Es escritora y editora que vive en Shanghái. Es editora jefa de The Shanghai Literary Review.
SHANGHÁI, China — Los trabajadores voluntarios ataviados con trajes de protección blancos —a quienes se les conoce aquí como los “grandes blancos”— empacaron su equipo y se marcharon después cumplir con su labor del día. El complejo de apartamentos donde vivo se ha quedado en silencio una vez más. Desde mi ventana en el piso 18, alcanzo a ver los estanques koi y los jardines debajo, vacíos; el laberinto de setos, vacío; la fuente, inactiva de cierta forma, sus aguas están inmóviles como si conspiraran para suspender su danza.
Es el primer día de confinamiento en Puxi, nuestra mitad del lado oeste del río Huangpu en Shanghái, y acabamos de terminar nuestra primera ronda de pruebas covid patrocinadas por la ciudad. Por medio del grupo de WeChat de nuestro edificio (uno de los 19 grupos de chat que hay para los 19 edificios en mi complejo), nuestro “gran blanco” designado nos llamó, piso por piso, para realizarnos la prueba.
Instalado en nuestro vestíbulo, un gran blanco pasaba lista. Otro fungía de controlador de tránsito y nos indicaba que camináramos hacia la izquierda. Mi suegra, que vive con nosotros, vigilaba que se respetara la sana distancia entre nuestra familia y nuestros vecinos mientras que mi esposo y yo resguardábamos entre nosotros a nuestros dos hijos, de 2 años y 6 meses, que no están vacunados. Se escanearon códigos de respuesta rápida (QR, por su sigla en inglés) y se cargaron los datos a la nube administrada por el gobierno, donde se pueden ver nuestros resultados. Nos hicieron el hisopado nasal y de inmediato nos enviaron de vuelta a nuestro apartamento. En el elevador, un gran blanco se bajó en el séptimo piso. Unos cuantos residentes todavía no bajaban a hacerse la prueba. Mientras se cerraban las puertas del elevador lentamente, lo vimos tocar una puerta.
En febrero de 2020, durante el primer cierre de emergencia por COVID-19 en Shanghái, mi hijo mayor tenía 9 meses. En ese primer confinamiento, Wuhan fue víctima del virus misterioso. Abundaban las conjeturas y los rumores. La tasa de letalidad era alta. El confinamiento se sentía necesario. El miedo era real.
Sin embargo, en los dos años transcurridos desde entonces, hemos vivido felizmente libres de preocupaciones por la COVID-19. Aunque las personas no vacunadas ahora siguen estando en alto riesgo, vivir en un país que había adoptado una política “cero covid” implicaba que nuestras vidas eran, en gran medida, normales. Mientras amigos y familiares en Estados Unidos sufrían por periodos largos de cierres de escuelas y trabajo remoto, aquí en Shanghái, mi hija iba a jugar con amigos y al prescolar, y mi esposo y yo tuvimos a nuestro segundo hijo. De vez en cuando usábamos cubrebocas, aunque la mayoría del tiempo no lo hacíamos.
Como ya estábamos muy acostumbrados a una vida que no estaba afectada por la COVID-19, la infiltración reciente de la subvariante BA.2 de ómicron es desconcertante. Quizá para la mayoría de la gente, el confinamiento se siente necesario y aceptable: un breve periodo de sufrimiento a cambio de un posible beneficio a largo plazo, aunque hay quejas de que un confinamiento corto se convierta en uno más largo. Pero hasta el momento, al menos entre mis amigos y vecinos, solo son quejas. Todavía no somos víctimas de la fatiga pandémica.
Sin embargo, si la situación no cambia, las personas sí van a cansarse. Se cansarán de los confinamientos, de trabajar desde casa, de entretener a los niños que no pueden ir a la escuela. Estas son experiencias pandémicas que la gente fuera de China conoce bien desde hace mucho. Los habitantes de China se agotarán del cumplimiento obligatorio (que los grandes blancos toquen a su puerta y puedan enfrentar castigos penales si se rehúsan a hacerse las pruebas). Se agotarán de estar separados de sus familias.
