashtunistán y Beluchistán (áreas tribales paquistaníes) pueden poner en peligro el proyecto estrella de la iniciativa china de las Nuevas Rutas de la Seda: el Corredor Económico China Pakistán”, señala Robert Daly, director del Instituto Kissinger de China y Estados Unidos.
Ese miedo se ha visto agravado por incidentes como el ataque suicida el viernes contra una caravana de vehículos que transportaba a trabajadores chinos en el proyecto de construcción de una autopista en el puerto paquistaní de Gwadar. Un nacional chino resultó herido, dos niños paquistaníes murieron y varios resultaron heridos. Es el segundo atentado contra intereses chinos en Pakistán en lo que va de mes.
Pero, sobre todo, el Gobierno de Xi teme que un Afganistán regido por los talibanes pueda convertirse en un refugio para extremistas de la etnia uigur, la minoría musulmana originaria de Xinjiang. Y que ello pueda, a su vez, desestabilizar esa región en el oeste de China, donde Pekín ha internado a centenares de miles de personas en campos de reeducación en una campaña que las autoridades chinas sostienen que es necesaria para la lucha contra el terrorismo en la zona.
Esta cuestión acaparó gran parte de la muy divulgada reunión del 28 de julio en la ciudad china de Tianjin entre Wang y una delegación talibán encabezada por uno de los cofundadores del grupo, el mulá Abdul Ghani Baradar, hoy ya en Kabul. Entonces, el ministro de Exteriores chino declaró a los talibanes “una fuerza clave” en el proceso de estabilización en Afganistán, en un espaldarazo para una milicia que anhela la legitimación de la comunidad internacional. Por su parte, Baradar expresó el compromiso de su grupo a no permitir que otras fuerzas utilicen el territorio afgano para preparar acciones de violencia que puedan perjudicar a China.
Pese a las buenas palabras de entonces, Pekín no se fía de que los talibanes cumplan su palabra. Ya la incumplieron al prometer a Estados Unidos que se desligarían de Al Qaeda, recuerda Ballesteros. Y en la prestigiosa revista Guancha, el profesor Liu Zongyi, del Instituto de Estudios Internacionales de Shanghái, matiza que “la clave es, si los líderes talibanes hacen una promesa, ¿los comandos locales la acatarán? Es un problema. Porque los talibanes no son un grupo centralizado, con una gran disciplina política. En el pasado, las órdenes que venían desde arriba no necesariamente se respetaban entre los representantes locales”.
Los talibanes han invitado abiertamente a China y otras naciones a invertir en la reconstrucción del país. “El mundo puede explorar nuestros recursos nacionales y naturales. Esta es una invitación general a todos los países que nos están ayudando en este delicado periodo de nuestra historia”, declaraba un portavoz talibán, Suhail Shahin, a la cadena estatal de televisión china CGTN esta semana.
De momento, y aunque China haya declarado su interés en tomar parte activa en la reconstrucción del país, su Gobierno se ha mostrado cauto a la hora de expresar compromisos concretos, a la espera de que vaya quedando clara la realidad sobre el terreno en Afganistán. Es probable que, a cambio de estabilidad, China ofrezca a Afganistán alguna ayuda económica, que los talibanes necesita con urgencia para pagar salarios y comenzar las tareas de reconstrucción del país, y legitimación diplomática. Aunque ni en enormes cantidades en el primer caso, ni de manera muy veloz en este último: la diplomacia china lleva en su código genético la cautela tanto como el pragmatismo.
Mientras tanto, China optará por la cautela. Y mirará atentamente los movimientos de unos Estados Unidos que, tras dejar atrás su costosa implicación en Afganistán, podrán dedicar más tiempo y energías a su giro hacia Asia y su rivalidad con Pekín.
“Ese es el melón que se está abriendo ahora. Se está reconfigurando todo en función de este cambio de orientación en la política exterior de Estados Unidos”, opina Ballesteros, que cree que el interés de China en Afganistán acabará siendo relativamente limitado. “Va a tener otros frentes”.
POCAS INVERSIONES, PROYECTOS EN SUSPENSO
Si bien en el pasado China ha aludido a su interés por integrar a Afganistán en su iniciativa de las Nuevas Rutas de la Seda -la gran red de infraestructuras con la que aspira a conectarse con el resto del mundo-, sus inversiones han sido modestas. En la primera mitad de este año, su inversión directa fue de solo 2,4 millones de dólares; en todo 2020, de 4,4 millones. En comparación, el dinero destinado a Pakistán fue de 110 millones de dólares el año pasado, 25 veces más.
Sus principales proyectos en Afganistán, la mina de cobre de Aynak y la explotación de petróleo en la cuenca del Amu Darya, han chocado con obstáculo tras obstáculo, incluidas amenazas contra la seguridad. Los trabajos de Aynak están paralizados desde 2015.
Pese a las promesas de los talibanes, la explotación de los recursos afganos no es algo sencillo. Un informe geológico del Gobierno estadounidense en 2010 calculaba en un billón de dólares la riqueza mineral del país, que cuenta con cobre, lapislázuli y tierras raras, entre otras materias primas. Pero el propio Washington advertía en aquella época que convertir ese potencial en ingresos reales sería cuestión de años, dado lo remoto de las localizaciones, la complicada seguridad y la infraestructura necesaria. Y desde entonces no se han producido progresos dignos de mención.
“¿Está dispuesta China a acometer tanto, tanto gasto? ¿Está dispuesta a hacer una tremenda inversión necesaria en seguridad, y esperar 20 o 30 años, que es lo que va a tardar en rentabilizarla, mientras en todo este tiempo puede llegar en Afganistán otro Gobierno que se alíe con Estados Unidos? Son cálculos que hay que hacer en Afganistán”, apunta Ballesteros.
De momento, China “no se está apresurando a invertir en Afganistán. La cuestión subyacente es que aún es difícil para nosotros juzgar cuál será su futura ideología. Su posición actual (más moderada) puede ser solo una estrategia, y el fundamentalismo islámico que buscan puede que no haya cambiado mucho”, opina Liu.