Como estoy vacunada, si doy positivo en una prueba, me preocupa menos enfermarme que el hecho de que me separen de mi familia. Sigo amamantando a mi hijo porque se rehúsa a tomar del biberón y es alérgico a la leche de fórmula, así que sería una pesadilla que eso ocurriera.
En este momento en Shanghái, el confinamiento de la mitad de la ciudad de Pudong acaba de finalizar y se prolongará de varias maneras. Si hay un caso en tu edificio, todos los inquilinos deben encerrarse en sus apartamentos durante 14 días. Si hay un caso en tu complejo de apartamentos, debes quedarte en tu apartamento durante siete días, y luego cumplir una cuarentena de siete días dentro del área del complejo. Si hay un caso en tu subdistrito, debes quedarte en el terreno de tu complejo durante siete días. Si no hay casos en tu subdistrito, eres libre de desplazarte por doquier. En todos los casos, la persona que dio positivo por coronavirus es trasladada a una zona de cuarentena centralizada.
Le dije a mi esposo que yo preferiría que nos tocara el tercer escenario: tendríamos que quedarnos dentro de nuestro complejo de apartamentos, pero sí podríamos salir a disfrutar el aire fresco, los jardines comunitarios, los setos y los senderos. Me di cuenta de que esta mentalidad era muy china: disfrutar la libertad dentro de límites estrictos, aunque, en este caso, habría un virus propagándose afuera. La cuarta opción, la libertad de desplazarse por todo Shanghái, se sentía demasiado amplia, demasiado precaria. En los dos últimos años, me he vuelto cada vez más aislada, dentro de China, dentro de Shanghái, dentro de Changning, dentro de Gubei.
La estrategia de los confinamientos regionales en China da pie a que los individuos protejan con sumo recelo sus pequeñas parcelas de tierra. La gente acumula alimentos y víveres, se pelea por recursos. Los vecinos se delatan entre sí como posibles portadores del virus.
La semana pasada, en nuestro complejo de apartamentos, una prueba de antígenos resultó positiva en un edificio cercano. Por consiguiente, todos los residentes de ese edificio entrarían en un periodo de confinamiento. En mi edificio, donde no hubo resultados positivos, un hombre descubrió a una mujer ingresando una caja de artículos domésticos por el sótano. Le preguntó de dónde venía, y cuando ella le respondió que venía del edificio confinado, él le informó a nuestro grupo de chat. Resultó que ella también estaba en el grupo porque era propietaria de apartamentos en ambos edificios y la gerencia le había dicho que se fuera del edificio donde se había detectado el caso positivo. Se desató una discusión larga y brutal entre el hombre y la mujer por mensajes de voz. Se lanzaron varios insultos y acusaciones, de los cuales los más inocuos fueron “cobarde” y “traidora”. Al final, la prueba resultó ser un falso positivo.
Al mismo tiempo, hay multitudes de voluntarios benevolentes que dedican su tiempo y energía para contribuir al esfuerzo de aplicación de pruebas en toda la ciudad. Algunos vecinos en mi comunidad comparten provisiones: el dueño de un gimnasio local deja bolsas y bolsas de comestibles todos los días afuera de su negocio para que cualquier persona las tome. Hasta ahora, la situación no se siente alarmante ni hostil. En general, la gente todavía parece animada, optimista y generosa.
En este momento, China está siguiendo la tendencia del resto del mundo: repuntes importantes de casos. Somos afortunados de haber estado protegidos durante dos años y estar expuestos al virus ahora que más personas están vacunadas. Antes de que nos alcance la fatiga pandémica y antes de que las comunidades, las familias y las relaciones sufran estragos duraderos, espero que encontremos una manera de superar nuestros límites con dignidad.